Metí las carpetas etiquetadas dentro de un cajón y recogí lo necesario para pasar una tarde de frío. Llevaba una parka, más voluminosa y mucho menos chic que mi chaquetón marinero, aunque quizá mejor para montar guardia en una esquina una tarde fría. Esta vez me acordé de los guantes, o mejor, de las manoplas: los dedos aún me dolían y estaban demasiado hinchados como para ponerme unos guantes. Si necesitara usar la pistola me vería en un apuro. La llevé conmigo, no obstante; quienquiera que hubiese atacado a Marcena tenía una imaginación espantosa. Prismáticos, guía de teléfonos, bocadillos de mantequilla de cacahuete, un termo de café. ¿Qué más necesitaba? Pilas nuevas para la linterna que el señor Contreras había dejado en mi coche, y mis ganzúas.
Había dicho a Morrell que hoy haría trabajo de oficina; pensé en llamarle para decirle que había cambiado de parecer pero no quería enzarzarme en una prolongada discusión sobre lo que me veía capaz de hacer habida cuenta de mi estado físico. Si era sincera, me vería obligada a admitir que veinticuatro horas en el hospital no habían bastado para que me sintiera plenamente recuperada. Y si fuese lista, me iría a casa y descansaría hasta recobrar mis facultades. Confié en que eso no significase que era mala y estúpida.
– Es un camino largo y polvoriento. Es una carga dura y pesada -canté para mis adentros mientras enfilaba la autovía hacia el sur. Me estaba empezando a hartar de aquella ruta, del cielo plomizo, de los edificios sucios, del tráfico interminable y luego, después de girar hacia el este desde Ryan, el barrio en ruinas que había sido mi hogar.
La salida de la calle Ciento tres está justo al lado del campo de golf donde había encontrado a Marcena y a Bron. Me paré un momento para echar un vistazo, preguntándome por qué los asaltantes habían elegido aquel sitio. Tomé una calle lateral hacia el sur y miré la entrada del campo de golf. La verja se veía muy sólida y continuaba en una valla con alambrada de afiladas púas que no sería fácil de escalar ni de pasar por debajo.
Conduje despacio de regreso a la Ciento tres inspeccionando la valla en busca de un acceso, pero la alambrada de púas había sido colocada sin escatimar. La calle lateral pasaba por un depósito de la policía, el cementerio de miles de automóviles. Muchos eran sólo restos de coches siniestrados, pedazos de metal retorcido que habían sido arrancados de la Dan Ryan Expressway, aunque algunos parecían coches enteros que la grúa se había llevado por estar mal aparcados. Mientras observaba, una pequeña flota de camiones grúa azules entraba lentamente al recinto remolcando coches, como un pelotón de hormigas llevando alimento a su reina. Los que iban de vacío salían en busca de nuevas víctimas. Me pregunté si el pequeño Miata de Billy estaría allí ahora o si la familia lo habría recogido.
Más allá del depósito, la alambrada seguía separando la calle y el marjal. Aparqué en el arcén a la altura del punto donde Mitch había salido del camino para adentrarse en la ciénaga. Allí la valla seguía aplastada, y aún se veía una leve rodada que atravesaba la hierba parda.
No comprendía por qué los asaltantes habían llevado a Bron y a Marcena a través de la marisma para luego arrojarlos en el linde del campo de golf. Si tenías que derribar la valla, ¿por qué no dejar los cuerpos en la marisma sin más, donde las ratas y el fango acabarían con los cadáveres en poco tiempo? ¿Por qué llevarlos a un hoyo en los confines de un campo de golf donde alguien podría dar con ellos en cualquier momento? Incluso en aquella época del año el personal de mantenimiento deambulaba por allí. ¿Y qué necesidad había de meterse en el marjal? Suponía mucho trabajo. ¿Por qué no subir hasta Stony Island y arrojarlos al vertedero?
Volví a subir al coche nada satisfecha con aquel trabajo deductivo. Mientras lo ponía en marcha sonó el teléfono móvil. Miré la pantalla: Morrell. Me sentí culpable al sentirme sorprendida lejos de la oficina y faltó poco para que dejara que el buzón de voz contestara la llamada.
– Vic, ¿vas de camino a casa? Acabo de probar en tu oficina.
– Estoy en South Chicago -confesé.
– Creía que hoy no te alejarías de casa.
Parecía resentido, cosa tan poco propia de su carácter que mi enojo visceral por verme bajo control no llegó a cuajar. Le pregunté qué problema había.
– Estoy indignado: alguien ha entrado en mi casa y ha robado el ordenador de Marcena.
– ¿Qué? ¿Cuándo?
Un tráiler de By-Smart tocó el claxon con furia cuando pisé el freno y me aparté al arcén.
– En algún momento entre las cinco de esta mañana, cuando he salido para ir al hospital, y ahora, o sea hace hora y media, cuando he llegado a casa. Me he tumbado en el sofá para descansar media hora, luego he ido a organizar las cosas para la detective de Rawlings. Entonces he visto todos mis papeles revueltos como si hubiese pasado un tornado.
– ¿Cómo sabes que se han llevado el ordenador de Marcena? ¿No se lo habría llevado consigo?
– Lo dejó encima del mostrador de la cocina. Lo llevé a su dormitorio cuando puse un poco de orden el domingo por la noche. Ahora no está, y mis lápices de memoria tampoco. Que yo sepa no falta nada más.
Sus lápices de memoria, los aparatitos del tamaño de una llave que usa para grabar copias de seguridad de sus datos, cosa que hace cada noche, para luego guardarlos debidamente rotulados en una caja de su escritorio.
– ¿No se han llevado tu ordenador?
– Me lo llevé cuando salí hacia el hospital, pensé que podría escribir un poco mientras te hacía compañía, cosa que no hice pero ha resultado ser una buena idea ya que he salvado el aparato.
Pregunté sobre el resto de aparatos electrónicos. El sofisticado equipo de sonido estaba intacto, igual que el televisor y el reproductor de DVD.
Había llamado a la policía de Evanston enseguida pero, según le había parecido, se habían limitado a seguir la rutina atribuyendo el robo a algún drogadicto.
– Pero el caso es que la puerta no estaba forzada. Eso significa que quien haya hecho esto ha entrado por la puerta con una llave, y mis cerraduras son muy buenas. Lo cual descarta al drogadicto y, además, un drogadicto también se habría llevado cualquier otra cosa fácil de transportar, como el DVD.
– De modo que alguien bien preparado quería los archivos de Marcena, y sólo eso, y no le importa que lo sepas -dije despacio.
Morrell dijo:
– He llamado a Rawlings y jura que no ha sido la policía de Chicago. ¿Debo creerle?
– No es su estilo -dije-, y si jura que no lo ha hecho. No sé. Es poli, y vivimos en un mundo tan canalla hoy en día que cuesta saber en quién confiar. Pero básicamente es una buena persona; prefiero creer que no haría algo así, o que no mentiría en caso de haberlo hecho. ¿Quieres que vaya a tu casa e interrogue a los vecinos?
– Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo, lo cual viene a demostrar hasta qué punto me ha desconcertado este asunto. No, sigue haciendo lo que estés haciendo; me sentiré menos impotente si hablo yo mismo con mis vecinos. Y luego iré a comprar lápices de memoria nuevos y a trabajar en la biblioteca de la universidad donde nadie me atracará para robarme el ordenador. ¿Qué me has dicho que estabas haciendo?
– Estoy en South Chicago. Quiero hablar con el pastor otra vez, y también con Sandra Czernin. A lo mejor Josie Dorrado le contó a April adonde iban a huir ella y Billy.
– Vic, me harás el favor de cuidarte, ¿verdad? No corras ningún riesgo estúpido. No estás en plena forma física y… Y ahora yo no sirvo para nada.
La última frase la dijo con inusitada amargura. Morrell no había proferido una sola queja acerca de su discapacidad desde que había vuelto a casa. Se aplicaba obstinadamente en su terapia física, ponía toda su energía en el libro y en velar por sus contactos pero, por primera vez, me di cuenta de lo duro que le resultaba sentirse incapaz de ayudarme si me metía en problemas.
Читать дальше