Mary Clark - Última Oportunidad

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"Sterling Brooks no ha tenido una vida ejemplar. Por ello lleva esperando más de cincuenta años en la antesala del cielo. Unos días antes de Navidad, el consejo celestial decide proponerle un trato: entrará en el cielo si antes consigue hacer una buena obra en la tierra. Se trata de su última oportunidad. No le especifican cuál es su misión, y de pronto se ven en pleno Rockefeller Center, en medio de una multitud de patinadores, en busca de alguien que necesite un ángel. Así encuentra a Marissa, una niña de siete años, apenada por la desaparición de su padre y su abuela, que se han visto obligados a…"

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En la sala, el Consejo Celestial estaba siguiendo las actividades de Sterling con gran interés.

– ¿Os habéis fijado en lo triste que parecía cuando Marissa ni siquiera notó su presencia en el restaurante? -dijo la monja-. El pobre estaba muy afligido.

– Era una de las primeras lecciones que queríamos que aprendiese -afirmó el monje-. Durante su vida, muchas personas le pasaron desapercibidas, demasiadas. Las miraba sin verlas.

– ¿Os parece que Heddy- Anna aparecerá pronto por nuestra sala de espera?, -preguntó el pastor. Les ha dicho a sus hijos que se estaba muriendo.

La enfermera sonrió:

– Ha utilizado un truco de manual para hacer que sus hijos vayan a verla. Está fuerte como un toro.

– Pues no me gustaría vérmelas con ella en el ruedo -comentó irónico el torero.

– Ese abogado está en un verdadero apuro -dijo la santa que le había recordado a Pocahontas-. A menos que tome una decisión drástica, cuando le llegue la hora no va a poder hablar con nosotros.

– El pobre Hans Kramer está desesperado -observó la monja-. Los hermanos Badgett no tienen piedad.

– Su sitio está en el calabozo -sentenció el almirante.

– ¿Lo habéis oído? -dijo la reina, perpleja-. Van a prender fuego al almacén de ese pobre hombre.

Los santos se quedaron callados y reflexionaron tristemente sobre la inhumanidad del hombre para con el hombre.

Los asistentes corrieron frenéticamente a entregar los coches a los invitados que salían en tromba de la casa. Sterling se apoyó en un pilar del porche, empeñado en oír las reacciones de los que partían.

– ¡Qué espectáculo!

– Que les devuelvan el dinero. Ya pondré yo los dos millones de esa ala -dijo una señora mayor.

– Me ha recordado la película Tira a mamá del tren . Es lo que esos dos están pensando ahora mismo, me juego algo -dijo con sorna el marido de una miembro de la junta.

– Al menos la comida era buena -terció alguien.

– Os habéis fijado en que no han vuelto a pisar Valonia desde que se fueron. Y no me extraña.

– Has visto la pinta que tenía la madre, ¿eh?

Sterling advirtió que los dos senadores estaban gritando a sus respectivos ayudantes mientras salían de allí. Probablemente les preocupaba que pudieran aparecer en la prensa amarilla por haber acudido a la fiesta de unos mafiosos, pensó Sterling. Si supieran lo que Junior piensa hacerle a ese pobre hombre… Estaba impaciente por montar en el coche de Nor y Billy y oír sus comentarios sobre todo lo que había sucedido.

Un invitado, que sin duda se había endosado tantos vodkas como grappa la madre de los Badgett, empezó a cantar el «Cumpleaños feliz» en valonio, pero no tenía la partitura marcada fonéticamente y pasó a hacerla en inglés. Se le sumaron otros invitados, a quienes tampoco les iba ni les venía.

Sterling oyó a uno de los criados preguntar a alguien si su coche era un monovolumen. ¿Qué será eso?, se preguntó Sterling. Momentos después el ayudante regresaba montado en uno de aquellos pequeños camiones. Ah, entonces es eso, pensó Sterling. ¿Qué significará monovolumen?

El monovolumen de Billy estaba aparcado en la parte de atrás. No quiero que se me escapen, pensó Sterling. Dos minutos después, cuando aparecieron Nor y Billy cargados con su equipo, él ya estaba en el asiento de atrás.

Por las caras que ponían, era evidente que estaban muy preocupados.

Sin decir palabra, cargaron el coche, montaron y se sumaron a la cola de vehículos que enfilaba ya el camino particular. No abrieron la boca hasta que estuvieron en la carretera. Entonces Nor preguntó:

– Billy, ¿tú crees que decían en serio lo de quemar ese almacén?

– Seguro que sí, y tenemos suerte de que no sepan que lo hemos oído.

Oh, pensó Sterling. El abogado de los Badgett -¿cómo se llamaba? Sí, Charlie Santoli- os ha visto salir del despacho. Si se lo cuenta a los hermanos, estáis listos.

– Todo el rato tengo la impresión de que ya había oído esa voz, la que dejó el mensaje en el contestador -dijo Nor despacio-. ¿Te has fijado en el acento, Billy?

– Ahora que lo dices, sí -concedió él-. Pero pensaba que el tipo estaba tan nervioso que no le salían las palabras.

– No era eso. Quizá tiene algún defecto de pronunciación. Yo creo que ha estado alguna vez en el restaurante. Ah, si pudiera recordar quién es, podríamos ponerle sobre aviso.

– Cuando lleguemos al restaurante, telefonearé a la policía -dijo Billy-. No quiero utilizar el móvil.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio.

Sterling compartía su nerviosismo en el asiento de atrás.

Eran casi las nueve cuando entraron en Nor's Place. El local estaba atestado. Nor trató de saludar a la gente sin entretenerse. En el mismo momento, ella y Billy divisaron a uno de sus viejos amigos,

Sean O'Brien, inspector retirado, que estaba sentado a la barra.

Billy y Nor se miraron.

– Vaya pedirle que se siente con nosotros. Él sabrá lo que hay que hacer -propuso Billy.

Con una sonrisa forzada, Nor fue a sentarse a su mesa de siempre. Desde allí podía supervisar el negocio y saludar a su clientela. Sterling se sentó con ella en la misma silla que había ocupado unas horas antes.

Billy se acercó a la mesa acompañado de Sean O'Brien, un tipo fornido de cincuenta y tantos años, con una buena mata de pelo castaño entrecano, unos ojos despiertos y una sonrisa simpática.

– Felices fiestas, Nor -empezó, e inmediatamente presintió que algo andaba mal-. ¿Qué ocurre? -preguntó de sopetón mientras tomaba asiento.

– Los hermanos Badgett nos habían contratado para una fiesta que daban esta tarde -empezó Nor.

– ¿Los hermanos Badgett? -O'Brien arqueó una ceja, y escuchó con atención lo que le contaban sobre el mensaje en el contestador automático y la respuesta de Junior Badgett.

– La voz me sonaba -dijo Nor-. Estoy segura de que ese hombre ha venido aquí alguna vez.

– Los federales llevan años tratando de cazar a esos dos, Nor. Son más escurridizos que un pescado en aceite de oliva. Dos auténticos criminales. Si era una llamada local, no me extrañaría que mañana los periódicos hablen de un almacén consumido por el fuego.

– ¿Podemos hacer algo para impedírselo? -preguntó Billy.

– Yo puedo avisar a los federales, pero esta gente casi no da abasto. Sabemos a ciencia cierta que tienen gente apostada en Las Vegas y Los Ángeles. Ese mensaje pudo venir de cualquier parte, pero independientemente de eso, el almacén no tiene por qué estar en esa zona.

– Yo no sabía que los Badgett eran tan mala gente -dijo Billy-. Uno oye rumores, pero que yo sepa tienen concesionarios de coches y de yates…

– Sí, poseen una docena de negocios legales -dijo O'Brien-. Es su manera de blanquear el dinero. Haré algunas llamadas. Los federales querrán tenerlos bajo vigilancia, pero esos tipos nunca se ensucian las manos.

Nor se frotó la frente. Parecía preocupada.

– Ya sé por qué me sonaba esa voz. Un momento. -Hizo señas a un camarero-. Sam, dile a Dennis que venga. Tú ocúpate de la barra.

O'Brien la miró.

– Es mejor que nadie sepa que oísteis esa conversación.

– Confío plenamente en Dennis -dijo Nor.

La mesa se está llenando, pensó Sterling. Tendré que levantarme. Notó que alguien apartaba la silla y se puso en pie de un salto. No quería que

Dermis se sentara en su regazo.

_… y, Dermis, estoy segura de haber oído esa voz aquí en el restaurante -concluyó Nor minutos después-. Tenía un acento especial. Sí, pudo ser cosa de los nervios, pero he pensado que quizá viene de vez en cuando y charla contigo en la barra.

Dennis negó con la cabeza.

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