Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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El alivio resplandeció en la cara de ella y fue patético verlo. Él sabía que no lo usaría; sólo necesitaba la seguridad, y él estaría a salvo por otros dos meses. Luego la tensión volvería a aumentar. Era casi como la tensión de un desviado sexual o un drogadicto. Había escasísimas cosas para distraerla de su obsesión. A menudo reflexionaba sobre la vida hueca de la señora Wasserman. A veces miraba en sus ojitos oscuros y veía su propio reflejo.

– Oh, inspector Jury, ¿qué haría yo sin usted? Es una tranquilidad tan grande que viva aquí, un verdadero policía de Scotland Yard. – Se dirigió hacia la estufa, donde ardía un leño eléctrico, y tomó un paquete de la repisa blanca de yeso. Se lo extendió. – Para Navidad. Adelante, ábralo. – Hizo un movimiento torpe con las manos urgiéndolo.

– No sé qué decirle. Gracias. – Desató la cinta y abrió el papel de seda. Era un libro. Hermoso, de cuero con adornos de oro y un marcador de seda negra. La Eneida de Virgilio.

– Lo vi leyéndolo un día, ¿se acuerda? Sé que le gusta leer. Yo no entiendo esas cosas difíciles. Es como si fuera griego para mí. – Jury sonrió. – Yo leo fotonovelas, ese tipo de cosas. ¿Le gusta? – Parecía verdaderamente preocupada por saber si había elegido bien el libro.

– Es una maravilla, señora Wasserman. En serio. Feliz Navidad. ¿Está más tranquila ahora?

CAPÍTULO 5

La posada inglesa está permanentemente emplazada en la confluencia de los caminos de la historia, el recuerdo y la leyenda. ¿Quién no se ha asomado, con la imaginación, hacia el patio embaldosado para observar la llegada de los carruajes, mientras el aliento de los caballos llena de vapor el aire en oscuras noches de invierno? ¿Quién no ha leído sobre esos largos y pesados edificios con ventanas en paneles, pisos hundidos y desparejos, vigas macizas y paredes cubiertas con calderos de cobre, cocinas donde en un tiempo la carne giraba en los asadores y los jamones colgaban del techo? Allí junto a la estufa los viajeros más humildes podían sentarse sobre taburetes o bancos de madera con un jarro de cerveza. Allí la trabajadora dueña de casa ordenaba a las criadas, que salían corriendo como ratones a cumplir sus tareas. Batallones de mucamas con sábanas que olían a lavanda, ayudantes de cocina, lacayos, tiradores de cerveza, conductores de diligencia, todos esperando para atender al viajero desde las pesadas puertas de roble. A menudo éste no sabía si el piso estaría cubierto con paja, o cuántos cuerpos debería pisar o esquivar al ir a desayunar, en caso de dormir en una habitación interior. Pero el desayuno compensaba con creces la incomodidad de la noche: el pastel de riñones y de pichón, los pastelillos calientes de cordero, las jarras de cerveza, los bollitos y el té, los huevos pochés y las gruesas fetas de tocino.

¿Quién no ha descendido junto con el señor Pickwick al patio del Blue Lion en Mugleton o comido ostras con Tom Jones en la Bell en Gloucestershire; o ha sufrido con Keats en la posada de Buford Bridge? Hambriento y sediento, ¿quién no se ha detenido a beber una jarra de cerveza y una rodaja de queso Stilton, o del escamoso Cheshire, o un trocito de cheddar; o no ha sabido que siempre encontraría los utensilios de cobre brillantes, la madera lustrada, el fuego inmenso, la cerveza oscura, el posadero enfundado en ropa de Tweed y los pasillos oscuros y estrechos, el cuarto confortable casi imposible de hallar en la penumbra? Subir dos escalones, bajar tres, doblar a la derecha, subir cinco, caminar diez pasos, como un niño jugando a las escondidas o como un juego de matemáticas. Aunque el humo se haya extinguido de las chimeneas blancas, y si el posadero esté allí casi como una presencia simbólica, como una sonrisa revoloteando en el aire, basta recurrir a ese inmenso tesoro en las bóvedas de la memoria para olvidarse de que bajó la libra.

La posada The Man with a Load of Mischief no era una excepción: se trataba de una posada para viajeros, con muros de entramado de Madera, que databa del siglo XVI. A través de su arcada pasó Melrose Plant con su Bentley y lo estacionó en el establo en desuso. Hasta allí llegaría el coche que venía de Barnet, deteniendo su ruidosa marcha sobre el patio embaldosado, rodeado de galerías, desde donde Molly Mog saludaría y coquetearía con los lacayos. Para Lady Ardry, ese sitio era la quintaesencia de la posada inglesa. En verano, las clemátides extendían sus largos zarcillos por el frente del edificio, compitiendo con la enredadera de rosas. La posada se asentaba sobre una colina y daba al sur. Era un largo edificio que parecía haber sido construido por sectores, en una ola borracha. El techo de paja se acomodaba a las ventanas como un cuello. Entre los verdes y resplandecientes prados del verano, o los plateados y brumosos prados del invierno, sus ventanas con paneles en forma de diamante miraban hacia el pueblo de Long Piddleton.

Cuando Melrose Plant y Lady Ardry llegaron ya estaba oscuro, y esto hacía que el interior iluminado de la posada fuera mucho más seductor. La posada tenía permiso para vender cualquier cerveza y el propietario estaba empeñado en no dejarse engatusar por las grandes compañías cerveceras.

El propietario mismo, Simon Matchett, los recibió en la puerta del frente, muy atento con Agatha y un poco menos con Melrose Plant, a quien le dedicó una inclinación de cabeza y una sonrisa escasamente amplia. A Melrose no le gustaba ese hombre; lo veía como un trepador, alguien que iba detrás del dinero y de la figuración, un hombre refinado en apariencia pero vulgar en su interior. Para ser justo, se preguntó si no estaría celoso. El éxito de Matchett con las mujeres no podía negarse. Lo único que tenía que hacer para hacer resaltar una puerta era pasar a través de ella. El aparente apego de Matchett por Vivian Rivington inquietaba a Melrose.

Quizá la tragedia vivida en el pasado por Matchett (algo relacionado con su fallecida esposa y otra mujer) estimulaba su imagen romántica, como la cicatriz en la cara de un duelista. Pero había sucedido hacía tanto tiempo que ni siquiera Lady Ardry había conseguido desenterrar todos los detalles.

Se encontraban en la sala, baja y poco iluminada, adornada con grabados de caza y pájaros embalsamados. Simon Matchett y su tía charlaban. Melrose se apoyó contra la pared, rozando con la cabeza un par de faisanes embalsamados. Estudió los polvorientos grabados con escenas de coches del otro lado. En uno, los pasajeros eran depositados en un terraplén lleno de nieve mientras el coche se preparaba alegremente para zarpar. En otro el coche entraba en el patio embaldosado, saludado desde la galería superior por Betsy Bunt. Melrose se preguntó por qué en esos tiempos se consideraba deportivo andar en coche, como si fuera una actividad similar al rugby o a las bochas. Observó a su tía y a Matchett dirigirse hacia el bar, ignorándolo. Melrose comenzó a caminar por el vestíbulo, donde una angosta escalera, con más cuadros (urogallos y faisanes colgados cabeza abajo por las largas patas), llevaba hacia el largo corredor de pequeños dormitorios en el piso de arriba. A la derecha estaba el comedor. Tenía un techo de vigas bajas con varias columnas de piedra como soporte. También servían para dividir el salón en sectores donde se ubicaban las mesas. La piedra era rústica y las losas parecían colocadas con demasiada delicadeza entre el techo y el piso como para ofrecer comodidad. Para su tía esa sala era pintoresca, algo parecido al refectorio de un viejo monasterio, lo que probablemente había sido. Allí, Melrose siempre tenía la sensación de estar comiendo en Stonehenge. Pero la sensación general de frialdad era compensada por alfombras orientales, flores naturales, lámparas con globos rojos sobre las mesas y bandejas de cobre muy pulidas colgadas en las paredes. Twig, el anciano camarero, hacía lo posible por aparentar tener demasiado trabajo y ponía servilletas rojas en copas de agua vacías. La camarera, Daphne Murch, hacía el trabajo pesado. En ese momento avanzaba con una bandeja cargada, en dirección a dos ancianas muy formales sentadas en uno de los sectores. No había muchos clientes esa noche; quizás el reciente asesinato había disuadido a los parroquianos.

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