Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– ¿Es usted de… eh… Inglaterra? -preguntó mientras subían.

– Correcto.

– ¿Cuánto tiempo lleva en el Hug?

– Cinco años.

Dejaron el ascensor en la cuarta planta, que era la más alta, aunque el último botón rezaba AZOTEA. Allí, la decoración de interiores del Hug ofrecía mejor aspecto, ligeramente distinta a la de la primera planta: paredes pintadas de un tono crema institucional, oscura carpintería de roble, filas de lámparas fluorescentes en el techo cubiertas por difusores de plástico. Recorrieron de nuevo un pasillo, gemelo al de la primera planta, hasta una puerta situada de cara a su extremo más lejano, en que confluía con otro vestíbulo en ángulo recto.

La señorita Dupre llamó a la puerta, recibió permiso para entrar e hizo pasar a Carmine a los dominios particulares del profesor Smith, pero se abstuvo de seguirle.

Carmine se encontró mirando pasmado a uno de los hombres más llamativamente guapos que había visto jamás. Robert Mordent Smith, profesor de la cátedra William Parson en el Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica, medía más de un metro ochenta, era más bien delgado y poseía un rostro inolvidable: con una estructura ósea maravillosa, cejas y pestañas negras, vividos ojos azules y una mata de pelo ondulado y entreverado de blanco. Tratándose de alguien que era lo bastante joven para no mostrar líneas o arrugas, el pelo le hacía rozar la perfección. Su sonrisa revelaba unos dientes regulares y blancos, si bien esa mañana no alcanzaba a aquellos ojos maravillosos. Lo que no era de sorprender.

– ¿Café? -preguntó, al tiempo que indicaba a Carmine que ocupara la silla, aparatosa y cara, del otro lado de su aparatoso y caro escritorio.

– Sí, gracias. Sin leche ni azúcar.

Mientras el Profe encargaba dos de lo mismo por su intercomunicador, su huésped examinó la habitación, de unos generosos seis metros por siete y medio, con enormes cristaleras en dos de sus paredes. El despacho del profesor ocupaba la esquina nororiental de la planta, de modo que tenía vistas a la Hondonada, el colegio mayor del Shane-Driver y el aparcamiento. La decoración era costosa, los muebles de nogal, de chintz las telas, la alfombra de Aubusson. Un imponente mosaico de títulos, diplomas y honores descansaba sobre una pared a rayas verdes, y tras el escritorio del profesor colgaba lo que parecía una copia soberbia de un paisaje de Watteau.

– No es una copia -dijo el Profe, siguiendo la mirada de Carmine-. Me lo ha dejado en préstamo la colección William Parson, la mayor y mejor de arte europeo que hay en América.

– Caramba -dijo Carmine, pensando en la reproducción barata de los lirios de Van Gogh que colgaba tras su propio despacho.

Una mujer de entre treinta y cuarenta años hizo su entrada llevando una bandeja de plata en la que portaba un termo, dos delicadas tazas en sus platos, dos copas de cristal y una redoma de vidrio llena de agua helada. «¡Sí que se esmeran, en el Hug!»

Una belleza severamente vestida, pensó Carmine al examinarla: pelo negro recogido en un moño sobre la cabeza, un rostro ancho, suave y más bien chato, con ojos de avellana, y una figura espectacular. Vestía chaqueta y falda, de corte ajustado, y calzaba zapatos Ferragamo sin tacón. Que Carmine supiera, tales cosas podían atribuirse a una larga carrera en una profesión que exigía un conocimiento íntimo de todos los aspectos del ser humano y su comportamiento. Esa mujer era lo que su madre llamaba una devoradora de hombres, aunque no parecía albergar ni pizca de apetito por el Profe.

– La señorita Tamara Vilich, mi secretaria -dijo el Profe.

¡Ni pizca de apetito por Carmine Delmonico, tampoco! Le sonrió, hizo una inclinación de cabeza y se fue sin demorarse.

– Dos solteras maduras entre su personal -dijo Carmine.

– Son una maravilla, si da uno con ellas -dijo el Profe, que parecía ansioso por posponer el motivo de aquella entrevista-. Una mujer casada tiene responsabilidades familiares que tienden a veces a recortar su jornada laboral. Mientras que las solteras lo dan todo en el trabajo; no les importa quedarse hasta tarde sin previo aviso, por ejemplo.

– Tienen más que ofrecer, ya lo veo -dijo Carmine. Dio un sorbo al café, que estaba malísimo. Tampoco esperaba él que estuviese bueno. El Profe, observó, bebía agua de la preciosa redoma, aunque le había servido el café a Carmine personalmente.

– Profesor, ¿ha bajado usted a la sala del animalario a ver lo que han encontrado?

El profesor palideció y sacudió enfáticamente la cabeza.

– ¡No, no, por supuesto que no! Cecil me llamó para contarme lo que había encontrado Otis, y llamé inmediatamente al comisario Silvestri. Tuve presente advertir a Cecil que no dejara entrar a nadie en el animalario hasta que llegara la policía.

– ¿Y ya han dado con Otis… Otis qué?

– Green. Otis Green. Parece que ha sufrido un infarto leve. Ahora mismo está en el hospital. Su cardiólogo dice, no obstante, que no es un caso severo de ictus, así que deberían darle el alta en dos o tres días.

Carmine dejó su taza en la mesa y se reclinó sobre su silla de chintz, con las manos cruzadas en el regazo.

– Hábleme del frigorífico de animales muertos, profesor.

Smith parecía algo confuso, era evidente que precisaba recurrir a reservas interiores de coraje; tal vez, pensó Carmine, su tipo de coraje no servía para hacer frente a una crisis por asesinato, sólo a comités de evaluación o investigadores estrafalarios. ¿Cuántas recepciones de la Chubb había aguantado escuchando a esos tipos?

– Bueno, todo instituto de investigación tiene uno. O, si no se trata de una gran unidad, comparte uno con otros laboratorios cercanos. Somos investigadores, y dado que la ética nos impide utilizar seres humanos como objeto de experimentación, empleamos animales que se hallan por debajo de nosotros en la escala evolutiva. El tipo de animal depende del tipo de investigación: cobayas para la piel, conejos para los pulmones, etcétera. Puesto que a nosotros nos interesan la epilepsia y los retrasos mentales, que se sitúan en el cerebro, nuestros animales de experimentación incluyen ratas, gatos y primates; aquí en el Hug, macacos. Cuando finaliza un proyecto experimental, las bestias son sacrificadas; me apresuraré a añadir que con extremo cuidado y delicadeza. Los cadáveres se meten en bolsas especiales y se llevan a la cámara frigorífica, donde permanecen hasta más o menos las siete de la mañana de cada día laborable. A esa hora, Otis vacía el contenido de la nevera en un cubo y lo conduce a través del túnel hasta el Pabellón Parkinson, donde se encuentran las instalaciones principales del animalario de la Facultad de Medicina. El incinerador en que se destruyen todos los cadáveres de animales forma parte del área del animalario del P.P., pero también tiene acceso a él el hospital, que manda allí miembros amputados y cosas por el estilo.

«Sus pautas de expresión son tan formales -pensó Carmine-. Habla como si estuviera dictando una carta importante.» -¿Le contó Cecil cómo se descubrieron los restos humanos? -preguntó.

– Sí. -La cara del Profe empezaba a parecer contrariada.

– ¿Quién tiene acceso al frigorífico?

– Cualquiera que se halle en el Hug, aunque dudo que nadie del exterior fuera capaz de usarlo. Las entradas son pocas, y están atrancadas.

– ¿Y eso por qué?

– ¡Mi querido teniente, estamos al final de la línea Facultad de Medicina/hospital de la calle Oak! Más allá de nosotros están la calle Once y la Hondonada. Un barrio nada recomendable, como sin duda usted sabe.

– He observado que usted también lo llama «el Hug», profesor. ¿Por qué?

Torció la levemente trágica boca.

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