Notó la vibración del móvil y miró la pantalla, pese a albergar pocas dudas sobre quién era. Sílvia. Impaciente como siempre, incapaz de esperar la llamada de rigor. No le bastaba con haber insistido en que fuera a comisaría… Por un instante tuvo ganas de ignorar a su hermana, pero la costumbre, instalada en él desde la más tierna infancia, le empujó a contestar. «Hola. Oye, voy en un taxi. Te llamo cuando llegue a casa. Sí, sí, todo bien. No, no han dicho nada de eso. No te preocupes.»
Sus propias palabras le provocaron una sensación teñida de cierto remordimiento. «Todo bien.» Todo bien para él, claro. Todo bien para ellos. Y sobre todo, tratándose de Sílvia, todo bien para la empresa. Casi se rió en voz alta al pensar en lo mucho que había cambiado su hermana: cuando eran adolescentes nadie habría adivinado que la rebelde Sílvia -la misma que se rapó media cabeza y decoró su habitación con pintadas y símbolos anarquistas, la misma que se escapó de casa con dieciocho años para unirse a un grupo de okupas, la que voceaba opiniones extraídas de panfletos radicales- cambiaría las mallas agujereadas por trajes sastre, los grafitis por cuadros enmarcados y las consignas izquierdistas por otras que, siendo benévolo, sólo cabía calificar como prácticas y, siendo realista, de neoliberales.
Ejecutiva competente, madre estricta de una adolescente y un chaval de once años, Sílvia era la antítesis de lo que había sido. Víctor recordó a su padre: el viejo zorro debió de ser el único en intuir que eso sucedería, ya que nunca se tomó los desafíos de su hija demasiado en serio. «Démosle cuerda suficiente para que corra», dijo la segunda vez que Sílvia huyó de casa. «Cuando se canse, será el momento de tirar con fuerza.» Y vaya si tiró: años después, cuando la hija pródiga llamó a su puerta con dos críos a cuestas y sin nadie al lado, el viejo impuso sus condiciones con un simple: «O tragas o te vas». Lo sorprendente fue que Sílvia no sólo había aceptado esa autoridad, sino que, probablemente harta de sus vagabundeos previos, había dado un giro de ciento ochenta grados en su estilo de vida. O quizá, sospechaba Víctor, su hermana era más capaz de autoconvencerse de que el viejo tenía razón que de admitir que ella se había visto obligada a claudicar. Ahora, con cuarenta y cinco años, y después de muchos de castidad voluntaria, había empezado una relación con un empleado de la empresa. Por supuesto, dado que en la nueva Sílvia no había lugar para la frivolidad, la boda ya estaba prevista la primavera de ese año. Tiempo que debía ser suficiente para que Víctor se acostumbrara a la idea de que César Calvo, además de responsable de logística y almacenaje de Laboratorios Alemany, iba a convertirse en un miembro más de la familia. Un miembro con voz, aunque no muy alta, y cuyo voto sería meramente consultivo, pensó Víctor. Esperaba que César fuera consciente de ello…
En cualquier caso, la frialdad de la que hacía gala su hermana no dejaba de asombrarle: el hecho de que Sara hubiera decidido poner fin a su vida de una forma tan truculenta había pasado de ser una tragedia a un inconveniente en cuestión de minutos. La cara de Sílvia, que él leía como si fuera la suya propia, había reflejado ese cambio de sentimiento. Quien no la conociera tan bien, sin embargo, habría jurado que el semblante serio de su hermana melliza expresaba pesar por la muerte de una persona que se situaba en ese terreno impreciso que acoge las relaciones de empresa: no querida como una amiga, por supuesto, pero algo más que una simple conocida. En palabras de la propia Sílvia, que en su cargo como responsable de recursos humanos había hecho llegar un comunicado a toda la empresa, Sara Mahler había sido «una apreciada compañera de trabajo, a quien todos echaremos de menos». Obviamente, la circular no hacía mención de la causa de la muerte, aunque -Víctor estaba seguro de ello- los rumores ya debían de haber empezado a germinar a media mañana. Y, a esas horas de la tarde del lunes, las ocho y media pasadas, todo Laboratorios Alemany sabría que Sara Mahler, la secretaria del director, se había suicidado. Y que su cuerpo estaba en una sala de autopsias, troceado.
La idea le dio escalofríos, le revolvió el estómago. Tenía ganas de llegar a casa, de abrazar a Paula. El trayecto se le hacía eterno; se percató de que llevaban unos minutos parados. Una docena de coches más adelante, el semáforo en rojo pasó a verde sin que ni un solo vehículo se moviera; luego se burló de ellos con el ámbar y, cuando por fin un coche consiguió cruzar, volvió a su rojo original sin el menor asomo de piedad. El taxista soltó una retahíla de tacos que Víctor decidió ignorar: se le daba bien aislarse de los problemas ajenos. Y entonces, al hacer esa reflexión, le vino a la cabeza el semblante preocupado de Sara Mahler una de las últimas veces que habló con ella. Había sido poco después de la cena de Navidad de la empresa.
Se le ha hecho tarde. Anochece tan pronto que tiene la sensación de que son sólo las seis, aunque lo cierto es que el reloj de la mesa marca las 20.40. Cuando levanta la cabeza de los informes de los delegados de zona que está revisando, una tarea que quiere dejar terminada antes de irse, se da cuenta de que Sara ha entrado en el despacho. Seguro que ha llamado y ni siquiera la ha oído. Le sonríe, cansado.
– ¿Aún estás por aquí? -Sabe que su secretaria suele quedarse hasta que él se va. Nunca se lo ha pedido: Sara parece haberlo asumido como una obligación inherente a su puesto.
– Sí… -Sara titubea, toda una novedad. Al final se decide, a medias-: Quería hablar contigo, pero se ha hecho muy tarde. Mejor lo dejo para mañana.
Sí, piensa Víctor. Mañana. La charla le retrasará y desea poner punto final a la jornada y marcharse a casa. Lo que dice, sin embargo, es muy distinto.
– No. Pasa y siéntate. -Señala los papeles y le sonríe de nuevo, sin muchas ganas-. Esto puede esperar.
Tenerla sentada al otro lado de la mesa le resulta raro porque Sara suele quedarse de pie. La solemnidad de los gestos de su secretaria le inquieta un poco, y por un momento le asalta el vago temor de que, a esas horas, vaya a exponerle un problema grave. Ella está incómoda, eso es obvio: rígida, sentada al borde de la silla. Él se cambia las gafas y entonces, cuando por fin la ve con detalle, nota que tiene los ojos un poco enrojecidos.
– ¿Te sucede algo? ¿Hay algún problema?
Sara le mira como si lo que fuera a contarle tuviera una trascendencia vital. Permanece en silencio, consternada, hasta que por fin toma la palabra.
– Es sobre Gaspar. -Lo dice rápido pero sin fuerza.
Una mueca de disgusto se dibuja en la cara de Víctor. No quiere hablar de Gaspar Ródenas. De hecho, preferiría no haber oído nunca ese nombre. Cambia el tono, y añade una nota de dureza a su voz.
– Sara. Lo de Ródenas -se siente incapaz de pronunciar su nombre- fue una tragedia. Nunca lo entenderemos. Es algo que escapa a la comprensión humana. Lo mejor que podemos hacer es olvidarlo.
A pesar de que ella asiente con la cabeza, como si estuviera de acuerdo, Víctor se arrepiente de haber comenzado esa conversación. Desvía la mirada hacia la calle: le encantaría disfrutar de una vista más elegante, como la avenida Diagonal; en los primeros momentos de éxito, cuando la crema anticelulítica, la estrella de su gama de productos, batía récords de ventas, llegó a pensar en trasladar las oficinas a un emplazamiento más regio. En cualquier caso, y aunque desde esa ventana ve las inhóspitas calles vacías de la Zona Franca, sigue teniendo ganas de salir del despacho, no de remover un tema que le parece oscuro y truculento.
– Ya lo sé -dice Sara-. Y eso he intentado. Lo intentamos todos… Sin embargo…
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