– Cristales bajo luz polarizada -explicó Desdemona-, o polen, ácaros del polvo, virus… vistos con el microscopio electrónico.
– Algunos de estos rincones parecen el lugar de trabajo de Mary Poppins.
– ¿Se refiere al de Marvin? -preguntó ella, señalando una zona en la que todo, desde los cajones a las cajas y los libros, se hallaba cubierto de post-its con mariposas rosas y amarillas-. Piénselo, Carmine. Las personas como Marvin se pasan prácticamente el día entero sin moverse del sitio. ¿Por qué habría ese sitio de ser anónimo y gris? Los empleadores no se paran a pensar que si los habitáculos en los que la gente trabaja fueran más armoniosos y personalizados, es posible que aumentara su rendimiento. Marvin es un poeta, eso es todo.
– El técnico de Ponsonby, ¿no?
– Correcto.
– ¿Y Ponsonby no le pone pegas? No tengo la impresión de que le vayan las mariposas rosas y amarillas, considerando que en sus paredes cuelga boscos y goyas.
– Si fuera por él, Chuck pondría pegas, pero el Profe no le respaldaría. La suya es una relación interesante, se remonta a la infancia, y sospecho que ya entonces era el Profe el que mandaba, igual que ahora. -Observó que Corey estaba a punto de mover un aparato de finas columnas de cristal sobre una base con palancas, y chilló-. ¡No se le ocurra tocar el Natelson! Como lo fastidie, amigo, ya le estoy viendo de soprano con los niños cantores de Viena.
– No creo -dijo Carmine muy serio- que eso sea lo bastante grande para esconder nada. Mira en aquel armario.
Miraron en todos los armarios, desde la planta baja a la azotea, sin dejarse uno, pero no encontraron nada. Paul vino a inspeccionar el quirófano, y pasó un algodón por toda superficie que pudiera albergar rastros de fluidos.
– Dudo que vaya a encontrar nada -dijo, no obstante-. Esta señorita Liebman es de lo más pulcra, no se olvida nunca de limpiar los cantos ni por debajo de todo.
– Mi impresión -dijo Abe para sumar su granito de arena al desánimo -general- es que han podido llegar al Hug trozos de cuerpos, pero que los metieron en bolsas antes de entrarlos, y fueron directamente del maletero de alguien a la nevera de los animales.
– Un ejercicio negativo, muchachos, del que podemos sacar una conclusión -dijo Carmine-. Sea cual sea el papel del Hug en este asunto, no es ni un zulo ni un matadero.
Lunes, 13 de diciembre de 1965
Con un caso como el del Monstruo, que se estaba dilatando tanto en el tiempo, el problema era que la cantidad de trabajo que podía efectuarse disminuía poco a poco; el domingo había sido un día dedicado a tratar de leer, cambiar de un canal de televisión a otro y un poco a dar vueltas nerviosamente entre cuatro paredes. De modo que para Carmine fue un alivio llegar a las nueve de la mañana del lunes al Hug. Donde se encontró con un grupo de hombres de raza negra apiñados en el exterior, enarbolando pancartas en que se leía ASESINOS DE NIÑAS y ENEMIGOS DE LOS NEGROS. La mayoría llevaba cazadoras de la Brigada Negra sobre ropa militar de faena. Había dos coches patrulla aparcados en las inmediaciones, pero los manifestantes se comportaban pacíficamente, contentándose con chillar y alzar sus puños en el gesto acuñado personalmente por Mohammed el Nesr. No había entre ellos ningún cabecilla de la Brigada Negra, observó Carmine; eran todos activistas de base que esperaban poder atrapar en sus redes a un reportero de televisión o dos. Al avanzar Carmine hacia la puerta de entrada, le ignoraron, salvo por unos cuantos gritos de «¡Cerdo!».
Claro que los noticiarios del fin de semana habían hablado mucho de Francine Murray. Carmine había trasladado en su momento a Silvestri la advertencia de Derek Daiman, pero aunque hasta el momento no había ocurrido nada, cualquier poli con un poco de olfato habría podido adivinar que se avecinaban problemas. Holloman no era la única población afectada, pero parecía haberse convertido en el foco de toda indignación, general o particular. El papel del Hug en el asunto lo había asegurado, y desde luego, los periódicos no estaban coronando las fotos de John Silvestri y Carmine Delmonico con laureles; los editoriales del fin de semana habían sido en general puras diatribas contra la incompetencia policial.
– ¿Les ha visto? -farfulló el Profe cuando Carmine entró en su despacho-. ¿Les ha visto? ¡Manifestantes, aquí!
– Es difícil no verlos, profesor -dijo Carmine secamente-. Cálmese y escúcheme. ¿Se le ocurre alguien que pudiera estar resentido con el Hug? ¿Un paciente, por ejemplo?
El Profe no se había lavado su magnífica cabellera, y al afeitarse había pasado por alto tantos pelos como los que había rasurado. Síntomas de una personalidad o un ego en colapso, o comoquiera que lo llamaran los psiquiatras.
– No lo sé -dijo, como si Carmine le hubiera salido con algo inconcebible, de puro ridículo.
– ¿Visita usted a algún paciente personalmente, señor?
– No, hace años que no, salvo por alguna consulta ocasional en relación con un caso que tenga a todos desconcertados. Desde que se inauguró el Hug, mi función ha sido estar por mis investigadores, discutir con ellos sus problemas si se encuentran ante un dilema o si las cosas no les salen como ellos esperaban. Yo les doy consejos, a veces les sugiero nuevas vías de investigación. Entre eso, mi programa de clases y conferencias y la lectura, estoy demasiado ocupado para ver pacientes.
– ¿Quién visita pacientes? Refrésqueme la memoria.
– Sobre todo, Addison Forbes, dado que su investigación es enteramente clínica. Los doctores Ponsonby y Finch ven algunos, mientras que el doctor Polonowsky tiene una clínica importante. Es muy bueno en síndromes de malabsorción.
«¿No pueden hablar en cristiano?», hubiera querido preguntar Carmine. Pero dijo:
– ¿Así que sugiere usted que debería hablar en primer lugar con el doctor Forbes?
– Vaya a verlos en el orden que prefiera -dijo el Profe, mientras convocaba a Tamara apretando un timbre.
«He aquí otra hugger que parece no tener ninguna prisa -observó Carmine-. Me pregunto qué pretende. Una mujer atractiva y con buena presencia, pero sabe que no le quedan muchos años buenos.»
Addison Forbes pareció quedarse perplejo.
– ¿Que si veo pacientes? -preguntó-. ¡Pues más bien sí, teniente! Paso consulta con hasta treinta o treinta y pico a la semana. Nunca menos de veinte, desde luego. Soy tan conocido que mi bolsa de pacientes no es sólo nacional, sino internacional.
– ¿Es posible que alguno de ellos albergue algún resentimiento contra usted o el Hug, doctor?
– Mi querido amigo -dijo Forbes en tono altanero-, ¡raro es el paciente que comprende su enfermedad! En cuanto un tratamiento no obra los milagros que él pueda haberse inducido a creer que obraría, le echa la culpa a su médico. Pero yo pongo especial cuidado en advertir a todos mis pacientes que soy un médico corriente, no un médico brujo, y esta precaución ya constituye un avance en sí misma.
«Es quisquilloso, intolerante y condescendiente, aparte de un neurótico», fue la opinión de Carmine, que se cuidó mucho de expresarla. Optó mejor por preguntar amablemente:
– ¿Alguno de ellos le ha amenazado alguna vez?
Forbes reaccionó horrorizado.
– ¡No, nunca! Si lo que busca son pacientes que amenacen, debería interrogar a cirujanos.
– El Hug no tiene cirujanos.
– Ni recibe amenazas de pacientes -fue la seca respuesta de Forbes.
Por el doctor Walter Polonowsky, supo que un síndrome de malabsorción significaba que un paciente no toleraba algo que la naturaleza ha concebido como alimento para todo el mundo, o bien que había desarrollado una preferencia por sustancias que la naturaleza no ha concebido como alimento para nadie.
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