Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– ¿Qué oferta es ésa? -preguntó Carmine.

– Para entrar de socio en una clínica privada. Tendría que comprar su participación, por supuesto, pero nos las hemos apañado para ahorrar lo suficiente para hacerlo.

«Lo que explica el enigma de por qué viven en este cuasiarrabal -pensó Carmine, desviando la mirada de Hilda a Ruth, que parecía igualmente preocupada por Keith-. Las Mujeres Unidas de Keith.»

– ¿A qué hora llegó usted a casa anoche, señora Silverman?

– Poco después de las seis.

– ¿A qué hora se acostó?

– A las diez. Como hago siempre.

– ¿No espera usted levantada a su marido, entonces?

– No hace falta, ya lo hace Ruth. Verá, por ahora soy yo la que aporta más ingresos.

El sonido de un coche doblando por la entrada galvanizó a ambas mujeres. Se pusieron en pie de un brinco, corrieron a la puerta principal y ahí se quedaron dando saltitos como dos jugadores de baloncesto disputándose la pelota.

«¡Caramba!», pensó Carmine cuando Keith Kyneton hizo su entrada. Decididamente, un príncipe, no más un sapo de Dayton, Ohio. ¿Cómo había tenido lugar semejante transformación, y cuándo? Su físico y su apariencia eran impecables, pero lo que fascinó a Carmine fue su atuendo. Todo de lo mejorcito, desde los pantalones de tela impermeable cortados a medida a su suave jersey de cachemira. El neurocirujano bien vestido tras un día duro en el quirófano, mientras que su madre y su esposa se surtían en las rebajas de Barato y Feo.

Tras quitarse a sus mujeres de encima, Keith escrutó a Carmine con severos ojos grises, contraídos los generosos labios.

– ¿Es usted quien me ha obligado a abandonar el quirófano? -preguntó.

– Ése soy yo. Teniente Carmine Delmonico. Lamento la molestia, pero ¿puedo suponer que la Chubb dispone de algún cirujano de reserva para emergencias?

– ¡Por supuesto que sí! -le espetó Keith-. ¿Por qué me ha hecho venir?

Cuando supo el motivo, Keith se derrumbó en un sillón.

– ¿En nuestro patio? -musitó-. ¿El nuestro?

– El suyo, doctor Kyneton. ¿A qué hora volvió usted anoche?

– Sobre las dos y media, creo.

– ¿Notó algo distinto en el lugar donde aparcó su coche? ¿Lo aparca siempre delante de la casa, o lo mete en el garaje?

– En lo más crudo del invierno, lo meto en el garaje, pero todavía lo vengo aparcando fuera -dijo, mirando no a Ruth, sino a Hilda-. Es un Cadillac con sólo un año, arranca que da gusto oírlo en una mañana helada. -Iba recobrando su elevado concepto de sí mismo-. La verdad es que me tiene hecho polvo volver a casa a esas horas, realmente hecho polvo.

«Un Caddy nuevo mientras tu mujer y tu madre conducen cafeteras con quince años. Vaya pedazo de mierda que estás hecho, doctor Kyneton.» -No ha respondido a mi pregunta, doctor. ¿Advirtió algo fuera de lo normal anoche al llegar a casa?

– No, nada.

– ¿Notó que hacía una noche más bien húmeda?

– La verdad es que no.

– El camino de entrada a su casa no tiene cierre. ¿Había huellas de neumático extrañas?

– ¡Ya se lo he dicho, no noté nada! -exclamó, quejoso.

– ¿Con qué frecuencia acaba tarde de trabajar, doctor Kyneton? Quiero decir: ¿acaso está Holloman saturada de pacientes que requieran de sus particulares habilidades?

– Dado que la nuestra es la única unidad de todo el Estado con el equipamiento necesario para practicar cirugía cerebrovascular, sí que tendemos a estar saturados.

– ¿De modo que para usted volver a casa a las dos o las tres de la madrugada es la norma?

Kyneton se mordió los labios, y bruscamente apartó la vista de su madre, de su mujer, de su interrogador. Ocultando algo.

– No siempre es el quirófano -dijo, malhumorado.

– Y cuando no es el quirófano, ¿qué es?

– Soy profesor no numerario, teniente. Doy charlas que debo preparar, tengo que redactar informes clínicos extremadamente detallados, he de dar clases prácticas en el hospital, y paso bastante tiempo formando a residentes de neurocirugía. -Seguía desviando la mirada.

– Me dice su mujer que va a comprar una participación en una clínica de neurocirugía privada.

– Así es. Un grupo de Nueva York.

– Señora Silverman, doctor Kyneton, muchas gracias. Puede que tenga más preguntas que hacerles más adelante, pero esto es todo por el momento.

– Le acompaño a la puerta -dijo Ruth Kyneton.

– En realidad no era necesario que me acompañara -dijo amablemente Carmine cuando llegaron al porche y hallaron cerrada la puerta principal.

– Me alegro de que seamos dos los que no somos idiotas.

– ¿Es eso lo que opina de ellos, señora Kyneton? ¿Que son idiotas?

Ella suspiró y dio una patada a una china que había en las tablas del suelo, lanzándola a la oscuridad de la noche.

– A veces creo que a Keith le trajeron las hadas; nunca encajó, con esos humos que se daba ya antes de ir al jardín de infancia. Pero algo he de reconocerle: se dejó las pestañas para conseguir una educación, para cultivarse. Y le adoraré por eso hasta que me muera. Y Hilda es buena pareja para él, ¿sabe usted? Supongo que no lo parece, pero lo es.

– Si sale adelante lo de la clínica privada, ¿qué pasará con usted? -preguntó, en tono áspero.

– ¡Ah, no pienso irme con ellos! -dijo ella, risueña-. Yo me quedo aquí, en Griswold Lane. Ellos cuidarán de mí.

Había muchas cosas que a Carmine le hubiera gustado decir, pero no lo hizo. Lo dejó en un:

– Buenas noches, señora Kyneton. Es usted toda una mujer.

Durante todo el camino de regreso a la calle Cedar, Carmine estuvo dándole vueltas al descubrimiento inesperado de que el asesino a veces escondía a las víctimas in situ para llevárselas más tarde. Le rondaba la cabeza más que el cambio de raza.

– No está suplicándonos que le atrapemos -le dijo a Silvestri-, ni está tirándonos de la barba sólo para demostrarnos lo listo que es. No me creo que su ego necesite esa clase de estímulos. Si nos tira de la barba es porque tiene que hacerlo, como parte de su plan más que de propina. Como lo de enterrar a Francine en el patio trasero de los Kyneton. Según yo lo entiendo, eso es un mecanismo de defensa. Y lo que me dice es que el asesino tiene relación con el Hug, que está resentido con alguien de allí… y que no le preocupa en absoluto que podamos descubrirle.

– Creo que tenemos que registrar el Hug -dijo Silvestri.

– Sí, señor, y más concretamente, tendríamos que hacerlo mañana, en sábado. Pero el juez Douglas Thwaites no va a expedirnos una orden.

– Dime algo que no sepa -gruñó Silvestri-. ¿Qué hora es?

– Las seis -dijo Carmine, mirando el vetusto reloj de estación de tren que colgaba tras la cabeza de Silvestri.

– Voy a llamar a M.M., a ver si puede persuadir al consejo de administración para que nos autorice a hacer el registro. Evidentemente, podrán designar a cuantos huggers quieran para que supervisen el registro, pero ¿a quién preferirías tú, Carmine?

– Al profesor Smith y a la señorita Dupre -dijo Carmine sin pensárselo.

– Le puso una inyección de Demerol -dijo Patrick cuando Carmine entró-. No podía buscar una vena con la chica forcejeando entre sus brazos, pero necesitaba que la droga hiciese efecto lo antes posible. Así que empecé por buscar en el abdomen, y allí estaba. A riesgo de perforar el intestino o el hígado, tuvo que usar una hipodérmica de buen calibre; una jeringuilla de tuberculina fina, de veinticinco G, habría penetrado hasta el fondo más que apartar los órganos. Y por ahí hemos tenido suerte. El pinchazo de una veinticinco G se habría cerrado por completo en la semana que mantuvo a la chica con vida. La de dieciocho G hizo un agujero.

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