Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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Ante la cara de extrañeza del agente Fort, ella se explayó.

– Me lo dijo. No así, con esas palabras, pero me lo dijo. Albert, mi amigo, se queda a dormir a veces. Y un día por la mañana, cuando él se fue, Sara me dijo que nos había oído. Ya me entiende… -Kristin se ruborizó un poco-. También me pidió que, por favor, intentara no hacer ruido. Pero su cara tenía expresión de asco. En serio -insistió, como si aquello le resultara inconcebible.

– ¿No tenía amigos? ¿O amigas?

Kristin negó con la cabeza.

– No que yo sepa. Aunque tampoco me enteraba mucho. Entre una cosa y la otra me queda poco tiempo libre…

– ¿Y no le extrañó que no volviera a casa el miércoles por la noche? Si salía poco…

– Oh, me extrañaría mucho. No. -Se corrigió-: Me habría extrañado mucho. Es así, ¿verdad? Pero yo no estaba en Barcelona. Albert y yo nos fuimos a una casa que sus padres tienen en la montaña y no volvimos hasta el domingo. Y entonces oí el mensaje de la policía y llamé.

Roger Fort carraspeó.

– Habló conmigo. -Hizo una pausa breve-. No quiero ser desagradable, pero ¿cree que Sara era capaz de quitarse la vida? ¿La vio alguna vez triste, realmente triste? ¿Deprimida?

Kristin meditó la respuesta y tardó en contestar.

– Bueno… -dijo por fin-. Yo pensaría en el suicidio si hubiera sido ella. Aunque claro, entonces ya no sería ella exactamente. -Al ver la cara de perplejidad del agente, Kristin prolongó su explicación-: Quiero decir que Sara estaba bien. No parecía contenta, pero tampoco triste. Era como si siempre estuviera preocupada, eso sí. A veces por tonterías, como la del jarrón o porque el ascensor no funcionaba bien. Pero no la imagino saltando…

Y, por primera vez en toda la conversación, la joven pareció tomar conciencia de que su compañera de piso, aquella mujer a la que había descrito en un momento como maniática, exagerada, solitaria y frígida se había lanzado a las vías del metro. Kristin se sonrojó y sus ojos se llenaron de unas lágrimas que ella no hizo el menor intento de reprimir.

– Lo siento -murmuró-. Es que es raro estar aquí hablando de Sara mientras ella está… Perdone.

Kristin se levantó y salió disparada hacia el cuarto de baño. Desde el otro lado de la puerta, el agente Fort la oyó llorar desconsoladamente, como lo haría una niña. Esperó con paciencia a que saliera, pero, al ver que se demoraba, se levantó de la silla y dio una vuelta por el piso.

Era un espacio impersonal, decidió. Muebles neutros. Un cuadro que debía de estar ahí desde hacía años. El sofá, quizá la pieza más nueva, estaba cubierto con una funda de un color marrón desvaído, seguramente la misma que había ocultado el sofá anterior. Era evidente que a Sara no le preocupaba mucho la decoración. Fort se dirigió hacia la estantería donde estaba el jarrón: las líneas por donde se había roto resultaban visibles. Kristin tenía razón, no parecía caro. Era un jarrón cuadrado, de cerámica blanca, sin más gracia, de esos que se envían con un ramo de flores. Ya se apartaba de él cuando algo le llamó la atención. En el interior había algo. Lo sacó y vio que era una tarjeta de visita con el membrete de Laboratorios Alemany. «Gracias por todo», decía. Iba firmada, y Fort tardó un rato en descifrar los nombres. Sílvia y… Otro que empezaba por «c», César. Sí. Sílvia y César. Así que el jarrón, sin duda con un ramo dentro, había sido un regalo de la empresa, pensó Fort mientras deambulaba por el piso en dirección a la habitación de Sara. Cuando estaba cerca, oyó que se abría la puerta del cuarto de baño.

– Iba a echar un vistazo al cuarto de Sara -le dijo sin volver la cabeza.

Kristin fue hacia él, pero vaciló antes de cruzar el umbral.

– Es la segunda vez que entro sin que esté ella -dijo a modo de excusa-. Sara me lo dijo muy claro cuando llegué.

Roger asintió. Sara debía de haber sido una mujer bastante imponente para que sus prohibiciones siguieran vigentes aun estando muerta. Sólo la había visto en la fotografía del pasaporte, así que se acercó a las que había prendidas en un corcho, en la pared, al lado de la pantalla del ordenador, pensando que su hermana había tenido uno idéntico cuando era adolescente. Él nunca había entendido qué valor tenía un billete de tren, la entrada de una sesión de cine o cualquiera de los pequeños objetos que su hermana conservaba en aquella especie de altar juvenil. Al parecer, podía tratarse de una costumbre femenina porque Sara Mahler, a los treinta y cuatro años, hacía lo mismo.

Se sorprendió al ver a una Sara sonriente y en absoluto sola. Al contrario, las fotos mostraban a una chica algo gruesa, radiante, de cabello muy negro; a su lado, en distintas imágenes, desfilaba casi toda la plantilla titular del Barça, entrenador incluido.

– Ah, sí -dijo Kristin-. Le apasionaba el fútbol. Creo que por eso alquiló este piso, porque está bastante cerca del Camp Nou. Era una auténtica fan de él -señaló la imagen en que aparecía Sara con Pep Guardiola.

– ¿Iba a menudo al campo?

– No. A algunos partidos, aunque tampoco muchos.

Observó con atención la cara de Sara. En ese momento estaba claro que el suicidio no entraba en sus planes ni siquiera como un pensamiento remoto. Le brillaban los ojos y la sonrisa le iluminaba la cara.

– Ya, ya veo. Me llevaré esta foto, ¿de acuerdo?

Kristin se encogió de hombros, dubitativa.

Otra de las fotografías llamó la atención del agente, en primer lugar porque no la acompañaban futbolistas. Un grupo de hombres y mujeres, vestidos con atuendo informal, posaban delante de una furgoneta. La descolgó y se la mostró a Kristin.

– Ni idea -dijo ella-. Compañeros de trabajo, supongo.

– ¿Sara no pertenecía a un grupo de senderismo o algo parecido?

Ella se rió, como si la simple idea fuera descabellada. Él volvió a mirar la foto y se fijó en Sara: en ésa también sonreía con entusiasmo, y ese gesto alegre le confería un aire casi infantil; iba vestida con un short beis hasta media pierna que no la favorecía en absoluto. Cogió la foto del corcho, ya sin pedir permiso.

Roger miró a su alrededor. En la habitación había poco más que ver. Abrió el armario, ya con escasas esperanzas, y encontró ni más ni menos lo que debía contener: ropa, cuidadosamente doblada o colgada. Sí, sin duda Sara había sido una mujer más que ordenada: las prendas estaban dispuestas por colores y el conjunto era de una precisión milimétrica. Junto al ordenador había estantes con libros de bolsillo, en su mayor parte en alemán o inglés. En la mesita de noche vio una novela, de una autora llamada Melody Thomas, que Sara tenía a medias a juzgar por el punto de libro. Ya nunca sabría el final, pensó Fort. Salió de la habitación con cierto pesar y con las fotos de Sara en la mano.

– ¿Y qué hago con sus cosas? -preguntó Kristin, como si la cuestión acabara de ocurrírsele en ese instante-. ¿Tengo que guardarlas en cajas?

El rostro de la joven mostraba aprensión y, no por primera vez desde el jueves por la noche, el agente Fort, que procedía de una familia numerosa y relativamente unida, sintió que le embargaba una tristeza dolorosa al pensar que Sara Mahler no tenía a nadie que recogiera sus pertenencias, aparte de esa compañera de piso a la que conocía desde hacía poco más de dos meses y que, en cualquier caso, lo haría por mera obligación. Tampoco tenía muy claro que el señor Joseph Mahler tuviera demasiado interés por las cosas de su hija.

Kristin esperaba una respuesta, así que Fort optó por una solución de compromiso.

– Supongo que sería lo mejor, si no le importa. Cuando lo haya hecho, llámeme y vendré a buscar las cajas de su compañera.

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