Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Petra. Petra aquí, en esta oficina, mientras se desencadenaba aquel tornado infernal. Se me nubló la visión y caí de bruces al suelo.

Los dos polis me ayudaron a levantarme, regresamos al interior y me preguntaron qué había descubierto.

– Mi prima -dije con la boca seca. Mi voz fue como un chirrido-. Mi prima Petra. Esto es cosa de ella.

Joven, confiada y hermosa, Petra había llegado a Chicago recién terminada la universidad para trabajar como becaria en la campaña de Brian Krumas para el Senado. Mi cerebro volvió a quedarse paralizado. Entonces me acordé de la cámara de vigilancia. Tengo una porque la puerta delantera queda lejos de mi despacho y no se ve desde el pasillo. Con dedos temblorosos, me dispuse a encender el ordenador. Habían arrancado el módem del aparato. El poli de mediana edad no se apartó de mi lado mientras buscaba los cables y volvía a conectarlos. Puse en marcha el ordenador y, cuando el Apple emitió sus acordes musicales de apertura, recé a un Dios en el que no creo. San Miguel, patrón de los policías y de los investigadores privados, por favor, haz que recupere mis archivos de vídeo.

Pasé las imágenes y los polis las observaron. Mi compañera de local había llegado alas 11.13 y se había marchado a las 16.07.

A las cuatro y diecisiete, mientras yo me despedía de Johnny Merton, se habían presentado tres personas con los sombreros calados hasta los ojos y los cuellos del abrigo bien subidos. Imposible reconocer sus caras o saber si eran hombres o mujeres. Todos tenían la misma estatura aproximada y, con aquellos abrigos tan grandes, era difícil adivinar su constitución. Me pareció que el de la izquierda era el más fornido y el del medio, el más delgado, pero no podía asegurarlo. Llamaron a la puerta delantera, oímos el timbre en la grabación y vimos que uno de ellos tecleaba el código del portero automático.

– ¿Quién más sabe el código? -preguntó el poli-. Aparte de las personas que ha mencionado…

– Mi prima… mi prima lo sabía. -Apenas podía articular palabra-. Una noche le dejé utilizar mi ordenador porque se había quedado sin acceso a internet.

– ¿Y aparece en esta grabación?

Congelé la imagen en la pantalla. Un profesional tal vez pudiera identificar el sexo o la raza en aquellas instantáneas llenas de grano, pero yo, no. Me encogí de hombros en señal de impotencia.

Llamé al móvil de Petra y me salió el buzón de voz. Llamé a las oficinas de la campaña de Krumas, pero ya estaban cerradas.

Los polis se pusieron en acción, transmitiendo los códigos: 44, 273, 60. Posible secuestro, posible asalto, posible robo con allanamiento de morada. Las posibilidades eran innumerables y espantosas. Empezaron a llegar coches patrulla mientras yo hacía la llamada telefónica más difícil: a mí tío Peter y a su esposa, Rachel, para decirles que su hija mayor había desaparecido.

2 Un padre enfurecido

– ¿Qué le has hecho? -Peter me agarró por los hombros y me sacudió.

– ¡Suelta! -exclamé-. No son maneras…

– ¡Responde, maldita sea! -gritó con brusquedad y la cara hinchada de furia.

Intenté soltarme, pues no quería enfrentarme a él, pero hundió las manos con más fuerza en mis hombros. Le propiné una patada en la espinilla, fuerte, y lanzó un grito, más de sorpresa que de dolor. Aflojó la presión de las manos, me desasí y retrocedí un paso. Volvió a abalanzarse sobre mí, pero lo esquivé y di otro paso atrás al tiempo que me frotaba los hombros. Mi tío rondaba los setenta, pero conservaba en los dedos la fuerza que había adquirido trabajando de adolescente en el matadero.

Los dos perros emitían sonidos amenazadores y guturales. Todavía jadeante, les acaricié el lomo. «Tranquilo, Mitch. Tranquila, Peppy. Sentaos.» Habían notado mi nerviosismo y ladraban y gimoteaban, preocupados.

– No hay ninguna necesidad de que se ponga así… -El señor Contreras se había puesto en pie al ver que Peter me atacaba. Era un anciano de casi noventa años, pero se había mostrado dispuesto a defenderme-. Vic no pondría nunca en peligro la vida de su hija. Lo digo en serio.

Si tenía en cuenta que el propio señor Contreras me había lanzado acusaciones cuando lo había puesto al corriente de la desaparición de Petra, agradecí que quisiera defenderme delante de los padres de la chica.

Mi tío se alegró de tener un nuevo objetivo al que atacar.

– ¡Usted, sea quien sea, métase en sus asuntos!

Rachel habló desde las sombras de detrás del piano:

– Peter, gritar y enfadarse no lleva a ninguna parte.

Peter, el señor Contreras y yo nos sobresaltamos. En el calor de la discusión, nos habíamos olvido de que mi tía estaba allí.

La noche anterior, cuando finalmente los había localizado, estaban de acampada en las montañas Laurentinas con sus cuatro hijas pequeñas. Fue la secretaria de Peter en Kansas City quien me facilitó los teléfonos pertinentes y organizó que el avión de la empresa volase a Quebec a recoger a la familia. Peter y Rachel condujeron toda la noche para llegar al aeropuerto. El avión de Industrias Cárnicas Ashland dejó a Rachel y a Peter en O'Hare y continuó viaje hasta Kansas City con las hijas, que quedarían al cuidado de la madre de Raquel.

– Estos últimos días, Petra estaba muy nerviosa -le dije a Rachel-. Me aseguró que no había nada que le causara inquietud, pero ahora pienso que el plan de dejar entrar a esos ladrones en mi oficina le estaba pasando factura.

– Petra no conoce a ningún matón, maldita seas -rugió Peter-. Tú, sí. Eres tú la que está liada con los Anacondas, joder, y la que va a Stateville a visitar a Johnny Merton, que está entre rejas.

– ¿Cómo sabes lo de Merton? -me quedé anonadada.

– Petra y yo hablamos todos los días. -Rachel esbozó una sonrisa forzada a modo de disculpa-. En ocasiones, tres veces al día. Ella nos ha hablado de tus encuentros con ese hombre en la cárcel. Le pareció una noticia interesante.

– Y también lo he sabido a través de Harvey -me espetó Peter-. Dice que desobedeciste las órdenes directas de un juez local para que dejaras de investigar a esos gánsteres.

Si no hubiese estado tan alterada, me habría echado a reír.

– ¿Desobedecer órdenes directas, Peter? Yo no estoy en el Ejército. Ese juez fue jefe mío cuando trabajaba de abogada de oficio. Teme que lo haga quedar mal porque llevó las cosas fatal en un viejo caso en el que estaba implicado uno de la banda de Merton.

– ¿Y qué, si fue así? Un miembro menos de esas bandas en la calle siempre es una buena noticia.

– Pero, Vic, ¿cómo puedes estar tan segura de que Petra fue a tu oficina ayer por la tarde? -quiso saber Raquel.

Ya me había hecho esa pregunta antes, pero estaba tan preocupada que había olvidado responder. Volví a explicarle que había encontrado la pulsera de su hija ante la puerta trasera.

– Y, sí, podría pertenecer a otra persona, pero no lo creo.

– Aunque fuera suya, ¿qué te hace creer que abrió la puerta? -inquirió Peter-. Tal vez fue esa escultora con la que compartes el local. ¿Cómo sabes que no está relacionada con alguna operación mafiosa?

Abrí y cerré la boca varias veces, pero no conseguí articular palabra. Tessa Reynolds es afroamericana y no quería pensar que su raza había suscitado la disparatada sugerencia de mi tío. Pertenece a la aristocracia afroamericana, ya que su madre es una conocida abogada, y su padre, un ingeniero prestigioso. Los dos temen que esté arrastrando a Tessa a la mala vida debido a los casos en los que trabajo y a la gente que pasa por mi despacho. Después de que el allanamiento de mi oficina hubiera salido en los noticiarios de la noche, ya había recibido una llamada de la madre de Tessa.

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