Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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El tiempo seguía siendo como el que la gente califica de espléndido. Él hubiese preferido que hiciera un día frío y gris, pues el sol y el calor hacían que los vecinos salieran al jardín. Las personas que cuidaban los suyos a la perfección estaban disfrutando de una bebida sentados a una mesa metálica de color blanco bajo un parasol a rayas. Desde sus asientos, algunos de ellos podían ver fácilmente lo que Mix estaba haciendo. Cogió la pala y la horca del cobertizo y encontró un lugar donde el suelo que se divisaba entre los robustos hierbajos parecía más blando que el de otras zonas, arcilloso y duro como una piedra. Cavar era un trabajo que no requería habilidades especiales, de modo que cualquiera podía hacerlo y lo más probable era que le resultara pan comido. Sin embargo, nada más empezar la pala se negó a hundirse en el suelo. Realizando un esfuerzo extremo pudo penetrar unos cinco centímetros en la capa de tierra superior. Después de eso bien podía ser roca lo que se encontró, de tan dura y aparentemente impenetrable que era. Puede que el pico fuera la solución, aunque utilizarlo le daba el mismo reparo que le daría manejar una guadaña. Lo fue a buscar al cobertizo y se fijó, con más recelo aún, en que la herramienta estaba corroída por el óxido. En el mango se veía una zona podrida.

Mix trató de balancear el pico tal como había visto hacer a los obreros en las calles, pero después de tres intentos fallidos tuvo miedo de herirse. Le sorprendió que para utilizar una herramienta como aquélla uno tuviera que estar más en forma de lo que él estaba. Tal vez se hubiera equivocado con respecto a las características del suelo en aquel punto. Se alejó del muro para acercarse más a la casa llevándose el pico y la horca consigo y con los hombros ya entumecidos. Desde allí, por encima del muro del fondo, alcanzaba a ver el jardín del otro lado, donde, en lugar de las gallinas de Guinea, dos gansos canadienses paseaban ufanos por entre la maleza. Un hombre con turbante y una mujer con sari estaban sentados en unas tumbonas leyendo; él, el periódico de la tarde, y ella, una revista. Aunque Mix los veía, no sabía si ellos podían verle a él. Quizá no tuviera importancia. Esas tumbonas eran las primeras que veía aparte de aquella en la que se había sentado su abuela cuando él era pequeño. Sin embargo, en lugar de hacerle pensar en ella y en sus rarezas, le recordaron a Reggie, quien había amueblado la cocina con unas tumbonas como aquéllas después de vender el mobiliario.

Empezó a cavar una vez más, pero esta vez utilizó la horca. Le fue mejor. Las puntas eran lo bastante afiladas para atravesar la capa superior y de forma paulatina Mix desarrolló una técnica para clavar la horca de manera perpendicular en lugar de ladeada que resultó más efectiva. Aprendió incluso a hundir más la herramienta para acometer el nivel de suelo más duro. Tuvo que hacerlo. Aunque perdió las esperanzas de llegar a casi los dos metros, la profundidad que según había oído debía tener una tumba, sabía que, como mínimo, tenía que conseguir cavar un poco más de un metro.

Al cabo de aproximadamente una hora descansó. Tenía la pechera de la camiseta empapada de sudor. Necesitaba beber algo, aunque fuera té, pero tenía miedo de que si entraba, tal vez no pudiera volver a salir. La idea un tanto optimista de que quizá con perseverancia los músculos se acostumbrarían al esfuerzo y dejarían de dolerle no había quedado justificada. En cuanto se enderezó, un dolor ardiente le recorrió la espalda y el muslo derecho. Los hombros se le tensaron y agarrotaron en torno al cuello. Mientras intentaba destensarlos girando la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, vio que Otto lo estaba observando desde su acostumbrado asiento en el muro de enfrente. El gato se hallaba tan inmóvil que parecía una escultura de un museo, con sus ojos redondos y verdes fijos en Mix y la habitual expresión de desprecio malévolo en su cara. La pareja asiática había entrado en casa, dejando fuera las tumbonas.

Mix comenzó a cavar más hondo con la horca, pero había empezado a comprender que tendría que utilizar la pala por difícil que pudiera resultarle. Al ir a recogerla vio algo en lo que no se había fijado antes, un montón de plumas moteadas de color gris y negro. Sin duda fue su imaginación la que le hizo ver una satisfacción petulante en el rostro del gato cuando volvió a mirarlo. De todos modos, recordó lo que ocurrió la otra vez que atribuyó algo a su imaginación.

Era un trabajo pesado utilizar la pala. Con cada palada que daba era como si unas agujas afiladas se le clavaran en la parte baja de la espalda. «Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo, no tienes alternativa», mascullaba para sí mientras seguía dando paladas. Vio que se le estaban formando ampollas en las palmas de las manos. Aun así, tenía que continuar al menos media hora más.

El sol seguía siendo abrasador, aunque ya casi eran las seis. Un fuerte cacareo que pareció haber sonado junto a su oído lo sobresaltó. Alzó la mirada, temeroso de que el sonido fuera humano, y vio al hombre del turbante que arrojaba puñados de grano a los gansos. Éstos se empujaban al tiempo que emitían sus graznidos discordantes. Para sorpresa de Mix, el hombre asiático lo saludó alegremente con la mano, por lo que él tuvo que devolverle el saludo. Siguió cavando durante diez minutos más y entonces supo que tenía que dejarlo por aquel día. Continuaría por la mañana. De todos modos, tampoco le había ido mal del todo. Debía de haber cavado unos treinta centímetros.

Guardó las herramientas y se dio una vuelta por el lavadero para echar un vistazo al caldero y su contenido. Subió las escaleras con gran esfuerzo, agarrándose a la barandilla y deteniéndose a menudo. Recordó que, una vez más, había olvidado darle de comer al gato. De todos modos, el animal parecía comer bastante bien cuando dejabas que se las arreglara solo. ¿Cómo había logrado Reggie cavar esas tumbas en el jardín a pesar de ser mayor que él? A juzgar por las fotografías que Mix había visto, el lugar parecía igual de abandonado y lleno de maleza que aquél, y el suelo igual de duro. Él había afirmado tener dolores de espalda, por supuesto; era la razón que había alegado en el juicio de Timothy Evans para afirmar que no hubiera sido capaz de mover el cadáver de Beryl Evans. Quizás el hecho de cavar las tumbas le había provocado daños permanentes.

Mix no sabía ni cómo había conseguido remontar el tramo embaldosado. El dolor que sentía disipó cualquier pensamiento sobre el fantasma. Entró tambaleándose en su piso, se sirvió una ginebra con tónica bastante fuerte y se dejó caer en el sofá. Al cabo de media hora cogió el mando a distancia y encendió el televisor, cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato a pesar de la música rock que retumbaba en el aparato.

Lo despertó un ruido más fuerte. Estaba sonando el timbre de la puerta principal y alguien estaba haciendo ruido con el buzón y aporreando la puerta con los puños. Mix se acercó lentamente a la entrada de su piso y salió al rellano en lo alto del tramo embaldosado. Lo primero que pensó fue que era la policía. El hombre asiático les habría dicho que alguien estaba cavando una tumba en el jardín de la señorita Chawcer y habían acudido a comprobarlo. Últimamente tenían que alcanzar unos objetivos establecidos y no desaprovecharían la posibilidad de descubrir un crimen. Desde su piso Mix no veía el jardín ni la calle. Bajó un tramo de escaleras, luego otro, entró en el dormitorio de la vieja Chawcer y miró por la ventana.

Ya estaba oscureciendo. A la luz de las farolas vio que allí no había ningún vehículo policial ni el precinto que tanto había temido antes. El ruido cesó de pronto. Por el sendero apareció un haz de luz seguido de Queenie Winthrop, que llevaba una linterna en la mano. Mix se agachó cuando la mujer se dio media vuelta y miró hacia las ventanas. Supuso que había venido a controlarlo, a asegurarse de que había hecho la compra. Pues bien, tendría que quedarse sin saberlo. Él no iba a abrir esa puerta principal por nada ni por nadie hasta que hubiera terminado de enterrar el cadáver. Inició de nuevo el cansado ascenso.

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