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Martha Grimes: Las Posadas Malditas

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Martha Grimes Las Posadas Malditas

Las Posadas Malditas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh. En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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Mientras la mujer continuaba ensalzando las virtudes de la tía de Melrose, éste estudió el reflejo de los dos en el espejo y se preguntó quién sería el sapo y quién la hermosa princesa. Estaba a punto de comenzar a comer sus huevos revueltos cuando a Dick le dio un violento ataque de tos, para el que la señora Withersby tenía listo su remedio.

– Dígale a su mujer que le prepare un poco de ratón asado. Mi madre siempre tenía un poco de ratón asado en la casa para la tos convulsa.

Melrose miró los huevos que descansaban en el plato y decidió que no tenía tanta hambre después de todo. Pagó su cuenta (la de todos) y se despidió cortésmente de la señora Withersby, farmacéutica, borracha y oráculo del pueblo de Long Piddleton.

CAPÍTULO 2

Domingo 20 de diciembre

– Estos asesinatos – dijo el vicario – me trajeron a la mente lo de Ostrich, en Colnbrook. – Mordió un bocado de la porción de bizcochuelo que le habían servido y las migas cayeron en cascada por la pechera oscura de su traje.

Lady Agatha Ardry, dijo:

– En lo que a mí respecta, creo que tenemos a otro Destripador entre nosotros.

– Querida tía – dijo Melrose Plant -, Jack el Destripador sólo se dedicaba a las mujeres, y de virtud dudosa.

Lady Ardry terminó de masticar y se limpió las manos.

– Puede que éste sea maricón – dijo, inspeccionando la mesa del té -. Se comió el último pedazo de torta, Denzil. – Miró al vicario acusadora.

Más allá de las ventanas en paneles del vicariato, una fina lluvia inglesa extendía su delicado velo sobre el cementerio. La iglesia de St. Rules y el vicariato estaban sobre una elevación de terreno que no era propiamente una colina, más allá de la plaza del pueblo. Quedaba al otro lado del puente en que terminaba la calle principal, y era un sitio donde reinaba un temperamento más sosegado. La plaza estaba rodeada de edificios estilo Tudor, con techos de paja y techos de tejas acanaladas.

A Melrose no le gustaba ir a tomar el té al vicariato, en especial cuando invitaban a su tía también. El ama de llaves del vicario no se lucía por la comida. Sus bocadillos horneados habrían sido de gran utilidad en la Batalla de Bretaña si el país se hubiera quedado sin proyectiles. Melrose escudriñó la bandeja múltiple: las tortitas de mármol hacían honor a su nombre; las princesitas parecían haber sido de la época del casamiento de la Reina Victoria, los bollitos podrían haber salido caminando. Había estado oyendo a su tía y al vicario cotorrear sobre los dos asesinatos durante casi dos horas, y tenía un hambre espantosa. Estiró el brazo con temor para alcanzar una galletita de coñac. Cortés, le preguntó al vicario:

– ¿Qué decía de Ostrich?

Alentado, el vicario Denzil Smith continuó con entusiasmo.

– Era así. Cuando el propietario encontraba a un viajero con bastante dinero, le daba un cuarto que tenía la cama encima de una puerta trampa. – El vicario hizo un pausa para tomar un bollito con aspecto de cascote de la bandeja -. Cuando el desdichado y desprevenido huésped dormía profundamente, la trampa se abría, y éste caía en un caldero con agua hirviendo.

– ¿Está dando a entender que Matchett y Scroggs están matando a sus huéspedes, vicario? – Lady Ardry estaba sentada, maciza, cuadrada y gris como un bloque de cemento, con las piernas regordetas cruzadas y los dedos gordinflones ocupados con su segunda porción de torta Eccles.

– No, no – dijo el vicario.

– Es obvio que es un loco psicótico – dijo Lady Ardry.

Plant dejó pasar la redundancia, pero le preguntó:

– ¿Por qué estás tan segura de que el asesino es un psicótico, Agatha?

– ¿Eres tonto? ¿Alguien que levanta un cuerpo hasta ponerlo en esa viga arriba de la posada? Debe de tener seis metros de alto. ¿A quién se le ocurre poner un cuerpo ahí arriba?

– A King Kong – sugirió Melrose, pasándose la galletita de coñac por la nariz como si fuera el corcho de un vino añejo.

– Me parece que te tomas este terrible asunto muy a la ligera, Melrose – dijo el reverendo Denzil Smith.

– No espere compasión de Melrose – intervino la tía virtuosamente, y volvió a arrellanarse en el inmenso sillón victoriano -. Vives solo en esa casa enorme, sin más compañía que Ruthven para ocuparse de ti; no es de extrañar que te hayas vuelto un antisocial.

Y sin embargo, allí estaba tomando el té, en una actitud terriblemente social. Melrose suspiró. Su tía siempre opinaba a despecho de toda evidencia. Con sumo cuidado mordió la galletita de coñac y deseó no haberlo hecho.

– ¿Y? – dijo Lady Ardry.

Melrose levantó las cejas.

– ¿Y qué?

Ella hizo una breve incursión hacia su taza con la tetera de porcelana Spode y luego la apoyó haciéndola tambalear.

– Se me ocurre que tendrías que tener algo más que decir sobre los asesinatos. Después de todo, estabas con Scroggs. – Fue un comentario resentido. Ella agregó con socarronería: – Aunque fue Dick Scroggs el que lo encontró, en realidad. Así que tú no pasaste por el horrible trance que debí soportar yo cuando bajé a ese sótano y vi al Small ése balanceándose con medio cuerpo afuera del barril de cerveza.

– Tú no lo encontraste. Lo encontró la chica Murch. – Melrose se pasó la lengua por el paladar. La crema tenía un dejo metálico. Pero una cápsula de veneno sería mejor que escuchar a Agatha: – ¿Está seguro de que la crema de estas galletitas no se ha echado a perder? Tiene un gusto rancio. – Dejó la masa en el plato y pensó cuánto tiempo le quedaba antes de que mandaran la ambulancia a buscarlo.

– Hubo un caso similar… ¿Cuándo fue?… ¿1892? Una mujer llamada Betty Radcliffe, dueña de The Bell. En Norfolk. Fue asesinada por su amante, el jardinero, creo.

Denzil Smith no era un hombre excepcionalmente piadoso, pero sí era curioso, lo cual lo convertía en una compañía excelente para Lady Agatha Ardry. Dependían el uno del otro con esa negligencia con la que dependen dos vagabundos cuando deciden sacarse las pulgas. Él era el depositario de viejos fragmentos de historia, tanto del pueblo como de los alrededores. Algo así como un libro caminante de cosas memorables.

Luego de mirar a su alrededor, Melrose pensó que el vicariato era el lugar perfecto para Denzil Smith. Era oscuro y tan polvoriento como las frutas artificiales puestas debajo de globos de vidrio. Sobre la chimenea había un búho embalsamado, con las alas abiertas. Las sillas y el diván de brazos gruesos tenían unas incongruentes patas de animales que sobresalían por debajo de sus fundas de chintz, de modo que Melrose tenía la sensación de haber ido a tomar el té con los Tres Osos. Las clemátides y las enredaderas serpenteaban en libertad por las ventanas. Se preguntó qué se sentiría al ser estrangulado por una enredadera. No podía ser peor que las tortitas de mármol. Eso le recordó el asesinato de William Small: estrangulado con un alambre de los que se ponen alrededor de los tapones de las botellas de champagne.

Lady Ardry hablaba de la esperada visita de Scotland Yard.

– La policía de Northants llamó a la Yard, me dijo Pluck. Me pregunto a quién pondrán en el caso.

Melrose Plant bostezó.

– Al viejo Swinnerton, probablemente.

Ella se incorporó con brusquedad, los lentes encaramados en la cabeza gris y encrespada como las anteojeras de un corredor de autos.

– ¿Swinnerton? ¿Tú lo conoces?

Lamentaba que el nombre fuera inventado (¿acaso no podía existir un Swinnerton?) porque ella lo atormentaría como a un perro. Melrose había nacido con su título (no como su tía, que simplemente se había casado con uno) y ella parecía estar dispuesta a creer que él conocía a todo el mundo del Primer Ministro para abajo. Él le distrajo la atención diciendo:

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