– Yo culpo a Frank Watson -dijo entre dientes.
– ¿Quién es?
– Profesor de neurología en la Facultad de Medicina. Cuando se inauguró el Hug en 1950, él pretendía dirigirlo, pero nuestro benefactor, el difunto William Parson, fue inflexible en cuanto a que su cátedra recayera en un hombre con experiencia en el campo de la epilepsia y los retrasos mentales. Como la especialidad de Watson son las enfermedades desmielinizantes, quedó excluido, naturalmente. Yo le dije al señor Parson que debía elegir un nombre más fácil que Hughlings Jackson, pero estaba empeñado. ¡Oh, era un hombre muy obstinado para todo! Claro que uno siempre espera que la gente abrevie el nombre, y yo esperaba que se quedara en «el Hughlings», o «el Hugh». El caso es que Frank Watson se cobró su pequeña venganza. Le pareció ingeniosísimo llamarlo «el Hug», y el nombre cuajó. ¡Cuajó!
– ¿Quién era, o es, exactamente Hughlings Jackson, señor?
– Un británico, pionero de la neurología, teniente. Su mujer tenía un tumor de crecimiento lento en la vía motora, el gyrus anterior a la fisura de Rolando que representa el extremo cortical de la función motriz voluntaria del cuerpo, es decir, los músculos.
«No entiendo una palabra de todo esto -pensó Carmine mientras la monótona perorata continuaba-. Pero ¿le importa eso a él? No.»
– Los ataques epilépticos de la señora Jackson eran de una naturaleza muy peculiar -proseguía el profesor-. Afectaban exclusivamente a un lado del cuerpo, empezaban en una mitad de la cara, bajaban por el brazo y la mano del mismo lado, y finalmente le daban en la pierna. Todavía se los conoce como marcha jacksoniana. A partir de ellos, Jackson elaboró la primera hipótesis sobre la función motriz, que cada parte del cuerpo ocupa un espacio invariable en el córtex cerebral. No obstante, lo que fascinó a la gente fue el modo infatigable en que se sentaba junto a su esposa moribunda hora tras hora, tomando notas sobre sus ataques con la más minuciosa atención a los detalles. El investigador por excelencia.
– Bastante despiadado, si quiere mi opinión -dijo Carmine.
– Yo prefiero llamarlo dedicación -replicó Smith en tono gélido.
Carmine se puso en pie.
– Nadie puede abandonar este edificio salvo que yo lo autorice. Eso va también por usted, señor. Hay policías en todas las entradas, incluido el túnel. Le sugiero que no le cuente a nadie nada de lo ocurrido.
– ¡Pero no tenemos cafetería! -dijo el profesor, perplejo-. ¿Qué va a hacer el personal para comer, si no se han traído nada de casa?
– Uno de los policías puede tomar el pedido y traer la comida. -Se detuvo en el umbral para mirar atrás-. Me temo que habremos de tomar las huellas dactilares a todo el mundo. Un inconveniente mayor que la comida, pero estoy seguro de que lo entiende.
Las oficinas, los laboratorios y la morgue del investigador médico del condado de Holloman estaban igualmente ubicadas en el edificio de la Administración del condado.
Cuando Carmine entró en la morgue, se encontró con dos piezas de un torso femenino encajadas y tendidas sobre una mesa de acero para autopsias.
– Bien alimentada, una mujer mestiza de unos dieciséis años de edad -dijo Patrick-. Depiló el monte de Venus antes de introducir diversos instrumentos; puede que fueran consoladores, puede que fundas de pene. Es difícil de afirmar. La violaron muchas veces, con objetos progresivamente más grandes, pero dudo que muriera por esa causa. Hay tan poca sangre en lo que tenemos del cuerpo que sospecho que fue desangrada como desangran a los animales en un matadero o una granja. No hay brazos ni manos, no hay piernas ni pies y no hay cabeza. Estas dos piezas han sido lavadas escrupulosamente. Hasta el momento, no he encontrado rastros de semen, pero hay tantas contusiones e hinchazón (también la violaron analmente) que voy a necesitar un microscopio. Personalmente, apuesto a que no habrá semen. Él lleva guantes y probablemente usa sus fundas como condones. Si es que llega a correrse.
La chica tenía la piel de ese hermoso color que llaman café con leche, pese a la palidez producida por la falta de sangre. Tenía las caderas abombadas, la cintura pequeña, los pechos preciosos. Por lo que Carmine podía ver, no mostraba signos de agresión fuera de la zona púbica: ni moratones, ni cuchilladas, ni cortes, mordiscos o quemaduras. Pero sin brazos y sin piernas no había forma de determinar si la habían atado, o cómo.
– A mí me parece una niña -dijo-. No una chica crecida.
– Yo diría que treinta y cinco kilos, como mucho. La segunda cosa más interesante -prosiguió Patrick- es que el desmembramiento lo ha llevado a cabo un verdadero profesional. De un solo corte con algo como un cuchillo de carnicero o un escalpelo para autopsias, y fíjate en las articulaciones de muslos y hombros: desencajadas sin fuerza ni trauma. -Separó las dos secciones del torso-. La sección transversal fue practicada justo por debajo del diafragma. El cardias del estómago fue ligado para impedir que se filtrara el contenido, y también le ligaron el esófago. La desarticulación de la columna vertebral es tan profesional como la de las articulaciones. No hay sangre en la aorta ni en la vena cava. Sin embargo -dijo, señalando el cuello-, le cortó la garganta varias horas antes de decapitarla. Con incisión en las yugulares, pero no en las carótidas. Se desangraría despacio, sin chorro. Colgada boca abajo, por supuesto. Cuando le cortó la cabeza, la separó por la articulación de las vértebras C-4 y C-5, lo que le dejó un poco del cuello además del cráneo completo.
– Quisiera que tuviéramos al menos los brazos y las piernas, Patsy.
– Y yo, pero sospecho que irían a la nevera ayer, junto con la cabeza.
Carmine habló con tal seguridad que Patrick dio un respingo:
– ¡Ah, no! Aún tiene la cabeza. No se va a desprender de eso.
– ¡Carmine! ¡Esa clase de cosas no ocurre! O, si es que ocurre, es cosa de maníacos del otro lado de las Rocosas. ¡Esto es Connecticut!
– Venga de donde venga, aún tiene la cabeza.
– Yo diría que trabaja en el Hug, o si no en el Hug, en otra parte de la Facultad de Medicina -dijo Patrick.
– ¿Un carnicero? ¿Un matarife?
– Es posible.
– Has hablado de la segunda cosa más interesante, Patsy. ¿Cuál es la primera?
– Observa. -Patrick dio la vuelta a la sección inferior del torso y señaló el glúteo derecho, donde una costra en forma de corazón, de unos dos centímetros y medio, destacaba, oscura y rugosa, sobre la piel impecable-. Al principio pensé que se la había hecho así deliberadamente: corazón, amor, esas cosas. Pero no hizo una incisión como quien sigue una plantilla a lo largo del borde. Es una simple rebanada limpia, como las he visto hacer con el bisturí para cortarle el pezón a una mujer. Así que me pregunté si es que ella tenía allí un nevus, una marca de nacimiento, que sobresaliera mucho de la superficie de la piel.
– Algo que a él le ofendía, que destruía su perfección -dijo Carmine, pensativo-. Quién sabe. Tal vez no descubrió que lo tenía hasta que la llevó al lugar donde le hizo esas cosas espantosas. Depende de si la recogió por ahí o la conocía previamente. ¿Sabrías decir cuál es su procedencia racial?
– Ni idea, aparte de que es más caucásica que otra cosa. Con algo de sangre negroide o mongoloide, o de ambas.
– ¿Supones que es una prostituta?
– Sin brazos en que buscar marcas de aguja, Carmine, es difícil, pero tiene aspecto… no sé, de chica sana. Yo comprobaría las listas de personas desaparecidas.
– Ah, sí, pienso hacerlo -dijo Carmine, y se fue de vuelta al Hug.
¿Por dónde empezar, teniendo en cuenta que no se podía interrogar a Otis Green hasta la mañana siguiente, como pronto? Por Cecil Potter, entonces.
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