Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Se le iluminó un poco el semblante.

– Pero ¿cómo haré para ir a la universidad si no puedo conseguir una beca?

– Buenas notas -dije secamente-. No tiene tanto glamour como una beca por méritos deportivos pero a la larga te llevará más lejos. Aunque no nos preocupemos de eso ahora; ya tienes bastante con todo lo que te está pasando, y aún falta un año para presentar las solicitudes.

La pava comenzó a hervir y llené los tazones.

– April, ¿has hablado con Josie desde que fue a verte al hospital?

Me dio la espalda y se concentró en la operación de ir mojando la bolsita de té en los tazones hasta que los tres adquirieron un pálido tono amarillento.

– Josie desapareció la misma noche que murió tu padre, y estoy muy preocupada por ella. ¿Se escapó con Billy?

Torció el gesto con tristeza.

– Prometí no decir nada.

– Encontré el coche deportivo de Billy estrellado debajo de la Skyway hacia la una de la madrugada. Creo que la periodista inglesa iba dentro, pero ¿dónde estaban Billy y Josie?

– Billy le regaló el coche a papá -dijo en un susurro-. Dijo que no lo podía usar más, y sabía que papá no tenía coche; si queríamos salir tenía que pedir un coche prestado a un amigo, o a veces nos llevaba en el camión si pensaba que el señor Grobian no iba a enterarse; ya sabe, era propiedad de By-Smart.

– ¿Cuándo le regaló el coche a tu padre?

Procuré hablar con serenidad, sin levantar la voz, para no ponerla más nerviosa de lo que ya estaba.

– El lunes. Vino a casa el lunes por la mañana, después de que me trajeran del hospital. Mamá tenía que trabajar; sólo le dieron una hora libre para traerme a casa, pero papá hacía el turno de tarde así que no se marchó hasta las tres. Y entonces, entonces vino Josie. La llamé y le dije que pasara por aquí antes de ir al instituto. Ella y Billy acostumbraban a verse aquí, ¿sabe?, era un buen sitio para hacer los deberes, así que a su madre no le importaba, y mi madre, bueno, ella pensaba que Billy era un chico del insti, no le dijimos que era un Bysen; se habría, bueno, se habría puesto como loca si lo hubiese sabido.

Aquellos trabajos del colegio en los que Josie ponía tanto empeño, sus deberes de ciencias y salud pública que tenía que hacer con April. Quizá tendría que haber adivinado que eran una tapadera, aunque ahora poco importaba.

– ¿Por qué Billy estaba tan enfadado con su familia? -pregunté.

– No estaba enfadado con ellos -dijo April muy seria-. Estaba preocupado, le preocupaba lo que había visto en la planta.

– ¿A saber?

Encogió un hombro.

– Ya sabe, todo el mundo trabaja mucho por muy poco dinero. Como mamá. Incluso papá; ganaba más conduciendo el camión pero Billy decía que no era justo que la gente llevara una vida tan dura.

– ¿Nada más concreto que eso?

Me quedé decepcionada. Negó con la cabeza.

– Tampoco es que le prestara mucha atención, casi siempre hablaba con Josie, ¿sabe?, en un rincón, pero sí que le oí decir algo de Nicaragua y Flag the Flag, me parece…

– ¿Qué estás haciendo aquí, molestar a mi niña?

Sandra apareció en el umbral, sus lloros olvidados, el rostro con su dureza habitual.

– Te estamos preparando una taza de té, mamá. La entrenadora dice que puedo seguir poniéndome el uniforme y ayudar al equipo, a lo mejor arbitrando partidos. -April dio un tazón a su madre y otro a mí. -Y a lo mejor mis notas me llevarán a la universidad.

– Pero no pagarán las facturas del médico. Si quieres hacer algo por April, deja de meterle ideas en la cabeza sobre las notas. Demuestra que Bron estaba conduciendo para la empresa cuando murió.

Me quedé perpleja.

– ¿Es que lo niega By-Smart? ¿Saben dónde estaba cuando lo asaltaron?

– No sueltan prenda. Esta mañana he ido a ver al señor Grobian al almacén, le he dicho que iba a presentar una demanda y me ha contestado que «Buena suerte». Ha dicho que Bron estaba infringiendo las normas de la empresa cuando trabajaba porque llevaba a esa zorra en la cabina, y que se querellaría contra mi solicitud.

– Necesitas un abogado -dije-. Alguien que los pueda llevar a juicio en tu nombre.

– Eres tan… ignorante -dijo con estridencia-. Para empezar, señorita Iffygenio, si pudiera pagar a un abogado, no necesitaría el dinero. Necesito pruebas. Eres detective, ve y consígueme pruebas de que estaba trabajando para la empresa y de que esa puta inglesa no estaba en su camión. Es culpa tuya que estuviera con él. Y luego haremos las paces.

– La conducta de Bron no es culpa mía, Sandra. Y gritar de esta manera no va a resolver ninguno de tus problemas. Tengo muchas cosas mejores que hacer que aguantar tus insultos. Si no eres capaz de calmarte para que podamos hablar con sensatez, más vale que me marche.

Sandra titubeó, debatiéndose entre la ira que la consumía y el deseo de saber más acerca de la muerte de Bron. Al final, las tres nos sentamos a la mesa de la cocina y bebimos el té aguado mientras yo les contaba cómo Mitch me había conducido a través de la ciénaga hasta Bron y Marcena.

Sandra sabía que Billy le había prestado el teléfono móvil a Bron («Me dijo que lo había aceptado para estar en contacto con April»), pero no sabía nada sobre el Miata. Eso provocó una breve refriega entre madre e hija («Mamá, no te lo dije porque ibas a ponerte a gritar contra él tal como estás haciendo ahora, y no lo soporto»).

Su párroco les había advertido que Bron estaba tan desfigurado que sería mejor que Sandra no viera su cuerpo; ¿opinaba yo lo mismo?

– Tiene un aspecto horrible -admití-. Pero si fuese yo, mi marido, quiero decir, querría verlo. De lo contrario, siempre me obsesionaría pensar que no le había dado el último adiós.

– Si te hubieses casado con ese gilipollas no te pondrías tan ñoña con últimos adioses y toda esa mierda de pelis románticas -espetó Sandra.

La interrumpió la protesta de April y acto seguido empezaron a discutir otra vez sobre si Bron realmente tenía un plan para conseguir el dinero que necesitaban para el desfibrilador de la niña.

– Llamó al señor Grobian y el señor Grobian le dijo que fuera a verlo, que lo hablarían, me lo dijo papá -dijo April a su madre, roja como un tomate.

– Nunca has entendido que tu padre decía a la gente lo que la gente quería oír, no la verdad. ¿Cómo crees que acabé casada con él, además?

Fue a decir algo más pero se contuvo.

– ¿Cuándo te contó lo de Grobian tu padre? -pregunté a April-. ¿El lunes por la mañana?

– Me estaba preparando el almuerzo después de volver del hospital. -April parpadeó para contener las lágrimas-. Bocadillos de atún. Le quitó la corteza al pan como hacía cuando era pequeña. Me envolvió con una manta y me instaló en su sillón reclinable y me dio de comer, a mí y a Gran Oso. Me dijo que no me preocupara, que iba a hablar con el señor Grobian, que todo se arreglaría. Entonces vino Billy y dijo que si podía esperar ocho años hasta que dispusiera de su fondo de inversiones él pagaría la operación, pero papá dijo que no podíamos aceptar caridad, aunque pudiéramos esperar tanto tiempo, y que iba a ver al señor Grobian.

Sandra dio un palmetazo contra la mesa con tanta fuerza que se le derramó parte del té aguado.

– ¡Eso es tan puñeteramente típico de él! ¡Hablarte a ti y no a su propia mujer!

A April le temblaba el labio inferior y estrechó a Gran Oso entre sus brazos. Patrick Grobian no me había parecido precisamente el afectuoso Santa Claus del South Side. Si Bron había ido a verlo, tuvo que ser para lanzarle el anzuelo de alguna manera, pero cuando lo insinué, April volvió a erguirse otra vez.

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