Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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La Seguridad Social no dispone de un sistema electrónico de transferencias. Tenían que enviar sus cheques directamente a la señora Frizell, y ella tenía que ser lo bastante responsable como para acordarse de llevarlos al banco. Aparentemente tenía la suficiente coherencia mental para hacerlo, ya que su libreta del banco, que encontré bajo un prospecto de Jewel de 1972 promocionando Purina a diez centavos la libra, mostraba ingresos mensuales regulares.

No era un asidero muy firme el que mi autoasignada clienta tuviese la capacidad mental suficiente como para llevar su dinero al banco. Y no era de mucha ayuda para hacer frente al penoso estado en que se encontraba ahora. Obviamente, no se podía decir que actualmente fuese capaz de manejar sus propios asuntos.

Tras un examen más detenido, la libreta tampoco resultó ser un gran aliado. La señora Frizell había ingresado su cheque el día diez de cada mes durante dieciocho años, pero de repente había dejado de hacerlo en febrero, cuando el saldo estaba justo un poco por encima de los diez mil dólares. ¿Qué había hecho con los cheques desde entonces? ¿Encontraría cuatro cheques sumergidos en las profundidades de ese mar de papeles?

Me froté la nuca y los hombros con mis dedos sucios. Me sentía vacía y deprimida. No estaba encontrando ninguna prueba del brillante estado mental de la señora Frizell. Y menos aún un alijo de valores por los que valiera la pena despojarla de sus bienes.

Fui a la cocina a lavarme las manos bajo el grifo. Aunque el tiempo había cambiado con la tormenta de la noche anterior, el trabajo entre esa basura me había dejado entumecida y sudorosa. La pila estaba tan sucia que, aunque tenía mucha sed, no me apetecía beber del grifo. Tenía que haber pensado en traerme un termo de casa. Media hora más y se acabó.

Cuando volví a la sala de estar y divisé el desbarajuste, estuve tentada de abandonar de inmediato, pero la importuna sensación de que ya había invertido demasiado tiempo como para irme con las manos vacías me impulsó a continuar. Desde luego, ése es el clásico error que lleva los negocios a la bancarrota: «Ya hemos invertido cinco años y cincuenta billones en este producto inservible, no podemos abandonar ahora». Pero tu impulso te hunde cada vez más en el cenagal.

La habitación estaba orientada al oeste. El sol poniente la iluminaba mucho más que la bombilla de cuarenta vatios de la única lámpara que tenía allí la señora Frizell. Abrí las cortinas y continué mi búsqueda. Hasta entonces sólo había mirado la sección del medio y los estantes con puertas de cristal. Como último intento, abrí los tres cajones de abajo. Acuclillada, empecé a sacar sobres. Debían de ser cerca de las siete cuando encontré la carta del banco de Lake View.

15 de marzo

Estimada Sra. Frizell:

Según sus instrucciones, hemos vendido sus Certificados de Depósito y cancelado su cuenta, y hemos transferido su saldo a su nueva cuenta en el banco Metropolitan and Trust de Estados Unidos. Hemos servido con agrado sus intereses financieros durante los últimos sesenta años, y lamentamos que no desee continuar nuestra relación. En caso de que cambiase de opinión en el futuro, por favor no dude en llamarnos. Nos complacerá reabrir su cuenta sin ningún cargo para usted.

La carta llevaba la firma personal de uno de los agentes del banco.

El banco de Lake View es una pequeña institución familiar: se ocupan de mi hipoteca con la atención y el esmero que la mayoría de los bancos reservan a las grandes sociedades clientas suyas. Debe de ser el único banco de la ciudad que aún maneja libretas de pequeñas cuentas. Era muy propio de ellos que le escribieran una carta personal a la señora Frizell.

Lo extraño era que transfiriera su dinero al Metropolitan. No había encontrado una libreta ni ningún otro documento de ellos. O bien habían quedado enterrados bajo el estrato jurásico, o los guardaba en otro sitio. Pero eso era un detalle comparado con la cuestión importante: ¿por qué había cambiado su cuenta a un banco del centro? Y no precisamente cualquier viejo banco, sino uno que era noticia una semana sí y otra también por las conexiones políticas que sus directores tenían en la zona. La junta de administración del condado de Du Page era sólo uno de los grupos que recientemente habían suscitado el interés periodístico por mantener depósitos disponibles en las cuentas del Metropolitan que no devengan intereses.

Me estaba aferrando a un clavo ardiendo y lo sabía. Probablemente el Metropolitan había lanzado alguna campaña publicitaria que la señora Frizell había encontrado irresistible. Me puse en pie, con las corvas agarrotadas de estar tanto tiempo sentada. No sabía qué hacer con el desbarajuste que había dejado en el suelo. El escritorio seguía rebosante de papeles, no me imaginaba volviéndolos a embutir dentro. Al mismo tiempo, no podía dejarlos ahí tirados, como prueba de mi labor. Aunque quizá Chrissie supondría que había sido obra de la señora Hellstrom; probablemente los Pichea sabrían que había hecho algo de colada.

Una llave girando en la cerradura zanjó el problema por mí. Doblé la carta del banco y me la metí en el bolsillo de atrás un segundo antes de que irrumpieran Chrissie y Todd. Parecían radiantes de salud, Chrissie con un mono ceñido como una funda, Todd con un pantalón corto color canela y una camisa polo. No quería ni imaginarme el aspecto que tendría yo: el olor procedente de mis sobacos era lo bastante desagradable.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Warshawski?

– Limpiando los establos de Augias. Podéis llamarme Hércules. Aunque creo que él tuvo ayuda. En cierta manera, le he superado.

– No intentes tomártelo a broma, porque no tiene gracia. Cuando la señora Hellstrom nos ha dicho que estabas aquí hurgando en los documentos financieros, mi primer impulso ha sido llamar a la policía. Podía haberte hecho arrestar, sabes. Esto es una propiedad privada.

Me froté la nuca.

– Pero, que yo sepa, no es propiedad tuya. A menos que hayas utilizado tus poderes de custodia para hacerte con la escritura.

Súbitamente caí en la cuenta de que ése era el único documento valioso que poseía la señora Frizell. Quizá estuviera en el fondo de alguno de los cajones. O quizá Todd y Chrissie ya habían arramblado con él. No me sentía con ánimos de allanar su casa para comprobarlo, al menos no por esa noche.

– Por qué simplemente no te largas de aquí -me espetó Todd-. Desde que encontramos a la anciana, has estado empeñada en socavar mi interés por ella, hasta llamar a su hijo…

– ¡Qué interés! -le interrumpí-. Lo primero que habéis hecho, espabilados, ha sido matar a sus perros, lo único que quería la señora Frizell en el mundo. Todo lo que habéis hecho desde el viernes puede que sea legal, pero yo no quisiera tener algo que ver en ello ni de lejos. Apestas, Pichea, mucho más que cualquier montón de mierda de perro que haya podido dejar por aquí la señora Frizell.

– ¡Basta! -bramó-. ¿Crees que tu superioridad moral te da derecho a quebrantar la ley? Tengo documentos que demuestran mi derecho a controlar a quien entre en este lugar, y cualquier juez de esta ciudad estaría de acuerdo.

Solté una carcajada.

– ¿Tienes documentos? Eso suena a pedigrí de perro. Pero, hablando de documentos, ¿dónde está el título de propiedad de la señora Frizell? ¿Y dónde está la libreta de su cuenta en el Metropolitan?

– ¿Cómo sabes…? -inició Chrissie, pero Todd la interrumpió.

– Tienes dos minutos para marcharte, Warshawski. Dos minutos antes de que llame a la policía.

– Así que tenéis efectivamente su libreta del banco -dije, procurando infundirle a mi voz un tono cargado de intención. Preguntándome para mis adentros en qué podía cambiar eso las cosas, me dirigí tranquilamente a la puerta principal.

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