Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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Se interrumpe, quizá porque él sigue con la mirada perdida, súbitamente ausente. Ella lo nota, por supuesto, y agacha la cabeza.

– No quieres hablar de esto, ¿verdad? -pregunta Sara. En su voz vibra una nota de decepción.

– Ahora no, Sara. -Se vuelve hacia ella-. Comprendo que fue un golpe para todos. Para mí también. Confiaba en él, le ascendí.

Su tono oculta que eso no es del todo cierto: él había dado su voto al otro candidato. Sílvia y Octavi Pujades, el jefe directo de Gaspar, lo votaron a él. Y algo en el rostro de Sara le indica que ya lo sabe: un brillo en sus ojos revela que no se cree lo que él le está diciendo. Pero Víctor pasa por alto esa impresión y sigue hablando, con ganas de zanjar el tema.

– Es imposible saber lo que pasa por la cabeza de la gente. Ni lo que sucede en su casa, a puerta cerrada. Ródenas sólo trabajaba aquí. Lo que hizo, por horrible que nos parezca, no tiene nada que ver con nosotros. Y debemos olvidarlo, por el bien de la empresa. Así que, respondiendo a tu pregunta, no, no quiero hablar de eso.

Durante los últimos minutos Sara ha ido recobrando su compostura habitual. Se ha ofendido, piensa Víctor. No obstante, ya es tarde para echarse atrás, para preguntarle qué quería decirle. Ella no le da opción, de todos modos. Murmura una disculpa, se levanta y se dirige a la puerta. Se detiene un momento, antes de salir. Por un instante, Sara parece decidida a dar media vuelta, a interrumpirle de nuevo y a soltarle a bocajarro lo que tenía en mente cuando entró. No lo hace. Víctor trata de no mirarla directamente para no darle pie a sincerarse, pero aun así, advierte que lo que expresa la cara de Sara ya no es desilusión, ni orgullo herido, sino tristeza.

El taxi frenó bruscamente en la calle Nou de la Rambla, justo delante de la dirección que había indicado al subir. Víctor pagó y bajó con un adiós seco y, aunque se moría de ganas de ver a Paula, se paró delante de aquel portal antiguo, con solera, como decía ella, y sacó el móvil para llamar a Sílvia. Había ciertos temas de los que no quería hablar en casa y otro del que no quería hablar con su hermana, así que para no extenderse, se limitó a hacerle un resumen de su entrevista con el inspector.

Capítulo 7

A Kristin Herschdorfer le encantaba Barcelona. Lo repitió varias veces, como si la buena opinión que tenía de la ciudad fuera a congraciarla con el agente que había ido a verla para hablarle de su compañera de piso, cuando la realidad era que el propio Roger Fort aún no estaba del todo cómodo en la Ciudad Condal. Le parecía grande, llena de gente a todas horas y no especialmente hospitalaria. Esa mañana, por ejemplo, había dado varias vueltas para aparcar el coche en las cercanías del mercado de Collblanc y luego había tardado un buen rato en encontrar el pasaje de Xile, la calle donde había vivido Sara Mahler. Y, sin embargo, comprendía que para aquella chica de veinticuatro años nacida en Ámsterdam el hecho de que el sol brillara en el mes de enero era ya un gran punto a favor de Barcelona. Kristin asistía a un curso de español en la universidad, no muy lejos de su casa, con la intención de empezar en septiembre un máster en energías renovables. Eso sí, como la mayoría de los extranjeros, la holandesa vivía con bastante desconcierto el bilingüismo que imperaba en la ciudad.

– Pero ahora tengo un amigo catalán -comentó con una sonrisa, y Fort no habría sabido decir si ese hecho obedecía a razones sentimentales o a la necesidad de aprender la lengua sin pagar un curso extra. En cualquier caso, estaba seguro de que a Kristin no le iban a faltar candidatos si el elegido no resultaba ser un buen maestro.

– Hábleme de Sara. Ya sé que llevaban poco conviviendo…

– Desde octubre. Primero vivé , viví, con otras dos chicas en el centro, pero una estaba loca. Totalmente loca. Y había demasiado ruido. Por las noches, no podía dormir. Así que busqué otro piso. Vi varios y al final me mudé aquí porque está más cerca de la universidad.

– Esto es más tranquilo que el centro, desde luego. ¿Y qué tal con Sara? -insistió.

Kristin se encogió de hombros.

– Bueno… -Se retorció un largo mechón rubio y desvió la mirada-. El piso está bien. La verdad es que no creo que pueda pagarlo. Yo sola, quiero decir.

– Le preguntaba por Sara -dijo el agente con suavidad.

Kristin parecía reacia a hablar de su compañera de piso.

– Ya. -Sonrió, como si fuera a decir algo indebido-. Bueno… No está bien criticar a los que no están. Sin embargo…, Sara era un poco peculiar. ¿Cómo explicarle…?

Era evidente que no encontraba la forma de hacerlo, así que Fort se decidió a concretar.

– ¿Ella había compartido piso antes? -No estaba muy al corriente de los sueldos de una secretaria de dirección, pero el alquiler de ese piso no tenía aspecto de ser muy elevado. Y, de algún modo, resultaba extraño que una persona más bien solitaria, o al menos sin muchos amigos, como Sara Mahler, hubiera metido a una desconocida en su casa.

– No. Bueno, quizá hace tiempo. Cuando llegó a Barcelona. -Kristin siguió jugueteando con el mechón rubio hasta que fue consciente de ello y lo soltó-. Creo que ése era el problema. Yo pagaba lo que me pidió, sí, pero se comportaba como si ella fuera la dueña y yo una invitada. No sé si me entiende.

Roger Fort había compartido piso mientras estudiaba en la academia y tenía presente que el inquilino más antiguo disfrutaba derechos adquiridos a los que no renunciaba fácilmente. Asintió, pues, y Kristin sonrió, aliviada.

– ¿Y sabe por qué alquilaba una de las habitaciones?

– No me lo dijo. Comentó algo de que le había entrado miedo de dormir sola en el piso… -Bajó un poco la voz antes de seguir hablando-: Aunque luego era como si le moleste , molestara tener a alguien aquí. Creo que se había acostumbrado a vivir sola.

– Ya. La convivencia no es fácil.

Kristin negó con la cabeza al tiempo que lanzaba un suspiro.

– Yo estoy harta. Voy a buscar un estudio o algo parecido, por pequeño que sea.

– ¿Sara era muy… maniática?

– ¿Perdón?

Fort intentó explicarse.

– Exigente… No sé, con las tareas de la casa o con el ruido.

– ¡Oh, sí! Más bien era como una madre aburrida. No, no aburrida…

– ¿Pesada? -sugirió él.

– ¡Sí! Si yo dejaba platos sucios en la cocina por la noche, ella me dejaba una nota por la mañana: «Debes fregarlos». Si dejaba un sweater en la silla, lo doblaba y lo llevaba a mi habitación. Con otra nota. -Kristin enrojeció-. No soy desordenada. De verdad. En el piso de antes sólo limpiaba yo. Pero Sara era… ¿excesiva?

– Exagerada, supongo -dijo Fort.

Kristin asintió, y empezó a despotricar contra Sara Mahler sin la cautela que había mostrado al principio.

– Mire, ¿ve ese jarrón? El de la mesa. Bueno, pues se rompió. Lo rompí…, sin querer, claro, mientras le echaba el polvo.

La frase hizo sonreír a Roger Fort, aunque ella no se dio cuenta y siguió hablando, como si en la historia del jarrón roto se concentrara la esencia de su convivencia con Sara Mahler.

– No es muy bonito, ¿verdad? Quiero decir que es barato. Feo. No es para llorar por él.

– ¿Sara lloró por el jarrón roto?

– Casi… Me miró como si hubiera atropellado a su madre. Le dije que le compraría otro. Más bonito. Y ella me contestó que yo no lo entendía. Que no era por el dinero sino por el cariño que se tiene a las cosas. Después pasó la tarde pegando los trozos. ¿Lo ve? Se nota si se acerca.

– ¿Se enfadaba a menudo?

– No. Enfadarse no. Ponía mala cara. Y siempre estaba aquí -añadió, ya sin tapujos-. No salía casi nunca. Aparte de ir a trabajar, claro. Estaba todo el día en casa, en su habitación, delante del ordenador. Yo diría que era adicta a Facebook. Mi amigo dice que buscaba… ya sabe, sexo, aunque yo no lo creo. Creo que el sexo no le gustaba.

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