Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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La noche anterior había visto al fantasma allí arriba, en aquel dormitorio, lo había visto de verdad. Ya no cabía ninguna posibilidad de que sólo existiera en su imaginación. Steph y Shoshana tenían razón. No se trataba simplemente de que estuviera muy mal de los nervios, de que el estrés del trabajo lo estuviera afectando, todas las presiones por parte de Ed, su preocupación y anhelo por Nerissa, los recuerdos de su niñez. Había visto al fantasma de verdad.

19

El dolor de espalda no dejaba dormir a Mix. De no haber tenido tanto miedo del fantasma de Christie, hubiera bajado al cuarto de baño de la vieja Chawcer para ver si tenía somníferos. Seguro que sí, esas ancianas solían tenerlos. No obstante, la mera idea de abrir la puerta de su piso y ver ese rostro de rasgos marcados y expresión perdida, esos ojos mirándole fijamente desde detrás de las gafas, actuó como una espantosa fuerza disuasoria. En lugar de somníferos, se tomó unos analgésicos, esos de quinientos miligramos que, según le dijo el farmacéutico, eran los más fuertes que podías comprar sin receta. No resultaron lo bastante fuertes y el dolor ardiente y punzante continuó. La última vez que había sentido un dolor semejante fue cuando Javy le había pegado una paliza después de acusarlo de lo que le había intentado hacer a Shannon.

A las cinco de la mañana, tras tomar una taza de café con una tostada, se obligó a empezar de nuevo. Comenzaba a clarear, el amanecer teñía el cielo de rojo y gris y la hierba estaba cubierta de escarcha, pero no tanto como para endurecer aún más el suelo. Había descubierto que no había nada como saber que tenías que hacer algo, no tenías más remedio que obligarte a seguir con ello y hacerlo. Seguro que no podían traer a la vieja Chawcer de vuelta a casa antes de mediodía, ¿no? En cualquier caso, aunque lo hicieran no podrían entrar. Mix ya sabía que físicamente era incapaz de cavar ni siquiera hasta alcanzar una profundidad de un metro ochenta, lo cual eran unos centímetros más de lo que medía él. Era imposible. Bastaría con poco más de un metro, tendría que bastar con eso.

Los gansos habían estado encerrados durante la noche, pero entonces, cuando el hindú con el turbante y la bata de pelo de camello les abrió la puerta, salieron graznando. Mix había visto o leído en alguna parte que los gansos eran muy buenos guardianes. Él no quería que lo vigilaran. A Otto no se le veía por ninguna parte. Siguió cavando, aceptando el dolor, consciente de que debía hacerlo, pero, de vez en cuando, seguía preguntándose si no se estaba provocando daños irreparables en la espalda, si no estaría haciendo de sí mismo un inválido de por vida. Se preguntó de nuevo cómo lo había hecho Reggie y cómo, llegado a ese punto, había logrado permanecer tan calmado, firme y tranquilo cuando se veía sorprendido por la llegada de alguna persona, por las preguntas, por su propia esposa. «Tal vez él estaba loco y yo no lo estoy -pensó Mix-. O quizá yo estoy loco y él estaba cuerdo y era un hombre fuerte y valiente.» Cuando casi eran las diez, sacó la última palada de tierra y se sentó en el suelo frío y húmedo para descansar.

– Quiero irme a casa -dijo Gwendolen-. Ahora mismo.

– Supongo que podría llamarte a un taxi.

La enfermera de sala le había dicho a Queenie Winthrop que una ambulancia llevaría a Gwendolen a su casa a las cuatro de aquella tarde. «Como muy pronto.»

– El precio de los taxis es escandaloso -repuso Gwendolen-. Los fines de semana son más caros.

– Ya lo pagaré yo.

Gwendolen replicó con esa risita forzada tan propia de ella, pero que nadie había oído durante los últimos días.

– Nunca he aceptado caridad de nadie y no voy a empezar a hacerlo ahora. Seguro que conoces a alguien que tenga coche.

– Antes Olive conducía, pero ha dejado que le caduque el carnet.

– Sí, eso resulta muy útil. ¿Y qué me dices de su sobrina, la señora con el nombre africano?

– Ah… es que no puedo pedírselo, Gwendolen.

– ¿Y por qué diantre no puedes? Lo único que puede pasar es que te diga que no, pero sería muy grosero por su parte si lo hiciera.

Hazel Akwaa y su hija estaban tomando un café en la casa de Hazel en Acton. O, mejor dicho, Hazel bebía café y Nerisa agua mineral con gas, con hielo y una rodaja de limón. Antes de que sonara el teléfono habían estado discutiendo el atuendo que Hazel iba a llevar aquella noche a la cena en casa de Darel Jones y Nerissa se estaba ofreciendo a prestarle la única prenda que poseía en la que podía caber su madre, un grueso caftán de seda bordada. La joven oyó que su madre decía:

– ¿Ir a recoger a Gwendolen Chawcer al hospital para llevarla a su casa? No podría hacerlo hasta más tarde. Mi esposo se ha llevado el coche.

– Dile que ya lo haré yo -dijo Nerissa.

De modo que se dirigieron juntas a Paddington, se acercaron a Campdem Hill Square a por el caftán y lo colgaron en la parte de atrás metido en una funda para guardar ropa. Incluso Gwendolen Chawcer era capaz de ablandarse lo suficiente al verse frente a una verdadera amabilidad, y cuando se dio cuenta de que lo hacían para evitar que permaneciera más tiempo del necesario en el hospital, se mostró muy cortés con Nerissa. Por primera vez, en compañía de una mujer joven, se contuvo de comentar lo ceñidos que eran sus vaqueros, el color y la longitud de sus uñas, el escote de su blusa y la altura de sus tacones, y sonrió y dijo lo muy considerada que era Nerissa renunciando a su sábado por la mañana para «transportar a una criatura anciana como yo».

Llegaron a Saint Blaise House exactamente a mediodía. Queenie Winthrop, que no había sido invitada a acompañarlas, pero que lo había hecho de todos modos, ofreció a Gwendolen una versión muy mordaz, y que se prolongó durante todo el viaje, de su intento de entrar en la casa para realizar los últimos preparativos para el regreso de su propietaria.

– Tenía una llave, por supuesto. Pero, por extraordinario que parezca, me encontré con la puerta cerrada y el cerrojo echado. Sí, con el cerrojo echado. Es increíble, ¿no te parece? Quizás a ese tal señor Cellini le pone nervioso estar solo en la casa, no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que la puerta estaba cerrada a cal y canto. Llamé al timbre una y otra vez, aporreé la puerta e hice ruido con el buzón. Cuando vi que no servía de nada, alcé la mirada y lo vi fugazmente agachándose para esconderse. ¿Y en qué ventana crees que estaba, Gwendolen? En la que da a la calle, la de en medio del primer piso. La ventana de tu dormitorio. Estoy prácticamente segura. ¿Qué te parece todo esto?

– Podría parecerme algo si estuvieras absolutamente segura de ello. Pero no lo estás, ¿verdad?

Queenie no respondió. A veces Gwendolen se pasaba un poco. Con aire ofendido y una expresión fría, la ayudó a bajar del automóvil, pero no se sorprendió cuando, al acercarse a la puerta principal, sacudió el brazo para zafarse e introdujo la llave en la cerradura. A pesar de haberse burlado de la versión de Queenie en cuanto al comportamiento de Mix Cellini, casi se esperaba no poder entrar en su propia casa y mientras hacía girar la llave ya estaba pensando en las invectivas injuriosas que iba a dirigirle y que culminarían con la orden de que se marchara de allí. Sin embargo, la puerta se abrió deslizándose con facilidad.

Entraron todas y se despojaron de los abrigos. Cuando cruzaban el vestíbulo para dirigirse al salón, Mix salió proveniente de la cocina. Quedó muy desconcertado al verlas allí tan temprano, y encantado a la vez que inquieto al ver a Nerissa, aunque ya había finalizado su tarea hacía media hora y sólo había vuelto a bajar para comprobar que no hubiera dejado ninguna prueba que lo incriminara. Fue el hecho de ver a Nerissa lo que lo dejó paralizado frente a Gwendolen. De no ser por ella, Mix las hubiese saludado de pasada y hubiera subido penosamente las escaleras con la mano contra su espalda dolorida.

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