Me froté la cabeza fatigada. Al fin miré hacia ella.
– Lotty, estoy asustada. Nunca he estado tan atemorizada desde el día en que mi padre me dijo que Gabriella se moría y no se podía hacer nada. Entonces supe que era un enorme error depender de alguien para que me solucionara las cosas. Ahora estoy, por lo visto, demasiado aterrada para resolverlos sola y estoy dando coletazos. Pero cuando pido ayuda me pone totalmente frenética. Sé que es difícil para ti. Y lo siento. Pero ahora mismo no consigo el suficiente distanciamiento para remediarlo.
Lotty terminó de pasar el hilo por el dobladillo y dejó la falda. Sonrió con gesto torcido.
– Sí. No es fácil perder a tu madre, ¿verdad? ¿Podíamos llegar a un acuerdo, querida? No te exigiré conductas que no puedes seguir. Pero cuando te encuentres en este estado, ¿me lo dirás, para que no me enfade tanto contigo?
Cabeceé unas cuantas veces, con la garganta tan apretada que me impedía hablar. Lotty se acercó a mí y me abrazó fuertemente.
– Tú eres la hija de mi corazón, Victoria. Ya sé que no es lo mismo que tener a Gabriella, pero el cariño está ahí.
Sonreí trémula.
– En vuestro ardor sois las dos iguales.
Después de aquello le hablé de los cuadernos que me había dejado allí. Prometió revisarlos el domingo, para ver si podía sacar algo en limpio.
– Y ahora tengo que vestirme, cariño. ¿Pero por qué no te vienes a pasar la noche? Es posible que nos venga bien a las dos.
Cuando volví a casa pasé a informar al Sr. Contreras de que había llegado y a decirle que Caroline llegaría pronto. Mi conversación con Lotty había contribuido algo a devolverme el equilibrio. Me sentía lo bastante tranquilizada para abandonar mi plan de pasear en pro de un poco de trabajo doméstico.
El pollo a medio hacer que había metido en la nevera el martes por la noche estaba bastante maloliente. Lo llevé al callejón de los cubos de basura, fregué la nevera con bicarbonato para amortiguar el olor, y saqué los periódicos a la puerta de entrada para que los recogiera el equipo de reciclaje. Cuando llegó Caroline poco después de las cuatro, había pagado todas mis facturas de diciembre y había organizado los recibos para pagar el impuesto sobre la renta. También se me resentían todos los músculos doloridos.
Caroline subió las escaleras despacio, sonriendo un poco nerviosa. Me siguió al salón, rechazando mi oferta de refrescos con voz queda y nasal. No recordaba haberla visto nunca tan turbada.
– ¿Cómo va Louisa? -pregunté.
Hizo un gesto de rechazo con la mano.
– Ahora mismo parece estable. Pero los fallos renales te dejan hecha polvo; al parecer la diálisis sólo extrae del organismo una fracción de las impurezas, de modo que te encuentras fatal en todo momento.
– ¿Le contaste la llamada que recibiste, sobre que Joey Pankowski era tu padre?
Movió la cabeza.
– No le he dicho nada. Ni que tú estuvieras buscándolo ni… ni, en fin, nada. No tuve más remedio que hablarle de la muerte de Nancy, claro; lo habría visto en la televisión o se lo habría dicho su hermana. Pero no puede tolerar más perturbaciones como ésa.
Jugueteó nerviosamente con los flecos de uno de los cojines del sofá y después exclamó:
– Ojalá no te hubiera pedido nunca que buscaras a mi padre. No entiendo qué clase de magia creí que podrías invocar. Y no sé por qué pensé que encontrarle iba a alterar mi vida de alguna manera -soltó una risita áspera-. ¿Qué estoy diciendo? Sólo el hecho de ponerte a buscarlo me ha cambiado la vida.
– ¿Podríamos hablar de eso un poco? -pregunté mansamente-. Alguien te llamó hace dos semanas y te dijo que me hicieras salir de la escena, ¿no? Entonces me telefoneaste con esa monserga increíble de que no querías que buscara a tu padre.
Inclinó tanto la cabeza hacia abajo que sólo vi sus indómitos rizos cobrizos. Esperé pacientemente. No habría hecho todo el recorrido hasta Lakeview si no estuviera resuelta a contarme la verdad; simplemente estaba costándole algún tiempo el poner el último perno a su valor.
– Es la hipoteca -susurró al fin mirándose los pies-. Pasamos muchos años en alquiler. Entonces, cuando yo empecé a trabajar pudimos al fin ahorrar lo suficiente para una entrada. Recibí una llamada. Un hombre… no sé quién era. Dijo… dijo… que había estado estudiando nuestro préstamo. Creía… me dijo… que lo iban a cancelar si no te obligaba a dejar de buscar a mi padre… a dejar de ir por ahí haciendo preguntas sobre Ferraro y Pankowski.
Por último levantó los ojos, destacándose fuertemente sus pecas en la palidez de su cara. Alargó las manos suplicante y yo me levanté de la silla para ir a abrazarla.
Durante unos minutos se acurrucó contra mí, temblando, como si siguiera siendo la pequeña Caroline y yo la chica mayor que podía protegerla de todo peligro.
– ¿Llamaste al banco? -pregunté al fin-. ¿Para enterarte de si sabían algo del asunto?
– Tenía miedo de que si me oían hacer preguntas, lo hicieran, ya sabes -la voz se apagaba en mi axila.
– ¿Qué banco es?
Se incorporó y me miró alarmada.
– ¡No irás a hablarles de eso, Vic! ¡No puedes!
– Puede que conozca a alguien que trabaja allí, o alguien del consejo de dirección -dije pacientemente-. Si veo que no puedo hacer unas pocas preguntas muy discretamente, te prometo que no voy a remover el barro. ¿De acuerdo? Además, casi podría apostar que es el Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito; es allí donde ha ido siempre todo el barrio.
Sus grandes ojos escudriñaron mi cara angustiados.
– Ese es, Vic. Pero tienes que prometerme, prometerme en serio, que no vas a hacer nada que ponga en peligro nuestra hipoteca. Sería la muerte de mamá si algo así nos pasara ahora. Sabes que es cierto.
Asentí solemnemente y le di mi palabra. No creí que estuviera exagerando el efecto que tendría en Louisa cualquier perturbación de importancia. Mientras reflexionaba sobre la frenética reacción de Caroline a cualquier amenaza a su madre, se me ocurrió otra cosa.
– Cuando asesinaron a Nancy le dijiste a la policía que yo sabía por qué la habían matado. ¿Por qué lo hiciste? ¿Fue porque realmente querías que os tuviera vigiladas a ti y a Louisa?
Enrojeció violentamente.
– Sí. Pero no me sirvió de nada -su voz era apenas un rumor.
– ¿Quieres decir que lo hicieron? ¿Te anularon la hipoteca?
– Peor. No sé cómo… cómo se imaginaron… que había acudido a ti por su asesinato. Volvieron a llamarme. Por lo menos era el mismo hombre. Y me dijeron que si no quería que le retiraran a mamá el seguro médico sería mejor que te hiciera salir de Chicago Sur. Y entonces sí que me asusté. Hice todo lo posible, y cuando el hombre volvió a llamarme le dije… le dije que no podía… no podía impedírtelo, que trabajabas por cuenta propia.
Me miró temerosa.
– ¿Me perdonas, Vic? Cuando vi las noticias, vi lo que te había pasado, me hizo pedazos. Pero si tuviera que volver a hacerlo, lo haría exactamente igual. No podía permitir que le hicieran daño a mamá. Después de todo lo que ha pasado por mí; con todo el padecimiento que está pasando ahora.
Me puse en pie y caminé iracunda hacia la ventana.
– ¿No se te ocurrió que si me lo decías podría hacer algo? ¿Protegerte a ti y a ella? En lugar de ir a ciegas, con lo cual casi me matan a mí.
– No creía que pudieran hacer nada -dijo simplemente-. Cuando te pedí que buscaras a mi padre seguía pareciéndome que eras mi hermana mayor, que podías resolverme todos mis problemas. Después vi que no eras tan omnipotente como yo te imaginaba. Es que, sencillamente, con mamá tan enferma y todo lo demás me hacía mucha falta alguien que se ocupara de mí, y pensé que quizá siguieras siendo tú esa persona.
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