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Martha Grimes: Las Posadas Malditas

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Martha Grimes Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh. En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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– No sé qué diría mi novio, pero…

– Tu novio no tiene por qué enterarse, ¿no? – Ella lo miró, y Jury le guiñó un ojo.

Era casi medianoche para cuando terminó con el restaurante en el Soho y la charla incesante de Fiona. Al salir de la estación del subterráneo sintió un terrible cansancio y no le hizo ninguna gracia la idea de tener que tomar un tren para Northamptonshire temprano al día siguiente. Se consoló pensando que el hecho de salir de Londres algunos días, o incluso semanas, sería agradable. No tenía adónde ir para Navidad, de todos modos, excepto a la miserable casa de su prima en Potteries, para ser torturado por sus dos hijos.

Jury agarró un ejemplar del Times en el quiosco a la salida de la estación del subterráneo, arrojó unas monedas sobre el resto de la pila y empezó a caminar hacia su casa.

Había empezado a nevar, una nieve fina y liviana, no los copos húmedos y pesados que se pegan a las pestañas y lastiman el rostro. A Jury le gustaba la nieve, pero no la de Londres, que cada vez caía más pesada, granulada como azúcar, mientras él avanzaba por Islington High Street hacia Upper. Dobló en el Pasaje Camden, que le gustaba mucho a esa hora de la noche, con sus pequeños negocios fantasmagóricos y la noche turbada sólo por el sonido de los papeles que el viento movía. El Camden Head estaba cerrado y los pequeños puestos levantados por los anticuarios habían sido desmantelados. Cuando trabajaban al aire libre el lugar estaba atestado de gente y a Jury le gustaba recorrerlo a veces y ver trabajar a los mecheros. Su ratero preferido, Jimmy Pink, operaba siempre en el Pasaje Camden. Podía vaciarle el bolsillo a cualquiera sin que se diera cuenta. Jury lo había pescado tantas veces que le sugirió a Jimmy poner un puesto.

Salió del Pasaje por la Plaza Charlton, y de allí fue el callejón Colebrook, un precioso semicírculo de casas donde no habría tenido inconveniente en mudarse. Caminó dos cuadras hasta llegar al sitio donde vivía. La mayoría de las casas de la cuadra habían sido reformadas y convertidas en edificios de departamentos. Era un poco más sucio, pero no desagradable, pues enfrente había un parque cerrado. Todos los vecinos tenían una llave para entrar en él.

El departamento de Jury estaba en el segundo piso. Había otros cinco, pero él apenas veía a los vecinos en razón de sus horarios. Sólo conocía a la mujer que vivía en la planta baja, la señora Wasserman. Vio que había luz en su casa, detrás de las ventanas con seguras rejas y pesadas cortinas. Dos geranios flanqueaban la escalera de entrada, en verano y en invierno. La señora Wasserman estaba levantada, como siempre.

Jury entró y encendió la luz arriba. La habitación se inundó de luz y, como siempre, se sintió consternado al ver el desorden. Parecía como si unos ladrones acabaran de desvalijarle la casa a toda velocidad. Era por los libros, más que nada. Desbordaban los cajones y las mesas. Fue hacia la ventana en arco, que daba al parque, donde tenía su escritorio. Dejó el expediente allí y se sacó el sobretodo. Después se sentó y volvió a mirar las fotografías. Increíble.

La primera había sido tomada en la bodega de las posada The Man with de Load of Mischief y estaba oscura y borrosa, pero se podía ver con sorprendente claridad el cuerpo casi sin torso. La víctima había sido a medias sumergida en el barril usado para la preparación casera de cerveza de modo que la cabeza y los hombros estaban dentro y el resto del cuerpo colgando fuera de éste.

Jury se preguntó por qué. William Small había sido estrangulado con un alambre, y no entendía por qué el asesino se había tomado el trabajo de ese grotesco embellecimiento.

La fotografía de la posada Jack and Hammer era aún más grotesca. El cuerpo de Rufus Ainsley había sido sujetado a la angosta barra de metal donde se apoyaba la figura tallada. Habían pasado la barra por debajo de la camisa de la víctima y atado una cuerda a su alrededor; por encima le había puesto la chaqueta del traje, abotonada. Aún le quedaban copos de nieve en los hombros. Allí quedó el cuerpo, oculto a la vista de todos, en el mejor lugar para ocultar algo: debajo de los pies o por encima de la cabeza de la gente. La víctima era un hombre más bien pequeño, de modo que era un buen sustituto para la figura tallada. Difícil decir cuánto tiempo más habría permanecido allí si no hubiera ladrado el perro; de todos modos, la gente ve sólo lo que quiere ver.

Juntó las fotos, abrió el cajón del escritorio y guardó el expediente junto a una pequeña fotografía enmarcada. Estaba en el cajón boca abajo. Jury la había sacado de arriba del escritorio pero no podía resignarse a tirarla. De joven, Jury no pensaba mucho en matrimonio. Pero con el tiempo, comenzó a hacerlo. En cuarenta años, rara vez se había encontrado con una mujer especial. Maggie había sido una de ellas.

Jury dejó la fotografía en su lugar, boca abajo, cerró el cajón y le estaba poniendo llave cuando oyó golpear a la puerta.

– Inspector Jury – dijo la mujer, restregándose las manos cuando él le abrió -, está ahí afuera otra vez. No sé qué hacer. ¿Por qué no me deja tranquila?

– Acabo de llegar, señora Wasserman…

– Ya lo sé, y no querría molestarlo, pero… – abrió las manos en un gesto de impotencia. Era una mujer pesada, con un vestido negro; en el pecho llevaba un broche de filigrana. El pelo negro estaba peinado tirante hacia atrás con un rodete similar a un resorte.

– Bajo con usted – dijo Jury.

– Son los mismos zapatos, inspector. Ya sabe; siempre me doy cuenta por los zapatos. ¿Qué quiere? ¿Por qué no me deja tranquila? ¿Le parece que la reja es lo suficientemente fuerte? ¿Por qué vuelve una y otra vez? – sus preguntas le llegaron a Jury mientras bajaban las escaleras hacia el departamento de la mujer.

– Voy a echar un vistazo.

– Sí, por favor. – Ella se llevó las manos a la cara, como si el hecho de que Jury mirara por la ventanita del frente pudiera ponerlos a los dos en peligro. Frente a su puerta había una ventana, al nivel de la vereda.

– No hay nadie, señora Wasserman. – Jury sabía que así sería.

Pasaba cada dos meses. Al principio Jury intentó convencerla de la verdad: no había nadie. La señora Wasserman pasaba mucho tiempo mirando los pies de los transeúntes sobre la vereda, los pies y las piernas sin cuerpo que pasaban por su ventana. Había un par de pies, de zapatos, sobre los que se había fijado en especial y decía que volvían una y otra vez a acosarla. Se detenían. Esperaban. Ella estaba aterrorizada por LOS PIES.

Jury había intentado convencerla de que LOS PIES no estaban allí, de que ÉL no estaba allí, hasta que por fin comprendió que decirle eso la trastornaba más. Necesitaba creerlo. De modo que durante el último año Jury la había ayudado a volver su departamento tan inexpugnable como una fortaleza: rejas más fuertes, candados, cadenas, alarmas contra robo. Pero ella seguía recurriendo a él. Jury hacía algo entonces (otra cerradura, quizás otra alarma) y ella siempre mostraba alivio. Él le aseguraba que sería más fácil desvalijar New Scotland Yard que entrar en su departamento y ella se reía.

Miró por la ventana, no vio nada, probó las rejas por mero formulismo. Ella lo miraba ansiosa. Él sabía que si demoraba demasiado, ella perdería la confianza. Sacó del bolsillo un pedacito redondo de metal y se lo mostró.

– Señora Wasserman, no debería hacerlo, es ilegal – dijo, con una gran sonrisa que ella le devolvió, compartiendo el secreto -, pero le voy a poner esto a su teléfono – levantó el teléfono y colocó el disco en la chapa de metal. – Ya está. Si alguien llega a molestarla, levante el auricular y mueva este disco hacia el costado. Sonará en mi teléfono arriba. – A ella se le iluminó la cara. – Pero, escúcheme bien, úselo sólo si es imprescindible , si es una emergencia, porque suena también en el Departamento y me voy a ver metido en un lío muy grande.

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