«Si no estuviera tan preocupado y enfadado -pensó Carmine-, puede que me enamorara de esta mujer. Es auténtica.» -Keith -dijo Carmine-. ¿El marido de la señora Silverman?
– Sí. Va para tres años que se casaron.
– He deducido que el doctor Kyneton acostumbra a llegar tarde a casa…
– Casi siempre. Las operaciones llevan horas y horas. Mi Keith es una fiera con el trabajo. No como su viejo. Él no trabajaba ni encadenado. Sí, yo siempre espero a Keith levantada, para asegurarme de que come. No puedo dormirme hasta que no llega.
– ¿Vino tarde anoche? ¿Y anteanoche?
– Anoche, a las dos y media, y a la una y media la noche anterior.
– ¿Hace mucho ruido al entrar?
– No. Es silencioso como un fiambre. Pero da lo mismo: yo le oigo igual. Apaga el motor de su coche y baja por la calle en punto muerto, pero yo le oigo -afirmó Ruth Kyneton con rotundidad-. Estoy atenta.
– ¿Hubo algún momento anoche en que creyera haberle oído pero luego no entrara? ¿O la noche anterior?
– No. Al único que oí fue a Keith.
Carmine se bebió su té, le dio las gracias y decidió marcharse.
– Le agradecería que no hablara de esto a nadie más que a su familia, señora Kyneton -le dijo cuando estaba ya en la puerta-. Volveré para verles a ellos tan pronto como me sea posible.
Patrick acababa de lavar los trozos de cuerpo y juntarlos sobre su mesa cuando entró Carmine.
– Estaban tan cubiertos de barro, humus y hojas que si sacamos algo en limpio, será de milagro -dijo Patrick-. He recogido todo el líquido del lavado, que es agua destilada, y también una muestra del agua del arroyuelo. Esta vez tengo más sobre lo que trabajar -prosiguió, aparentemente satisfecho-. Los indicios apuntan a una violación similar: una serie de vainas o consoladores de tamaño progresivamente mayor, penetración anal y vaginal. Pero ¿ves esa línea recta amoratada en el segmento superior del brazo, justo bajo los hombros, y esa otra debajo de los codos? La ataron con algo de unos cuatro centímetros de ancho, de tejido fuerte, tipo lienzo. Las contusiones se las produjo al forcejear y no poder liberarse. Esto nos dice también que al tipo no le interesan los pechos. La ató aplastándoselos bajo un corsé de tela que los ocultaba a la vista. Eso quiere decir que la tenía tumbada sobre una mesa. En cuanto a por qué no se limitó a atarla de manos o por las muñecas, lo ignoro. Que dejara libres las piernas tiene más lógica, necesitaba moverlas.
– ¿Cuánto tiempo sobrevivió al secuestro, Patsy?
– Una semana, más o menos, pero no creo que le diera de comer. El tracto digestivo estaba vacío. A Mercedes la alimentó a base de leche y copos de maíz. Aunque de Mercedes sólo teníamos el torso, creo que varió algunas de sus costumbres con Francine. O a lo mejor varía un poco con cada víctima. Sin los cuerpos, nunca lo sabremos.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta? -inquirió Carmine.
– Como mucho, treinta horas. Menos, probablemente. La enterraron anoche, no anteanoche, pero yo diría que antes de medianoche. No conservó el cuerpo mucho tiempo después de que muriera, pero puedo decirte que murió desangrada. Mira sus tobillos. -Patrick se los señaló.
Carmine no había llegado tan abajo; se puso rígido.
– Marcas de ataduras -musitó.
– Pero que no son parte de su método de inmovilización. No las llevó más de una hora. ¡Ah, pero es listo, el condenado! No encontraremos fibras ni astillas de estas ataduras, me juego el cuello. Yo apostaría a que la ató con alambre de acero inoxidable de un solo filamento, que manipuló para asegurarse de que las junturas no estuvieran nunca en contacto con su carne. El alambre se le clavaba, pero sin rasgar la piel aserrándola o enganchándose. Estas crías son pequeñas y ligeras, pesan unos treinta y seis kilos. Como a Mercedes, primero la degolló para desangrarla, y más tarde la decapitó; aunque en el caso de Francine, dejó pasar menos tiempo entre una cosa y otra.
– Dime que hay semen.
– Lo dudo.
– ¿Examinarás el agua del lavado para ver si hay restos de semen también?
– ¡Carmine! ¿Es católico el Papa?
– Espero que sí -dijo Carmine, pellizcándole el brazo a su primo.
De allí fue al despacho de Silvestri, con Marciano caminando pausadamente tras él; Abe y Corey se habían quedado en Griswold Lane, preguntando a los vecinos si habían visto u oído algo fuera de lo normal.
Informó de las novedades a Silvestri y Marciano.
– ¿Es posible -preguntó Marciano después- que este tipo no pertenezca al Hug pero albergue algún resentimiento contra ellos, o contra alguien de allí?
– Eso empieza a parecer cada vez más probable, Danny. Aunque ojalá pudiera estar seguro de que todos los huggers estaban donde se supone que debían estar el miércoles de la semana pasada, cuando secuestraron a Francine. Se tardaría veinte minutos largos en ir desde el Hug al Travis y volver, y eso a paso ligero. Mientras que la señorita Dupre no localizó a los huggers de mayor rango hasta pasada media hora. No obstante, al parecer estuvieron todos juntos en la azotea, y dado que sólo son siete, estoy seguro de que una ausencia de veinte minutos seguida de una reaparición entre jadeos habría levantado algunos comentarios. Puede que el doctor Addison Forbes no hubiera vuelto jadeando, lo tengo en cuenta. Dejando eso al margen, está claro que el asesino quiere que creamos que sus crímenes tienen una conexión con el Hug. De no ser así, ¿por qué elegir la casa de los Kyneton como vertedero? Quería que la encontráramos pronto, y por eso escarbó en el barro lo justo para taparla. Debieron de acudir corriendo todas las alimañas en dos kilómetros a la redonda. Está intentando cubrir de mierda a alguien o a algo, pero no sé a quién o a qué.
– ¿No crees que los Kyneton tienen algo que ver con el asunto, no? -preguntó Silvestri.
– No he hablado aún con Hilda ni con Keith, pero Ruth Kyneton es trigo limpio.
– ¿Adónde vas al salir de aquí?
– Hablaré hoy mismo con Hilda y con Keith, pero voy a dejar a los demás huggers para el lunes. Quiero que se lo rumien un poco durante el fin de semana, viendo los boletines informativos y oyendo a los polis de sofá de la tele.
– Va a seguir matando, ¿verdad? -inquirió Marciano.
– No puede parar, Danny. Tenemos que pararle nosotros.
– ¿Qué hay de esa pandilla de nuevos psiquiatras a los que consultan el FBI y la policía de Nueva York? ¿No pueden echar una mano? -preguntó Silvestri.
– Es la misma canción de siempre, John. Nadie sabe gran cosa sobre el asesino múltiple. Los loqueros parlotean sobre rituales y obsesiones, pero son incapaces de aportar nada útil. No saben decirme qué aspecto tiene el tío, ni qué edad, ni qué tipo de profesión, o qué nivel de educación, o cómo pudo ser su infancia… Es un enigma, un puto y completo misterio… -Carmine se detuvo, tragó saliva y cerró los ojos-. Lo siento, señor. Me está afectando.
– Nos está afectando a todos. La cosa es que tal vez haya más de estos asesinos múltiples por ahí de los que no sabemos nada -dijo Silvestri-. Y como haya muchos como el nuestro, alguien tendrá que hacer algo para ayudarnos a cazarlos. Nuestro tipo ha salido de rositas de diez asesinatos antes de que supiéramos siquiera que existía. -Sacó otro cigarro que masticar-. Tú sigue dándole duro y ya está, Carmine.
– Esa es mi intención -dijo Carmine, poniéndose en pie-. Antes o después, ese cabrón va a patinar, y cuando lo haga yo estaré allí para recogerle al caer.
– ¡Oh, esto podría ser la ruina de Keith! -exclamó Hilda Silverman, palideciendo-. ¡Justo ahora que ha recibido una oferta excelente…! ¡No es justo!
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