Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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Jury lo hizo en su lugar. Allí estaban, las coloridas novelas policiales, todas en fila.

– ¿No es este? – Jury lo sacó del estante y vio a Darrington dirigirle una rápida mirada a Sheila. – ¿Le importaría si me lo llevo prestado? ¿Y el tercero también? Su personaje me puede dar una o dos ideas.

Darrington se recuperó y dijo:

– Si quiere aburrirse, adelante. – Pero su risa no fue nada convincente.

Los dos sintieron alivio al despedirse a Jury.

Jury miró el mapa que le había hecho Pluck mientras caminaba por la calle principal, y la X que marcaba la casa de las Rivington. ¿Por qué no le había reunido a todas estas personas quince minutos después del asesinato, la familia agrupada en la sala de estar, bebiendo té, y los sirvientes encogidos en la cocina de alguna misteriosa residencia campestre? Todo prolijamente preparado. Pero no, había que recorrer la mitad del pueblo y de la región, cuando ya las pistas estaban tan frías que ni siquiera un sabueso entrenado podría seguirlas. Por un momento, mirando la luz del invierno reflejarse sobre los techos de las casas de caramelo cubiertos de nieve, se preguntó si no habría aterrizado en un pueblo encantado por la proximidad de la Nochebuena.

La casa de las Rivington era un gran edificio Tudor justo del otro lado del puente, frente a la plaza. Mientras se acercaba a ella desde el punto privilegiado del puente, vio que en realidad eran dos casas juntas, muy grandes.

Esa mañana Isabel Rivington estaba vestida con un traje sastre y una blusa de seda blanca, tan elegante como el día anterior. Aunque Jury prefería a Sheila Hogg, la notaba más emprendedora. La señorita Rivington era una especie de piraña. Jury no se sorprendería si notaba que le faltaban uno o dos dedos al irse.

– Querría ver a su hermana Vivian también.

– Está en el vicariato.

– Ya veo. En canto a la noche del 17, la noche en que mataron a Small; ¿recuerda haber visto al muerto en el bar antes de la cena?

Luego de invitar a Jury a tomar asiento, ella tomó un cigarrillo de una cigarrera de porcelana y se inclinó hacia el fósforo que él le ofreció. No parecía apurada por contestar.

– Si era el que estaba sentado con Marshall Trueblood, sí, supongo que lo vi. Pero no le presté mucha atención. Había mucha gente en el bar.

– ¿Bajó al sótano después que encontraron el cuerpo?

– No. – Cruzó las piernas envueltas en medias de seda, y el resplandor del fuego dibujó una franja de oro en una de ellas. – Soy algo cobarde para esas cosas.

Jury sonrió.

– Todos somos cobardes. Pero su hermana bajó.

– ¿Vivian? Bueno, Vivian… – Se encogió de hombros, como dando por sentada la predilección de Vivian por observar cadáveres. – Además no es mi hermana. Somos medio hermanas.

– ¿Usted es la administradora del patrimonio de su hermana?

– Barclay’s y yo, inspector. ¿Qué tiene eso que ver con el asesinato de dos desconocidos?

Jury no respondió.

– Entonces usted no tiene completa libertad para decidir en qué se gasta el dinero. – La expresión de ella viró de una aburrida resignación a la irritación. – ¿Cuándo entrará el dinero en posesión de su hermana? – preguntó Jury.

La pesada pulsera de oro tintineó contra el cenicero cuando ella apagó el cigarrillo.

– Al cumplir los treinta.

– Bastante tarde, ¿no?

– Su padre, mi padrastro, era muy conservador. Sostenía que las mujeres no saben manejar dinero. En realidad, puede entrar en posesión de su herencia apenas se case, según el testamento. De no ser así, lo hará cuando cumpla treinta años.

– ¿Cuándo será eso? – A juzgar por la mirada de ella, que se posaba en cualquier lado menos en él, Jury comprendió que había puesto el dedo en la llaga. Había algo en Isabel Rivington que le provocaba un desagrado instintivo. Era hermosa en un estilo indolente, que hablaba de largas veladas impregnadas en licores muy dulces y almuerzos con dos martinis. Pero su piel era muy bella y las manos estaban bien cuidadas. Tenía las uñas pintadas de un moderno color rosa pardusco y tan largas que las puntas empezaban a doblarse hacia adentro. Sería difícil estrangular a un hombre sin arañarlo con esas uñas. A veces Jury se preguntaba si su mente policíaca, que reparaba en estos detalles incluso cuando estaba hablando sobre cosas ajenas, no sería impermeable a la tragedia humana, atrapando los hechos como moscas en ámbar.

– Vivian cumplirá los treinta dentro de seis meses.

– ¿Tendrá entonces control absoluto sobre su dinero?

– ¿Por qué habla como si estuviera haciendo un desfalco? – preguntó, irritada.

Con toda inocencia, Jury dijo:

– ¿Le di esa impresión? Sólo intento reunir los hechos.

– Todavía no entiendo qué tiene que ver esto con esos dos hombres que vinieron aquí y se hicieron matar.

– ¿Cuánto hace que vive en Long Piddleton?

– Seis años – respondió ella y sacó displicente otro cigarrillo.

– ¿Y antes?

– En Londres – fue la brevísima respuesta.

– ¿Algo distinto, no?

– Lo he notado.

– El padre de Vivian era muy rico, ¿no? – Ella dio vuelta la cabeza y no respondió.

– Hubo un accidente, ¿no?, con el padre de la señorita Rivington.

– Sí. Ella tenía alrededor de siete u ocho años. Un caballo lo embistió. Murió instantáneamente.

Jury notó que el breve relato no parecía compungirla.

– ¿Y la madre de Vivian?

– Murió en seguida de nacer Vivian. Mi madre murió tres años después de casarse con James Rivington.

– Ajá. – Jury la observó cruzar y descruzar las piernas, dando pequeños golpecitos nerviosos contra el cenicero con su cigarrillo. Decidió arriesgarse. – Su medio hermana va a casarse con el señor Matchett, ¿no es así? – No era precisamente cierto, pero volvió a atraer su atención. Los dedos se inmovilizaron sobre el cenicero, la cabeza giró hacia él, los pies se apoyaron con firmeza sobre el piso. Luego suavizó la expresión, la lánguida indiferencia prevaleció. Jury se preguntó si su interés en Simon Matchett era más que amistoso.

– ¿Dónde oyó eso? – preguntó, como al pasar.

Jury cambió de tema de inmediato.

– Cuénteme del accidente de James Rivington.

Ella suspiró, parecía que se le estaba acabando la paciencia.

– Fue un verano en Escocia. Yo estaba de vacaciones en la escuela. Odiaba el norte de Escocia. Sutherland. Un lugar aislado, ventoso, no había nada que hacer más que mirar las rocas, árboles y brezos. Tierra de nadie, en mi opinión. Ni siquiera podíamos tener sirvientes, a excepción de una vieja cocinera. A ellos les encantaba, a Vivian y a James. Vivian tenía un caballo al que quería especialmente en el establo de atrás, con los demás caballos. Una noche Vivian y su padre tuvieron una pelea, y ella se puso tan furiosa que salió en la oscuridad de la noche y se subió al caballo de un salto. James salió detrás de ella. Se gritaban el uno al otro, el caballo se asustó y pateó al padre de Vivian en la cabeza.

– Debió de ser muy traumático para su hermana, que le pasara una coas así estando ella subida al caballo en ese momento. ¿Era muy consentida? ¿La vigilaban lo suficiente?

– ¿Consentida? No, para nada. Se peleaba mucho con James. En cuanto a vigilancia, tenía dotaciones de niñeras. James era muy estricto, por cierto. Claro que Vivian se puso muy mal con el accidente. Yo creo incluso que pudo haberle… – Hizo una pausa y tomó el cigarrillo humeante, que casi se había consumido sobre el cenicero de cristal.

– ¿Pudo haberle qué?

Isabel arrojó una bocanada de humo.

– Haberle alterado un poco la mente.

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