El recuerdo enfrió mi buen humor. Cuando llegué a la clínica hablé con la señora Coltrain, la recepcionista de Lotty. Había diez o doce personas en la sala de espera; tenía como mínimo para una hora. Al volverme, la señora Coltrain vio la sangre que me corría por la espalda y me hizo pasar al principio de la cola. Lotty estaba en el hospital pero su ayudante, Lucy, que está terminando sus prácticas de enfermería, me puso los puntos.
– No debería saltar llevando estos puntos, V. I. -dijo con la misma severidad con que lo habría dicho Lotty-. La herida necesita tiempo para curarse. Apesta a sudor, pero no puede volver a mojar esta herida en la ducha. Tendrá que arreglárselas con una esponja. Lávese el pelo en el fregadero de la cocina. ¿Entendido?
– Sí señora -dije mansamente.
Una vez en casa, saqué los perros a dar un paseo corto y seguí las instrucciones de Lucy a propósito del baño. Eso significó lavar los platos antes, ya que se habían vuelto a acumular en la pila. Ni siquiera había lavado las copas venecianas de mi madre que saqué para Morrell la semana anterior. Me dejó consternada tanto descuido: mi madre las había traído de Italia con ella, como único recuerdo del hogar del que había tenido que huir. Había roto dos varios años atrás; no soportaría perder ninguna más.
Las aclaré y sequé con cuidado, pero dejé una a punto para tomar una copa de Torgiano. Normalmente uso algo reemplazable para beber a diario, pero la rememoración de unas horas antes me seguía rondando, haciendo que necesitara sentirme de nuevo próxima a Grabriella.
Llamé a Morrell y le expliqué que estaba demasiado cansada para ir hasta Evanston.
– Marcena podrá entretenerte con sus ingeniosas bromas.
– Podría si estuviese aquí, querida, pero ha vuelto a desaparecer. Alguien la ha llamado esta tarde prometiéndole más aventuras en el South Side y se ha vuelto a marchar.
Recordé el amargo comentario de Sandra sobre Bron saliendo con la puta inglesa.
– Romeo Czernin.
– Puede ser. No he prestado mucha atención. ¿Cuándo volveré a verte? ¿Puedo invitarte a cenar fuera mañana? ¿Alimentarte con productos orgánicos y encandilarte con mi brillante ingenio? Sé que te molestó que ayer me marchara a casa.
Reí a regañadientes.
– Es verdad, ya me acuerdo: la sutileza no es mi punto fuerte. Cenar sería fantástico, pero sólo con ingenio.
Acordamos la hora y fui a la cocina a preparar la cena. Finalmente había ido a la compra al regresar de la clínica de Lotty, haciendo acopio de todo, desde yogur a detergente, así como pescado fresco y verduras.
Asé filetes de atún con ajos y aceitunas para el señor Contreras y para mí. Nos acomodamos amigablemente en la sala de estar para cenar viendo Monday Night Football juntos, los Patriots contra los Chiefs, yo con mi vino y mi vecino con una Bud. El señor Contreras, gran apostador, intentó convencerme de que pusiera dinero siguiendo mi instinto.
– Pero no en quién marca el primer gol o hace el mejor placaje -protesté-. Cinco pavos al resultado final, nada más.
– Vamos, encanto: un dólar si los Chiefs marcan primero, un dólar si consiguen el sack -enumeró una decena de cosas a las que podía apostar y luego agregó con aire burlón-: Pensaba que presumías de correr riesgos.
– Usted corre riesgos con una pensión del sindicato -rezongué-. Yo sólo tengo un plan de pensiones al que ni siquiera pude ingresar nada el año pasado.
Aun así, me avine a seguir su estrategia y puse quince billetes de un dólar en la mesa de café.
Rose Dorrado llamó justo cuando los Chiefs estaban culminando una ofensiva heroica al final del primer tiempo. Me llevé el teléfono al pasillo para alejarme del ruido del televisor.
– Josie todavía no ha vuelto del instituto -dijo Rose sin más preámbulos.
– Según las chicas del equipo, hoy no ha ido a clase.
– ¿No ha ido a clase? ¡Pero si se fue esta mañana a la hora de siempre! ¿Dónde ha ido? ¡Oh, no, Dios, no, alguien se ha llevado a mi hija! -exclamó levantando la voz.
Imágenes de los oscuros callejones y edificios abandonados del South Side, de las chicas de esta ciudad que habían sido violadas y asesinadas me pasaron fugazmente por la cabeza. Era posible, pero no pensaba que fuera eso lo que le había ocurrido a Josie.
– ¿Ha llamado a Sandra Czernin? A lo mejor ha ido a visitar a April.
– Yo pensé lo mismo. He llamado a Sandra, pero no sabía nada de mi niña, nada desde el sábado cuando Josie fue a ver a April al hospital. ¿Qué le dijo ayer? ¿La disgustó tanto que ha salido huyendo de mí?
– Le dije que no me parecía buena idea que ella y Billy pasaran la noche juntos. ¿Sabe dónde está él?
Ahogó un grito.
– ¿Piensa que ha huido con ella? Pero ¿por qué? ¿Y adónde?
– Ahora mismo no sé qué pensar, Rose, pero yo hablaría con Billy antes de llamar a la poli.
– Ay, yo que pensaba que nada podía ser peor que quedarme sin trabajo y ahora esto, ¡esto! ¿Cómo encuentro yo a ese Billy?
Traté de imaginar dónde podría estar. Dudaba mucho de que hubiese regresado a su casa, al menos de buen grado. Supuse que su abuelo podría haber hecho que le llevaran por la fuerza; desde luego Buffalo Bill era capaz de cualquier cosa. Billy había regalado su teléfono móvil, según Josie: obviamente, mi comentario sobre el chip GPS le había vuelto precavido. Me pregunté si también se habría deshecho del Miata.
– Llame al pastor Andrés -dije al fin-. Es la única persona con quien habla Billy ahora mismo. Si logra encontrar a Billy, creo que encontrará a Josie o, cuando menos, Billy sabrá dónde está.
Al cabo de diez minutos Rose me volvió a llamar.
– El pastor Andrés dice que no sabe dónde está Billy. No le ha visto desde ayer en la iglesia. Tiene que venir aquí y ayudarme a buscar a Josie. ¿A quién más puedo pedírselo? ¿A quién más puedo recurrir?
– A la policía -sugerí-. Saben cómo buscar a las personas desaparecidas.
– La policía -escupió-. Si consigo que contesten, ¿cree que se van a preocupar?
– Conozco al jefe del distrito -dije-. Podría llamarle.
– Usted se viene ahora mismo, señora V. I. War… War…
Comprendí que estaba leyendo una de las tarjetas que había dado a sus hijas y que en realidad no había sabido cómo me llamaba hasta entonces. Cuando pronuncié mi nombre, repitió su exigencia de que fuese a verla. La policía no le haría ningún caso, lo sabía de sobra; yo era detective, conocía el barrio, por favor, aquello era demasiado para ella, la fábrica incendiada, quedarse sin trabajo, todos esos niños, ¿y ahora aquello?
Yo estaba cansada y me había tomado dos copas de tinto italiano. Y ya había estado en South Chicago una vez ese día, y eran casi cuarenta kilómetros, y se me había abierto la herida por la tarde y… le dije que llegaría lo antes posible.
Cuentos para dormir
Eran casi las once cuando paramos delante del apartamento de los Dorrado en Escanaba. El señor Contreras iba conmigo y también nos habíamos llevado a Mitch. Quién sabe, su linaje de cazador quizá le hubiese provisto de un buen olfato para rastrear.
Como era de prever, mi vecino se había mostrado molesto al saber que volvía a salir, pero acallé sus protestas con el sencillo recurso de invitarlo a acompañarme.
– Sé que es tarde y estoy de acuerdo en que no debería conducir. Si quisiera venir conmigo y ayudarme a permanecer alerta, sería estupendo.
– Claro, tesorito, faltaría más.
Estaba enternecedoramente extasiado.
Fui a mi dormitorio y me puse unos vaqueros y dos holgados jerséis de punto debajo del chaquetón marinero. Saqué la pistola de la caja fuerte de la pared. No esperaba un enfrentamiento con Billy si, en efecto, él y Josie habían huido juntos. Pero por desgracia los tiroteos desde coches en marcha eran cosa común en el viejo barrio y yo no quería terminar tumbada en el suelo de un almacén abandonado con la bala perdida de un granuja cualquiera en la espalda, sólo por no haber ido preparada. Aquélla era la verdadera razón por la que llevábamos a Mitch, además: no abundan los pandilleros que le falten al respeto a un perro grande.
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