Marissa apenas si pudo susurrar «Oh, papá».
Su alegría era tan grande que no pudo decir otra cosa. Y entonces notó que alguien apoyaba una mano en su hombro. Levantó la vista y allí estaba: su amigo, el que llevaba aquel sombrero tan raro y que era una especie de ángel.
– Adiós, Marissa -dijo él sonriente, y desapareció.
En un santiamén, Marissa subió a su cuarto, cerró la puerta, agarró la silla y se puso encima de puntillas para alcanzar los regalos que había apartado antes. Pero mientras bajaba las cajas, algo cayó del estante y aterrizó junto a sus pies.
Marissa se agachó y contempló aquel pequeño adorno navideño que no había visto jamás. Era un ángel vestido igual que su amigo.
– Llevas el mismo sombrero -dijo mientras lo levantaba y le daba un beso. Luego se lo acercó a la mejilla y miró al cielo por la ventana-. Me habías dicho que no eras exactamente un ángel -susurró-. Pero yo sé que lo eres. Gracias por cumplir tu promesa de ayudarme. Te quiero.
Cuando Sterling entró en la sala de conferencias del Consejo Celestial y vio las miradas aprobadoras de los santos, supo enseguida que había cumplido satisfactoriamente su misión.
– Vaya, ha sido muy emocionante -dijo el almirante con desacostumbrada ternura.
– ¿Os habéis fijado en la cara de esa niña? -Suspiró la monja-o Es imposible estar más radiante de felicidad, al menos en la tierra.
– No pude evitar quedarme hasta ver a Marissa en brazos de su padre -explicó Sterling-. Después volví al restaurante con ellos. Fue una fiesta preciosa. Corno ya sabéis, la noticia de que volvían corrió corno la pólvora, y todo el mundo acudió para darles la bienvenida.
– Casi se me saltan las lágrimas cuando Billy cantó la canción que había escrito para Marissa -observó la reina.
– Me parece que va a ser un exitazo -sentenció el torero.
– Va a hacer un disco con esa y las otras canciones que compuso mientras estuvo fuera -les recordó Sterling-. Ha sido un año muy duro para él, pero ha sabido aprovecharlo.
– Igual que tú -dijo el pastor.
– Desde luego que sí -murmuraron todos asintiendo con la cabeza.
– No solo encontraste a quien ayudar y usaste la cabeza para encontrar una solución a su problema, sino que también has actuado de corazón -dijo el indio, muy orgulloso de Sterling.
– Y salvaste a Charlie Santoli de la vida que estaba llevando -añadió la monja.
Tras unos momentos de silencio, el monje se levantó y dijo:
– Sterling, la celebración de la Natividad está a punto de comenzar. El consejo ha decidido que no solo te has ganado una visita al cielo, sino también tu permanencia allí. Es hora de que te llevemos hasta sus puertas.
– Un momento -dijo Sterling-. Tengo algo que pediros.
El monje se lo quedó mirando.
– ¿Qué se te habrá ocurrido pedir en un momento como este?
– Os estoy profundamente agradecido a todos.
Como sabéis, anhelo estar en el cielo. Pero he disfrutado tanto de esta experiencia que, si me lo permitís, desearía volver a la tierra siempre que sea
Navidad y buscar a alguien que necesite ayuda. No sabía yo la satisfacción que podía dar echar una mano al prójimo.
– Hacer felices a los demás es uno de los mayores goces del ser humano -le dijo el monje-. Has aprendido la lección mejor de lo que esperábamos. Bien, ahora acompáñanos.
Mientras se acercaban, las puertas del cielo se abrieron ante ellos revelando una luz más brillante que un millar de soles, más que nada de lo que Sterling hubiese podido imaginar jamás. Se sintió invadido por una gran paz interior. Estaba yendo hacia la luz; formaba parte de esa luz. Los miembros del consejo se apartaron y él continuó andando, despacio y con reverencia. Fue consciente de que había allí un grupo muy numeroso de personas.
Notó que una mano tocaba la suya.
– Deja que vaya contigo, Sterling.
Era Annie.
– Los otros nuevos van delante de nosotros -susurró-. Han llegado todos juntos. Sus vidas terminaron trágicamente, y aunque han encontrado la alegría eterna, están angustiados por los seres queridos que han dejado en la tierra. Pero encontrarán la manera de enviarles ayuda y consuelo. -Hizo una pausa-. Escucha, la celebración va a empezar.
Sonó una música, en crescendo. Sumándose a los ángeles y a los santos y a todas las almas del cielo, Sterling siguió andando hacia la luz mientras entonaba:
«Glory to the newborn King…»
Mary Higgins Clark, Carol Higgins Clark
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