Cecil Potter no tardó en descubrir qué había hecho salir a Otis por piernas del animalario, pero no era un hombre que cediera al pánico. No tocó el contenido de la cámara frigorífica. Tampoco llamó a la policía. Cogió el teléfono y marcó la extensión del Profe, sabiendo a ciencia cierta que éste se encontraría en su despacho, incluso a esas horas. Su único momento de paz tenía lugar a primera hora de la mañana, solía decir. Pero no esta mañana, pensó Cecil.
– Es un caso triste -dijo el teniente Carmine Delmonico a su colega uniformado y superior en rango, el capitán Danny Marciano-. Puesto que no hemos podido encontrar a otros parientes, los críos tendrán que ir a una institución.
– ¿Estás seguro de que fue él?
– No me cabe duda. El pobre tío intentó simular que un desconocido había entrado en la casa, pero en la cama están la mujer y su amante, y el amante lleva unos cuantos cortes, pero ella está hecha picadillo: lo hizo él. Apuesto a que confesará voluntariamente hoy mismo, dentro de un rato.
Marciano se incorporó.
– Vamos a desayunar algo, entonces.
Sonó su teléfono; Marciano miró a Carmine enarcando las cejas y lo cogió. En cuestión de segundos el capitán de policía estaba rígido y toda su satisfacción se había disipado. Con los labios, silabeó «¡Silvestri!» a Carmine antes de empezar a asentir repetidamente.
– Claro, John. Ahora mismo envío a Carmine, y a Patsy en cuanto pueda.
– ¿Problemas?
– Y gordos. Silvestri acaba de recibir una llamada del director del Hug… del profesor Robert Smith. Han encontrado restos de un cuerpo de mujer en la nevera donde guardan los animales muertos.
– ¡Cristo!
Los sargentos Corey Marshall y Abe Goldberg estaban desayunando en el Malvolio's, la cafetería a la que iban los polis, porque quedaba puerta con puerta con el cuartel general, en el edificio de la Administración del condado de la calle Cedar. Carmine ni siquiera se molestó en entrar; repiqueteó con los nudillos en el cristal ante el compartimento en el que Abe y Corey daban buena cuenta de unos bizcochos calientes con jarabe de arce entre tazones de café. «Qué suerte, los condenados -pensó-. A ellos les toca comer, a mí me toca informar a Danny, y ahora me quedaré sin comer. La veteranía es un coñazo.»
El coche que Carmine consideraba el suyo (en realidad pertenecía al Departamento de Policía de Holloman, aunque no tenía señas identificativas) era un Ford Fairlane con un motor trucado de ocho cilindros en V que marchaba a trancas y barrancas. Cuando iban los tres dentro, siempre conducía Abe, Corey iba de escolta y Carmine se desmadejaba junto con sus papeles en el asiento de atrás. Las explicaciones a Corey y Abe le llevaron medio minuto; el trayecto de la calle Cedar al Hug menos de cinco.
Holloman se extendía en mitad de la costa de Connecticut, con su amplio puerto mirando a Long Island al otro lado del Estrecho. Fundada por puritanos disidentes en 1632, había sido siempre una ciudad próspera, y no sólo a causa de las numerosas fábricas diseminadas por su periferia y a lo largo del cauce del río Pequot. Buena parte de sus ciento cincuenta mil habitantes estaban ligados de algún modo a la Universidad Chubb, una institución de élite que no se reconocía inferior a ninguna, ya fuera Harvard o Princeton. La ciudad estaba inextricablemente vinculada al mundo académico.
El campus principal de la Chubb se extendía por tres lados de la Explanada, una gran extensión verde, con sus edificios de estilos colonial primitivo y gótico del siglo XIX, a los que se habían sumado algunas construcciones pasmosamente modernas, toleradas tan sólo por las augustas firmas arquitectónicas asociadas a cada una; pero también estaba la llamada colina de la Ciencia, al este, donde se ubicaba el campus de ciencias, entre cuadradas torres de ladrillo oscuro y vidrio laminado, y al oeste, pasada la ciudad un buen trecho, la Facultad de Medicina Chubb.
Dado que las facultades de medicina habían surgido en las proximidades de los hospitales, hacia 1965 tendían a estar ubicadas en el peor barrio de cualquier ciudad; Holloman no se diferenciaba del resto a este respecto. La Facultad de Medicina Chubb y el hospital de Holloman se estrechaban a lo largo de la calle Oak, en la vertiente sur del mayor de los dos guetos negros de Holloman, llamado «la Hondonada» porque en él se extendía una que había sido un lago en su día. Para acabar de agravar los males de la salud pública, los depósitos de combustible de Holloman este fueron trasladados en 1960 al final de la calle Oak, a un yermo entre la I-95 y el puerto.
El Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se alzaba en la calle Oak, justo enfrente de los apartamentos de los estudiantes de Medicina del Shane-Driver, cien para cien estudiantes. Junto al Shane-Driver se encontraba el Pabellón Parkinson para la investigación médica. Estaba enfrente del vecino del Hug, el hospital de Holloman, un mamotreto de doce plantas que había sido reconstruido en 1950, el mismo año que vio elevarse al Hug.
– ¿Por qué lo llaman el Hug? -preguntó Corey al tomar el Ford la carretera provisional que dividía en dos un aparcamiento gigantesco.
– Porque son las tres primeras letras de Hughlings, supongo -dijo Carmine.
– ¿Hug? Carece de dignidad. ¿Por qué no las cuatro primeras letras? Así sería el Hugh.
– Pregúntale al profesor Smith -dijo Carmine, avistando su destino.
El Hug era el gemelo, más bajo y más pequeño, de las torres Burke de Biología y Susskind de Ciencia, situadas al otro lado del campus de la colina de la Ciencia; un montón achaparrado y toscamente cuadrado de ladrillo oscuro, plagado de grandes ventanas de vidrio laminado. Se alzaba sobre tres acres de lo que solían ser viviendas marginales, derribadas para dejar paso a este monumento que perpetuaba el nombre de un hombre misterioso que no tenía nada que ver con su génesis. ¿Quién diablos era ese Hughlings Jackson? Una pregunta que todo Holloman se hacía. Por derecho, el Hug debió ser bautizado con el nombre de su benefactor, el inmensamente rico, y difunto, señor William Parson.
Al no disponer de la llave maestra del aparcamiento, Abe dejó el Ford en la calle Oak, justo a la salida del edificio, que no tenía entrada por la calle Oak. Los tres hombres recorrieron a pie un camino de gravilla que bordeaba el edificio por el norte hasta una única puerta de cristal, donde les esperaba una mujer muy alta.
«Es como un bloque de construcción infantil en medio de una habitación inmensa -pensó Carmine-. Tres acres son mucha tierra para algo que sólo mide treinta metros por lado. Y, mierda, ella sostiene un portapapeles. Es personal administrativo, no médico.» Su mente registraba de forma automática los detalles físicos de cada persona que nadaba en su trocito del mar de la humanidad, de forma que se encontró muy ocupada conforme iba teniéndola más cerca: un metro noventa descalza, treinta y pocos años, traje pantalón azul marino más bien holgado, zapatos planos de cordones, pelo castaño tono ratón, un rostro de nariz excesiva y barbilla prominente. Diez años atrás, jamás hubiera podido convertirse en Miss Holloman, no digamos ya en Miss Connecticut. Cuando se detuvo delante de ella, no obstante, advirtió que tenía unos ojos estupendos, interesantes, del color del hielo espeso, que él siempre había encontrado hermoso.
– Sargentos Marshall y Goldberg. Yo soy el teniente Carmine Delmonico -dijo en tono seco.
– Desdemona Dupre, directora gerente -dijo ella mientras les conducía a un pequeño vestíbulo, cuyo único sentido parecía ser acomodar dos ascensores. Pero en vez de apretar el botón para subir, ella abrió una puerta en la pared de enfrente y les guió por un amplio pasillo.
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