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Mary Clark: Última Oportunidad

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Mary Clark Última Oportunidad

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"Sterling Brooks no ha tenido una vida ejemplar. Por ello lleva esperando más de cincuenta años en la antesala del cielo. Unos días antes de Navidad, el consejo celestial decide proponerle un trato: entrará en el cielo si antes consigue hacer una buena obra en la tierra. Se trata de su última oportunidad. No le especifican cuál es su misión, y de pronto se ven en pleno Rockefeller Center, en medio de una multitud de patinadores, en busca de alguien que necesite un ángel. Así encuentra a Marissa, una niña de siete años, apenada por la desaparición de su padre y su abuela, que se han visto obligados a…"

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¿Qué esperaban papá y NorNor cuando se marcharon?, se preguntaba Marissa. NorNor decía siempre que si ella no estaba allí todas las noches el negocio se vendría abajo. «Es como mi sala de estar -solía decirle a Marissa-. Y una no invita gente a su casa si luego no va a estar presente.»

Si tanto amaba NorNor el restaurante, ¿por qué se había marchado? y si papá y la abuela la querían tanto como aseguraban, ¿por qué la habían abandonado?

Hacía casi un año que no los veía. Marissa cumplía años el día de Nochebuena. Tendría ocho ya, y aunque seguía muy enfadada con ellos, le había prometido a Dios que si sonaba el timbre por Nochebuena y se presentaban en casa, ella no volvería a portarse mal con nadie mientras viviera y ayudaría a su madre con los bebés y no pondría cara de fastidio cuando Roy contara las mismas estupideces una y otra vez. Si eso ayudaba, prometía incluso no volver a patinar sobre hielo en su vida, pero sabía que esa era una promesa que papá no querría que cumpliera, porque si realmente volvía alguna vez, seguro que la llevaba a patinar.

La música dejó de sonar, y la profesora de patinaje, la señorita Carr, que había llevado al Rockefeller Center como premio especial a una docena de alumnos, les indicó que era hora de irse. Marissa hizo una última pirueta antes de deslizarse hacia la salida. En cuanto empezó a quitarse los patines, el dolor volvió a hacer acto de presencia. Notó que le empezaba en el corazón, le llenaba el pecho y luego le subía como una marea hasta la garganta. Pero aunque le costó lo suyo, consiguió impedir que no le llegara a los ojos.

– Eres una gran patinadora -dijo uno de los monitores-. Seguro que cuando crezcas serás tan buena como Tara Lipinsky.

Lo mismo solía decide NorNor. Antes de que pudiera evitado, la vista se le empezó a nublar. Al volver la cabeza para que el monitor no viera que casi estaba llorando, fijó la vista en un individuo que estaba junto a la cerca que rodeaba la pista de patinaje. Llevaba un sombrero y una chaqueta bastante raros, pero tenía un rostro agradable y parecía sonreírle a ella.

– Espabila, Marissa -dijo la señorita Carr, y la niña, percatándose del tono de ligero enfado de la profesora, corrió a reunirse con los otros niños.

Está igual que siempre, pero a la vez es distinto, murmuró Sterling para sus adentros mientras contemplaba el Rockefeller Center. Por ejemplo, él lo recordaba mucho menos abarrotado de gente. No quedaba ni un palmo de espacio disponible. Había gente que llevaba bolsas cargadas de regalos, mientras otros se extasiaban contemplando el enorme árbol.

Este parecía más alto que el último que Sterling había visto allí -hacía cuarenta y seis años- y tenía más luces de las que él recordaba. Era un árbol espléndido, pero su luz era muy diferente de la que él había experimentado estando en la sala de conferencias celestial.

Aunque se había criado en la Diecisiete, junto a la Quinta Avenida, y había vivido casi todo el tiempo en Manhattan, le invadió una repentina nostalgia de la vida celestial. Necesitaba encontrar a la persona a quien supuestamente debía ayudar a fin de llevar a cabo su misión.

Dos niños se dirigían corriendo hacia él. Sterling se apartó para que no se le echaran encima, y advirtió entonces que había chocado con una mujer que estaba admirando el árbol.

– Usted perdone -dijo- Espero no haberle hecho daño.

Ella no le miró ni dio señales de haberle oído, ni siquiera de haber notado el encontronazo.

No sabe que estoy aquí, comprendió Sterling.

Se sintió momentáneamente afligido. ¿Cómo vaya ayudar a alguien si esa persona no puede verme ni oírme?, se preguntó. El consejo me ha abandonado a mi suerte.

Miró los rostros de los transeúntes. Charlaban, reían, cargaban paquetes, señalaban el árbol. Nadie parecía tener ningún problema acuciante. Pensó en lo que había dicho el almirante sobre ayudar a una anciana a cruzar la calle. Tal vez podría encontrar alguna.

Aceleró el paso hacia la Quinta Avenida y le sorprendió el gran volumen de tráfico. Al pasar frente a un escaparate se detuvo, pasmado al ver su propio reflejo. Los demás no podían verle, pero él a sí mismo sí. Observó su aspecto en el espejo. No está mal, muchacho, se dijo. Era la primera vez que se veía reflejado desde aquella fatídica mañana en que partiera camino del campo de golf. Observó sus cabellos salpicados de gris, en las primeras fases de calvicie, sus rasgos más bien angulosos, su cuerpo delgado y recio. Llevaba puesta su indumentaria de invierno: una trinchera de color azul Oscuro con cuello de terciopelo, su sombrero favorito -un homburg de fieltro gris- y guantes grises de cabritilla. Al fijarse en cómo iba vestida la gente, comprendió que sus prendas habían pasado de moda.

Si pudieran verme, decidió, pensarían que voy a un baile de disfraces.

Al llegar a la Quinta, miró hacia el norte de la ciudad. Su mejor amigo había trabajado en American President Lines. La oficina había desaparecido.

Se dio cuenta de que muchos de los comercios y empresas que él recordaba ya no estaban donde siempre. Bueno, pensó, es que han pasado cuarenta y seis años. Veamos, ¿dónde está esa ancianita que necesita ayuda para cruzar?

Fue como si los del consejo le hubieran oído.

Una mujer mayor que usaba bastón estaba empezando a cruzar en el momento en que el semáforo se ponía rojo. Eso es peligroso, pensó él, a pesar de que los coches iban a paso de tortuga.

Dio varias zancadas y se apresuró a ayudarla, pero le fastidió ver que un joven se le había adelantado y estaba cogiendo del codo a la mujer.

– Déjame en paz -gritó ella- Me las he apañado durante mucho tiempo sin que alguien como tú trate de robarme mi libro de bolsillo.

El joven murmuró algo por lo bajo, le soltó el brazo y la dejó en medio de la calzada. Sonaron cláxones, pero el tráfico se detuvo mientras la anciana, con toda la calma del mundo, caminaba hasta la otra acera.

Está claro, pensó Sterling, que el consejo no me ha enviado a la tierra por esa persona.

Había una larga cola delante del escaparate de Saks que daba a la Quinta Avenida. Se preguntó qué estarían mirando que fuera tan especial. Recordó que allí no solía haber más que prendas de vestir.

Por el rabillo del ojo pudo ver las agujas de la catedral de San Patricio, y eso le hizo concentrarse de nuevo en su tarea.

A ver si lo entiendo, pensó. Me han enviado para que ayude a alguien y he aterrizado en el Rockefeller Center. Eso indica, sin duda, que la búsqueda debe empezar allí. Y Sterling desandó el camino.

Con gran atención, se dedicó a observar las caras de las personas con las que se cruzaba. Pasó una pareja, los dos vestidos con prendas ajustadas de cuero negro, los dos también con aspecto de que les hubieran cortado la cabellera. Para completarlo, llevaban la nariz y las cejas perforadas. Procuró no quedarse mirando. Los tiempos han cambiado, vaya que sí, pensó.

Mientras caminaba, tuvo la impresión de que algo le empujaba de nuevo hacia el majestuoso árbol navideño que constituía el mayor atractivo del Rockefeller Center en esas fechas.

Vio que tenía cerca a otra pareja, esta vez vestida de manera más tradicional. Iban cogidos de la mano y parecían muy enamorados. Tuvo la sensación de estar fisgando, pero necesitaba oír lo que decían. Algo le sugirió que el joven estaba a punto de pedirle que se casara con él. Ánimo, pensó.

Antes de que sea demasiado tarde.

– Creo que ha llegado el momento -dijo el joven.

– Por mí, vale. -A la chica le brillaban los ojos.

¿Dónde está el anillo de boda?, se preguntó Sterling.

– Nos iremos a vivir juntos y dentro de seis meses veremos qué tal ha ido la cosa.

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