Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Al llegar a Chicago, Gabriella era una inmigrante pobre y mal informada y acudió a un bar de Milkwaukee Avenue donde, según un anuncio que había visto, buscaban cantante. Allí, los tipos de la trastienda intentaron desnudarla mientras cantaba, «Non mi dir, bell'idol mio».

Mi padre la rescató de aquello. Entró en el local una calurosa tarde de julio a tomarse una cerveza y la arrancó de los brazos del encargado del bar, que se dedicaba a manosearla. Mi padre era policía de Chicago, un hombre dulce y amable que veneró a mi madre desde aquel mismo día.

Al contemplar los cupidos barrocos que sostenían un estandarte de yeso en la Ópera de Siena, sentí la distancia entre el escenario y la música, donde Gabriella empezó su vida, y el bungalow en medio de las acererías donde la terminó. Mi padre y yo, ¿habíamos sido compensación suficiente para todo lo que se había visto obligada a abandonar por culpa de las leyes raciales de Italia?

Aquella parte del viaje resultó difícil pero, cuando nos marchamos de Siena y Pitigliano, Morrell y yo pasamos dos agradables meses juntos. Sin embargo, a los dos nos quedó claro que aquel viaje significaba el final de nuestra relación sentimental. Al planear aquellas vacaciones, habíamos pensado que profundizarían nuestra relación. Como los dos teníamos trabajos inusuales que nos mantenían lejos de casa durante largos períodos, nunca habíamos pasado juntos tanto tiempo seguido. Cuando llegó el momento de que Morrell cogiera el tren a Roma y el avión directo a Islamabad, los dos nos dimos cuenta de que estábamos dispuestos a decirnos adiós.

Al cabo de pocos días, volé a casa desde Milán con tristeza, preguntándome qué había impedido que Morrell y yo creáramos un vínculo más profundo y estrecho. ¿¿Se debía a lo desordenada que era o al orden compulsivo de Morrell? Quizás yo era demasiado irritable para tener alguien siempre al lado, como me habían sugerido algunos amigos. O tal vez los dos reservábamos al trabajo nuestro compromiso más profundo. La carrera de Morrell como periodista que cubría asuntos internacionales sobre derechos humanos era mucho más glamurosa que la mía y merecía una entrega total. Al fin y al cabo, yo sólo trataba con estafadores y ladrones.

Aquel pensamiento también me deprimió mientras volvía a la oficina después de dejar a Elton en el hospital. Cuando el taxi llegó al edificio rehabilitado que compartía con mi amiga escultora, de nuevo tuve que recordarme que había vuelto a América, esta vez por culpa de la propina, que en Europa nunca tiene por qué ser tan cuantiosa como aquí. Respiré hondo e introduje el código en el teclado de la puerta. La crisis de Elton quedaba atrás, mis vacaciones quedaban atrás.

Abrí la puerta del despacho. Amy Blount, una joven licenciada en Historia que había hecho trabajos de investigación para mí anteriormente, había ordenado los papeles con tanto rigor que casi me saludaron al entrar. El problema era que había demasiados. Toda mi mesa de trabajo estaba cubierta de papeles pulcramente etiquetados, mientras que en el escritorio se amontonaban los más urgentes.

Durante las vacaciones, sólo había ido dos veces por semana a un cibercafé a consultar los mensajes. Amy mantuvo la oficina en funcionamiento, realizó pequeños trabajos y respondió a consultas rutinarias y sólo hablamos cuando surgía algo que no sabía atender.

Cuando yo iba a regresar, Amy encontró de improviso un trabajo de profesora. Llevaba tres años esperando plaza y tuvo que marcharse enseguida a Buffalo para preparar el trimestre de verano. Antes de partir, había organizado mis papeles y había dejado una maceta de gerberas de color escarlata que, si bien estaban un poco marchitas del tiempo que llevaban solas, proporcionaban un agradable toque de color a mi cavernoso espacio de trabajo.

Aquella tarde, regué las flores y fingí interesarme en la cordillera de papeles de mi gran mesa de trabajo. Lamentablemente, encima del pico más alto estaban las facturas de la tarjeta de crédito. Pagar antes de diez días para evitar la pérdida de la calificación crediticia, de un riñón o de toda esperanza de volver a llenar el depósito de gasolina del coche.

Miré de reojo el recibo de American Express como si de ese modo fuese a volverse más pequeño. El dólar agonizante significaba que no tenía que haber intentado alegrarme la vida comprándome unas botas Lario el día antes de salir de Milán. O aquella pintura acrílica de Antonella Mason que Morrell y yo habíamos encontrado en la excursión a Treviso.

Hice una mueca y me obligué a empezar a revolver papeles. Lo más urgente sería pagar las facturas. Hice una llamada a una agencia de trabajo temporal para encontrar a alguien que me ayudara y empecé a devolver las llamadas más cruciales, las de los clientes que tenían dinero de veras para gastar.

Un poco antes de las cinco tuve que parar. Mi cuerpo pensaba que era medianoche y empezaba a olvidar con quién hablaba, o en qué lengua, en mitad de una frase complicada.

Estaba metiendo unos cuantos expedientes en el portafolios -la pesimista dice que la cartera está medio llena, la optimista, que los leerá durante la cena-, cuando sonó el timbre de fuera. Tengo la cámara de vigilancia para no tener que correr por el pasillo cada vez que un transportista trae una tonelada de acero para mi compañera de local, y miré la imagen de la pantalla del ordenador.

No es un sistema muy sofisticado, pero me pareció reconocer a la joven que había visto en el hospital mientras acompañaba a Elton. ¡Elton! Me había olvidado por completo de él. Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Acudía en persona a darme una mala noticia? Le di al mando que abría la puerta y corrí por el pasillo para ir a saludarla.

Cuando le pregunté por Elton, movió la cabeza en gesto de negativa con ánimo de tranquilizarme.

– No, no, parece que está bien. Esta tarde he charlado un rato con él. Combatió en Vietnam, por lo que pueden trasladarlo al departamento de Veteranos. Allí recibirá mejores cuidados.

Le agradecí que viniera en persona a contármelo y supuse que Elton le había dado la dirección de la oficina.

– Me temo que no he venido de su parte -sonrió algo avergonzada-, pero me dijo que usted era investigadora privada y creo que es la persona que necesito.

Oh, Dios. Hago una buena obra y me llega una cliente. ¿Quién dice que tenemos que esperar a subir al Cielo para recibir las recompensas? La hice pasar pero se quedó en el umbral, dubitativa, mirando a su alrededor del modo en que lo hacen las personas cuyas ideas de los detectives privados están sacadas de las películas de Bogart y de James Ellroy.

– ¿Y qué quiere que investigue, señora…?

– Lennon, soy la reverenda Karen Lennon. No es para mí sino para una de mis ancianas. -Se sentó en el sofá y cruzó las manos alrededor de una gruesa rodilla. -Trabajo en la organización Beth Israel y estoy destinada en Lionsgate Manor, que es un centro para personas dependientes gestionado por Beth Israel. Mis fieles son casi todos ancianos, sobre todo mujeres, y ha desaparecido el hijo de una de esas damas. Ella y su hermana lo criaron, y encontrarlo será la única manera de que alcancen la paz antes de morir. Llevo tiempo pensando cómo podría ayudarlas. Cuando vi lo compasiva que se mostró con ese indigente y me enteré de que era detective, supe que podía confiar en que usted trataría bien a mis ancianas.

– No es que rechace el trabajo, pero la policía tiene un departamento entero que se encarga de buscar a las personas desaparecidas.

– Estas damas son afroamericanas y muy ancianas -replicó Karen-. Guardan malos recuerdos de la policía. Desde su perspectiva, un detective privado no tendría ese bagaje.

– Yo cobro por investigar, a diferencia de la policía -dije-. O del Ejército de Salvación, que también busca a personas desaparecidas.

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