Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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El viejo no estaba en la casa. Comprobé la parte de atrás por si yo estuviese haciendo el ridículo mientras él estaba fertilizando sus tomates, pero tampoco estaba fuera. Peppy vino conmigo a la puerta trasera mientras fui a mirar.

– ¿Adónde ha ido, eh? Sé que te lo ha dicho.

Soltó un impaciente ladrido y la dejé salir un poco. No le habían atacado y sacado a la fuerza de la casa: no había señales de lucha. Desistí. Algo había surgido y ya me enteraría a su debido tiempo. Comprobé que Peppy tenía agua en su cuenco, y dejé una nota sobre el teléfono diciéndole que me había pasado por allí y que nos veríamos a la noche.

Después de volver a cerrar su puerta con llave pasé por mi casa para tomarme un sándwich y un vaso de agua. También dejé la Smith & Wesson, no era probable que alguien ejercitara su puntería sobre mí en la avenida Racine.

Marjorie Hellstrom estaba en su jardín, ocupada con un rosal. A excepción de la señora Frizell y de mí misma, la manzana estaba llena de jardineros fanáticos. Yo no era capaz de cultivar ni perejil en una maceta, y el jardín de la señora Frizell estaba retornando a su origen de pradera: pradera llena de tapaderas y latas de cerveza, exactamente en la forma en que estaba cuando los indios vivían allí.

La señora Hellstrom se acercó a la valla que separaba su seto tallado a mano del vertedero contiguo.

– ¿Va a casa de Hattie, señorita…? Ayer le lavé algo de ropa y se la llevé al hospital, pero no me reconoció. Parecía que no la hubiera lavado ni una sola vez desde que la compró. Al señor Hellstrom no le gustó que la lavara, tenía miedo de que se me pegara algo al tocarla, pero ¡cómo va una a dejar en la estacada a una vecina junto a la que lleva viviendo treinta años!

– ¿Cómo ha visto a la señora Frizell? -la interrumpí.

– Sinceramente, creo que ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí. Estaba tumbada con los ojos entornados, con una especie de ronquido, pero sin decir nada, excepto llamar al perro de vez en cuando. Si ha pensado en llevarle algunas de sus cosas, yo no me molestaría, señorita…

– Warshawski. Pero puede llamarme Vic. No, sólo quería asegurarme de que sus papeles estaban en orden.

La señora Hellstrom frunció el entrecejo.

– ¿No se supone que la que tiene que hacerlo es Chrissie Pichea, encargarse ella y su marido de los asuntos de la señora Frizell? Es la mar de generoso de su parte hacerse cargo, cuando tienen su propio trabajo que hacer, aunque creo que no deberían haberse precipitado tanto en hacer sacrificar a sus perros. Por lo menos tenían que haber hablado conmigo primero, seguro que sabían que era yo la que los estaba cuidando.

– Sí, estoy de acuerdo. Yo tengo cierta práctica financiera que Todd y Chrissie no poseen. Y siento cierta responsabilidad sobre la señora Frizell, debí hacer algo por proteger a sus perros.

– Sé cómo se siente, querida… ¿Vic, dice?, porque yo me siento igual. Vaya, pero posiblemente tenga que abrir una ventana. Aunque he tratado de limpiar un poco el suelo, bueno, francamente, ahí dentro apesta -con esa última frase bajó la voz, como si estuviera utilizando una palabra demasiado fea para una conversación educada.

Asentí vigorosamente y entré por la puerta de atrás. Casi temía que Todd y Chrissie hubiesen cambiado las cerraduras, así que me había llevado las ganzúas, pero no debieron pensar que hubiera algo que proteger allí. Así que técnicamente no estaba allanando un domicilio, sólo entrando en él.

La señora Hellstrom tenía razón en lo del olor. Años y años de deyecciones de perro, platos sucios y suelos sin fregar habían producido una atmósfera espesa y cargada que era como para desmayarse.

Abrí de par en par las ventanas de la cocina y la sala, ya de por sí una ardua tarea, ya que estaban atrancadas por la falta de uso, y eché un rápido vistazo a la casa. La señora Frizell parecía arreglárselas bien sin las trampas de la tecnología moderna: tenía una pequeña radio, pero ni televisión, ni discos compactos, ni siquiera un tocadiscos. Sí que tenía una cámara de fotos, una antigua Kodak por la que en la calle no le hubieran dado ni una papelina. Volví a la sala de estar y arrimé una silla desvencijada al escritorio. Era un mueble antiguo, oscuro, con una tabla para escribir con tapa enrollable, estantes para libros arriba, y cajones en la parte inferior. La tapa enrollable llevaba años atrancada por los papeles que atascaban sus bordes. Había papeles amontonados tras las puertas de cristal biselado de los estantes, y apiñados en los cajones. Todo estaba recubierto de una fina capa de mugre.

Si no hubiera estado hasta el moño de Todd, Dick, Murray e incluso Freeman, hubiera cerrado las ventanas y me hubiera largado a casa. Era absurdo pensar que pudiera haber algo de valor, y menos aún de interés, en esa escombrera. Pero necesitaba algo, una palanca para apartar a Todd Pichea de la señora Frizell, y no se me ocurría ninguna idea. Lo único que quería era algún tipo de documento que me proporcionara, si no una palanca, al menos una cuña.

Mientras examinaba los horrores que tenía delante, no pude evitar preguntarme qué parte de mi determinación se debía a mi preocupación por la señora Frizell, y cuál era debida a mis propios sentimientos de humillación. Soy mala perdedora y hasta la fecha Todd, y Dick, me habían derrotado en cada encuentro.

«No te mueve la venganza, luchas por la verdad, la justicia y el estilo de vida americano», me dije a mí misma con una mueca.

Probablemente la señora Frizell había amontonado sus papeles según el sistema SVL (Según Van Llegando). La dificultad estribaba en sacar la capa superior -tanto de las estanterías como de la tabla- sin perturbar las regiones paleontológicas de debajo.

Pese al trabajo de la señora Hellstrom, la alfombra de la sala de estar, un raído tapiz gris que antaño pudo ser marrón, aún tenía una capa de polvo demasiado espesa para sentarse allí. Subí al piso de arriba y encontré una de las sábanas que había lavado. Extendiéndola en el suelo, empecé a extraer cuidadosamente documentos del escritorio y a ponerlos sobre la sábana.

Entre la cochambre de la cocina había divisado una gran pila de bolsas de papel -la señora Frizell nunca tiraba nada-. Las cogí y dispuse una fila de ellas junto al escritorio. Tomé la decisión arbitraria de mirar todo lo que tuviera fecha posterior a 1987 y de poner todo lo anterior en bolsas separadas por años.

A eso de las cinco había llenado dos docenas de bolsas. La sábana sobre la que estaba se había puesto negra con toda la mugre que había sacudido de los papeles. La señora Frizell estaba en la lista publicitaria de todas las compañías de productos para animales de toda Norteamérica y conservaba todos sus catálogos. También había conservado todas las facturas del veterinario desde 1935 -la fecha más remota que había aflorado a la superficie hasta ese momento-, y recortes de periódico refiriéndose a la crueldad con los animales. No había encontrado nada relacionado con su hijo, pero la mayoría de las cosas que había examinado sólo databan de finales de los años setenta.

Los únicos documentos financieros estaban revueltos con las facturas del veterinario y los recortes de periódico. Eran escasos. Recibía un cheque mensual de la Seguridad Social, pero al parecer en la fábrica de cajas donde trabajaba no había sindicato. O al menos no parecía que tuviera ningún plan de pensiones aparte del del gobierno. El banco de Lake View había pagado su contribución y se hacía cargo de sus modestos ahorros. Al parecer también le pagaban las facturas por diversos servicios. Encontré un par de copias de los informes trimestrales que enviaban a Byron Frizell a San Francisco detallando las transacciones que efectuaban por cuenta de ella.

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