Resultaba doloroso hablar de Petra de aquella manera tan casual, clínica, desapegada, como si estuviese leyendo un guión cinematográfico. La frase realmente dura vino a continuación.
– Dirán que lo ha hecho Kimathi. Dirán que mató a Petra para desquitarse. -Hice acopio de fuerzas por si Rivers o sus amigos me atacaban.
– Y si lo hiciera, estaría en su derecho. Lo juro por Dios. -La voz de Curtis Rivers contenía una amenaza que me heló los huesos.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -espetó Rivers-. ¿Qué ocurre? ¿Es otro de esos negros que aman a Jesús y que cuando lo torturan dice «los perdono porque el odio destruye el alma»? Él no la perdona y yo tampoco la perdono.
– Yo no le pido que me perdone, pero me gustaría mucho saber qué he hecho para merecer esta ira. -Hundí los dedos en la suave piel de becerro del bolso que aún sostenía para que el temblor de las piernas no se me contagiara a las manos ni a la voz.
– ¡Le gustaría saberlo! Como si no lo supiera…
– Señor Rivers, esta conversación ya la tuvimos hace dos meses. Cuando mataron a Harmony Newsome yo tenía diez años. Sé de esa historia lo que he leído en los periódicos, en la transcripción del juicio y a través de una breve conversación con la hermana Frances que quedó interrumpida porque la mataron.
– Y usted, casualmente, estaba a su lado cuando murió.
– La sostuve en mis brazos mientras se le quemaba el cabello. -La voz me tembló-. Tengo heridas en el cuero cabelludo, en los brazos y en el pecho, y pesadillas que no desaparecen.
– Y Kimathi también tiene pesadillas de ésas.
– Cuénteme lo que ocurrió, señor Rivers.
Los ajedrecistas habían permanecido callados, casi inmóviles durante nuestro intercambio, pero el maquinista dijo:
– Cuéntaselo, Curtis. Te acabas de pasar de la raya culpando a la señora detective de la muerte de la hermana Frankie. Ella no tuvo nada que ver con eso y tú lo sabes.
El leñador asintió para manifestar su acuerdo. Rivers miró a sus amigos con el ceño fruncido pero entró en la trastienda. Oí el sonido atronador de su voz y los gritos asustados de Kimathi. Más voces, menos gritos y, al cabo de un momento, Rivers volvió con Kimathi agarrado del brazo.
– El padre de esta mujer aquí presente era el agente Warshawski. Cuéntale qué ocurrió cuando fueron a detenerte.
– Quiere cortarme el miembro -susurró Kimathi.
– Nosotros somos tres, y más grandes que ella, de modo que no te cortará nada ni te hará ningún daño. Y aquí, por la noche, estás a salvo. No puede forzar todas mis puertas.
– No voy a hacerle daño, señor Kimathi. -Extendí las manos vacías.
– Todo se debió a la muerte de Harmony -intervino el maquinista, hablando en voz baja-, la forma en que reaccionó la policía a la muerte de la chica, quiero decir. Al ayuntamiento la chica le importaba un pito, pero a su hermano, no. Saul tenía dieciséis años, estaba muy orgulloso de su hermana y su muerte fue para él un golpe casi letal hasta que la hermana Frankie lo convenció de que podían utilizar las lecciones del movimiento como llamada a la justicia por la muerte de Harmony. Saul y Frankie empezaron a organizar vigilias todos los sábados a la puerta de la comisaría. Consiguieron salir en televisión y en la prensa. La poli sabía que tenía que detener a alguien o el South Side volvería a estallar de nuevo en algaradas. Así que detuvieron a Kimathi, aquí presente.
Kimathi temblaba y se miraba los pies.
– Cuéntale qué ocurrió. El agente Warshawski fue a buscarte en su coche patrulla -lo instó Rivers.
– Vino a buscarme y me llevó a comisaría -susurró Kimathi, mirándome con sus grandes ojos.
Yo mantuve las manos extendidas. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que los latidos en el cuello me asfixiaban.
– Me quedé sorprendido. Yo no sabía que había matado a Harmony. Era tan dulce, tan bonita, tan especial. Demasiado especial para mí. Se lo dije al agente y éste replicó: «Ahórrate eso para los detectives y los abogados, chico, yo sólo soy el que ha recibido la orden de detenerte.» Y luego dijo, como dicen siempre, «Tienes derecho a guardar silencio» y todo lo demás.
– ¿Y entonces? -Tenía la boca seca y las palabras me salieron en un áspero chirrido.
– Entran los detectives. Se ríen. Yo soy la fiesta. Para ellos, soy la muerte de la fiesta, un gran chiste. Me dicen que he matado a Harmony. Me dicen que confiese, que será todo más fácil, pero yo no recuerdo haberla matado. Y ahora, de una manera u otra, tampoco lo recuerdo. Los demonios vienen y me clavan sus garras día y noche. Quizá fueron los demonios los que mataron a Harmony. Quizá los demonios dicen: «Kimathi, tú también eres un diablo. Tú estás en la banda. Como siempre decía el pastor, eres hijo del diablo, estás condenado al infierno. Adelante, mata a esa dulce muchacha por nosotros.»
– Tú no has matado a nadie en toda tu vida, Kimathi -dijo Rivers-. Esos detectives te jodieron el cuerpo y la mente. Dile a esta blanquita cómo lo hicieron.
– Me encadenan. -Estaba tan avergonzado de aquel recuerdo que clavó la vista en el suelo. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Me encadenan, me llaman negro de mierda. Dicen que soy el hombre que canta y baila, que baile para ellos. Me ponen en el radiador. Me queman la piel del trasero. Sangra. Luego ponen electricidad en mi miembro, le dan a la corriente. Dicen «este negro asqueroso baila muy bien». Se ríen. Después dicen que me cortarán el miembro. Y yo les digo las palabras que quieren oír, que he matado a Harmony, esa bendición de Dios.
Noté que se me escapaban las lágrimas y un asco tan intenso que me doblé por la cintura.
– Una bonita historia, ¿verdad, blanquita? -preguntó Rivers.
– ¿Y Tony Warshawski? -conseguí susurrar.
– Entra en la habitación dos veces, quizá más… Me duele todo tanto que no puedo contar.
– ¿Y qué hizo?
– Les dice que paren. Pero ellos le dicen: «No seas como ese Jesucristo que llevas en el salpicadero. Esto es por tu hermano.»
41 La provocación al tío Peter
Las piernas se me doblaron y me encontré sentada en el suelo. Curtis Rivers me miró sin compasión, pero yo no quería misericordia. «Es por tu hermano»… «Esto por Peter.» Tony vio a Alito y a Dornick que encadenaban a un hombre a un radiador encendido, vio que le aplicaban electricidad en los genitales. Mi padre, mi sabio, bueno y afectuoso padre… Tenía las manos mojadas y, cuando me las miré, creí que vería sangre en ellas, la sangre de Steve Sawyer, la sangre de todos los prisioneros a quienes mi padre había visto torturados por Dornick o Alito, pero sólo eran lágrimas y mocos.
No sé cuánto tiempo pasé sentada en el polvoriento y gastado suelo, observando una araña que caminaba junto al zócalo. Quise tumbarme en aquel suelo y dormir el resto de mi vida en esta tierra. Primero tenía que encontrar a Petra, tenía que encontrar a Lamont y después quizá me acurrucaría y moriría.
«Esto es por Peter.» La conversación en Nochebuena que recordé después de ver a Alito volvió de nuevo a mi mente. Mi padre decía: «Ya has conseguido tu ascenso. ¿No basta con eso?» Y Alito respondía: «¿Quieres verlo en prisión?»
Al final, me puse de nuevo en pie. Me dolían los hombros.
Después de los disturbios del verano, mi padre había estado tenso todo el otoño. No recuerdo nada de las manifestaciones que el hermano de Harmony había organizado con la hermana Frankie, pero debieron de ser delante de la comisaría de mi padre. Imagino la tensión que debía de reinar en el interior pues, además, la alcaldía los presionaba y exigía un arresto inmediato.
Así que la Fiscalía del Estado organizó la incriminación: detened a uno de los Anacondas; siempre son culpables de algo. A saber por qué eligieron a Sawyer o salió a relucir su nombre. ¿Larry Alito? Mi mente se resistía a la idea de nombrar a mi padre. Arnie Coleman siguió el juego como abogado de oficio convenientemente asignado al caso. Uno elige a la persona más ansiosa de favores, la más proclive a apuntarse al juego.
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