– Entonces debe de ser joven -dijo Spaight.
– ¿Por qué lo dice, señor?
– Su actividad criminal se remonta a dos años. Alguien capaz de crímenes tan horrendos habría debido de manifestar sin duda síntomas de tipo maníaco antes de la madurez.
– Buen argumento, pero no creo que este asesino sea muy joven, no señor. Es frío, calculador, ingenioso, sin conciencia ni la sombra de una duda. Todo eso sugiere madurez, no juventud.
– ¿Es posible que sea del mismo origen étnico que sus víctimas?
– Todos habíamos considerado esa posibilidad, señor Parson, hasta que cruzó la frontera étnica. Uno de los psiquiatras del FBI pensaba que podría parecerse a sus víctimas, tener el mismo color, por ejemplo, pero si ese hombre existe, no le hemos localizado, y no tiene antecedentes.
– O sea que lo que nos está usted diciendo en realidad, teniente, es que si atrapan, o cuando atrapen, a este asesino, no será mediante sus métodos más tradicionales.
– Sí -dijo Carmine cansinamente-, eso es lo que estoy diciendo. Como tantos otros, se estrellará por casualidad o accidente.
– No es una opinión muy tranquilizadora -dijo Parson en tono adusto.
– Ah, le atraparemos, señor. Le hemos forzado a introducir cambios, y seguiremos apretándole. No creo que su estado mental sea tan sereno como antes.
– ¿Sereno? -preguntó Spaight, asombrado-. ¿Cómo que sereno?
– ¿Por qué no? -replicó Carmine-. Carece de sentimientos, señor Spaight, al menos de lo que usted y yo entendemos por sentimientos. Está loco, pero cuerdo.
– ¿Cuántas chicas más van a morir tras una agonía indescriptible? -inquirió Parson, con toda mordacidad.
Carmine torció el gesto.
– Si pudiera responderle a esa pregunta, conocería la identidad del asesino.
Entró una camarera uniformada empujando un carrito y procedió a preparar la mesa alta.
– ¿Nos hará el honor de quedarse a comer, teniente? -preguntó Roger Parson Junior, poniéndose en pie.
– Gracias, señor.
– Tome asiento, se lo ruego.
Carmine se sentó y observó la cubertería, de Lenox.
– Nosotros somos patriotas -dijo Spaight, sentándose a la derecha de Carmine en tanto que Parson se situaba a su izquierda. Rodeado.
– ¿En qué sentido, señor Spaight?
– Cubertería norteamericana, mantelería norteamericana. Todo norteamericano, en realidad. Era al tío William a quien gustaban los productos extranjeros.
«Productos extranjeros. No es la expresión que yo usaría para describir la alfombra -pensó Carmine-. O el Velázquez.»
Un mayordomo y la camarera les atendieron en la mesa: salmón ahumado de Nueva Escocia con finas tostadas con mantequilla; ternera asada en su jugo con pomme Lyonnaise y espinacas al vapor; un surtido de quesos y café de calidad suprema. Nada de alcohol.
– La comida con Martini -dijo Richard Spaight- es una maldición. Si me entero de que un cliente se ha permitido tomar uno, me niego a verle. Los negocios exigen tener la cabeza despejada.
– El trabajo policial también -dijo Carmine-. A ese respecto, el comisario Silvestri capitanea una tripulación sobria. Nada de alcohol si no es fuera de las horas de servicio, y nada de borrachines en el cuerpo. -Estaba mirando el Poussin, de una belleza onírica-. Es precioso -dijo a su anfitrión.
– Sí, para esta sala elegimos obras de gran armonía. Los grabados de la guerra de Goya están en mi despacho. Cuando se vaya, de todas formas, no deje de fijarse en nuestro único Greco. Está al final del pasillo, protegido con cristal antibalas -dijo Roger Parson Junior.
– ¿Alguna vez les han robado obras de arte? -no pudo evitar preguntar el policía.
– No, es demasiado difícil entrar aquí. O tal vez es que hay muchos otros objetivos más accesibles. Esta ciudad está llena de arte magnífico. A menudo me entretengo en elucubrar cómo haría para robar un buen Rembrandt del Metropolitan, o un Picasso del marchante de la calle Cincuenta y tres. Si me lo propusiera en serio, creo que ninguno de los dos sería imposible.
– Tal vez su tío William también conociera los trucos.
Richard Spaight soltó una risita ahogada.
– ¡Y tanto que los conocía! En sus tiempos era bastante más fácil, por supuesto. Si estabas en Pompeya o en Florencia, lo único que tenías que hacer era darle al guía diez dólares de propina. Debería usted ver el suelo de mosaico del jardín de invierno de la casa vieja de Litchfield… espléndido.
«Feliz Navidad, ja, ja -pensaba Carmine mientras subía al Ford, al que ya le habían calentado el motor, para dirigirse de vuelta a casa-. Ninguno de ellos es el Monstruo, pero si desaparece un Rembrandt del Metropolitan, creo que le chivaré al departamento de policía de Nueva York dónde ha de buscar. M.M. estará criando malvas antes de que esa panda renuncie a la colección del tío William, aunque sean productos extranjeros.»
Sábado, 1 de enero de 1966
– ¡Por Dios, qué cruz! -dijo Desdemona, arrugando la nariz-. Esa maldita alcantarilla ya está haciendo de las suyas otra vez. -Por un momento, se debatió entre llamar o no a la puerta de su casero mientras bajaba las escaleras, pero finalmente optó por no hacerlo. Al hombre no le había hecho mucha gracia la presencia de policías en su propiedad, y le venía insinuando que tal vez fuera mejor que se buscara un nuevo alojamiento. De modo que se aguantaría con la alcantarilla para evitar otra confrontación.
Cuando abrió la puerta de su apartamento, el hedor a heces la golpeó inexorablemente, pero ni se dio cuenta. Lo único que vio fue el rostro ennegrecido y congestionado de Charlie, el poli que solía hacer el turno de noche los jueves. Estaba tumbado en actitud de haber peleado desesperadamente, con los brazos y las piernas abiertos y doblados, pero era la cara, la cara… Hinchada, con la lengua fuera, los ojos fuera de las órbitas. Una parte de Desdemona quería gritar, pero eso la habría señalado como la típica mujer, y Desdemona se había pasado media vida demostrando al mundo que era igual que cualquier hombre. Agarrándose a las jambas de la puerta, se obligó a permanecer inmóvil el tiempo necesario hasta que estuvo segura de que podía aguantarse en pie. Las lágrimas afloraron a sus ojos, y cayeron. ¡Oh, Charlie! «Se aburre uno mucho con este servicio», le había dicho una vez que le pidió un libro. Ya se había leído todo lo que le gustaba de la librería del condado, que no era mucho. «¿Algo de Raymond Chandler, o de Mickey Spillane?»
Pero lo mejor que había podido ofrecerle había sido uno de Agatha Christie, que no le gustó o no entendió.
Bien, ya estaba. Desdemona soltó las jambas y empezó a volverse para ir hasta el teléfono. Entonces reparó en el pliego de papel pegado sobre la ventana que filtraba luz al rellano superior. Escrito en negro rotundo sobre un blanco deslumbrante, impecablemente impreso.
¡PUTA CHIVATA,
ERES UNA RATA!
ESE DAGO LELO
NO ES NINGÚN OTELO,
¡MAS TE HE DE COGER!
¡YA PUEDES CORRER!
– Carmine -dijo con calma cuando él se puso al aparato-. Le necesito. Charlie está muerto. Asesinado. -Tragó saliva. Inspiró hondo-. A la misma entrada de mi casa. ¡Venga, por favor!
– ¿Todavía la tiene abierta? -preguntó él, con idéntica calma.
– Sí.
– Pues ciérrela, Desdemona, ahora mismo.
Casi ningún sargento de despacho había visto jamás pasar corriendo a Carmine Delmonico, pero ahora iba volando, con Abe y Corey tras sus pasos, llevando su abrigo, su gorro y su bufanda. Y no había pasado un minuto cuando Patrick O'Donnell salió tras sus pasos.
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