Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Ésta fue la versión que le contó Wheatley a Wexford al cabo de tres días. Su esposa no sabía que había cambiado de parecer. Había acudido a la policía, decía, porque se sentía cada vez más indignado por el hecho de que la joven, a quien él no había tocado ni apenas dirigido la palabra excepto para decirle que tenía que detenerse y consultar el mapa de carreteras, le hubiera atacado sin que él le hubiese dado motivos y fuera a quedar impune.

– ¿Podría describirla?

Wexford esperaba resignadamente oír la clase de inútil descripción que le había dado Colin Budd. Sin embargo se llevó una sorpresa. Wheatley no parecía tener un gran sentido de la orientación, pero era observador y perspicaz.

– Era alta para ser una mujer: mediría uno setenta. Y joven, de unos diecinueve años. Tenía el pelo castaño o tirando a rubio y le llegaba hasta los hombros; gafas de sol, pese a que no brillaba el sol; y la piel clara. Me fijé en que tenía las manos muy blancas. Llevaba vaqueros, una blusa, creo, y chaqueta de punto. El bolso era oscuro, negro o azul marino.

– ¿Le dio la impresión de que vivía en Myringham? ¿De que iba a su casa?

– No me dio ninguna impresión. Cuando subió al coche dijo gracias. Sólo esa palabra: «gracias». Aparte de eso no abrió la boca. Yo le dije que iba a atravesar la ciudad en lugar de ir por la de circunvalación, pero ella no respondió. Luego le dije que iba a detener el coche para consultar el mapa, pero tampoco respondió. Sin embargo, cuando estiré el brazo…, y juraría que sin tocarla, contuvo la respiración o algo así. Ésos fueron los únicos sonidos que emitió: «gracias» y el que hizo al contener la respiración.

Era la misma joven que había atacado a Budd, cabía suponer. Pero si lo que decía Wheatley era digno de crédito, su apuñalamiento no tenía justificación, incluso aunque el ataque que había sufrido Budd la hubiera tenido. ¿Habría pensado la joven que al extender el brazo Wheatley no se proponía abrir la guantera sino agarrarle el hombro izquierdo? ¿O tocarle la rodilla? Estos ataques tenían algo de ridículo, y sin embargo el hecho de que se hubieran cometido dos significaba que no eran ridículos en absoluto, sino muy serios. La próxima vez podía haber una víctima mortal.

¿O la había habido ya?

El director de la sucursal del banco Anglian-Victoria de Pomfret, Skinner, guardaba un extraordinario parecido con Adolf Hitler que no se reducía sólo al bigotito cuadrado y al flequillo de pelo oscuro que le cubría la mitad de la frente. La cara era la misma, de rasgos regulares, mentón grande, nariz voluminosa y ojos pequeños con los párpados abultados. Pero todo esto habría pasado inadvertido sin el bigote y el flequillo, por lo que resultaba imposible no llegar a la incómoda conclusión de que el señor Skinner lo hacía a propósito. Sabía a quién se parecía y él acentuaba la semejanza. Wexford sólo podía encontrar un motivo para el hecho de que un director de banco quisiera parecerse a Hitler: el deseo de intimidar a sus clientes.

Su forma de ser, sin embargo, era la de una persona cordial, amable y simpática. E implacable también. Le era imposible tanto permitirle a Wexford investigar las cuentas bancarias de Williams como revelar cualquier información al respecto.

– ¿Ha dicho cuentas? ¿En plural? -preguntó Wexford.

– Sí. El señor Williams tiene dos cuentas corrientes en este banco. Y es probable que ya haya dicho más de lo que debiera.

– ¿Dos cuentas corrientes a nombre de Rodney Williams?

Skinner estaba de pie, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado, como Hitler mientras esperaba el tren de Franco en Hendaya.

– He dicho dos cuentas corrientes, inspector. Dejémoslo así, ¿de acuerdo?

Una para que le ingresaran el sueldo, pensó Wexford en el coche. ¿Y la otra? Los gastos de su casa de Kingsmarkham se cobraban de la cuenta de Kingsmarkham en la que él metía cada mes quinientas libras procedentes de la cuenta A de Pomfret. ¿Para qué servía la cuenta B entonces? Al fin y al cabo su esposa no conocía la existencia de la primera cuenta. A Williams le bastaba con ésta para ocultar a su esposa la cuantía de sus recursos. ¿Qué falta le hacía una tercera cuenta corriente?

Ahora estaban buscándole en el terreno medio arbolado que había entre Kingsmarkham y Forby. Sin embargo, desde el descubrimiento del bolso en la laguna no había salido nada más a la luz. Está muerto, pensaba Wexford. Tiene que estarlo.

Burden había estado en Pomfret hablando con la familia Harmer: la hermana, el cuñado y la sobrina de Joy Williams. John Harmer era farmacéutico y tenía una farmacia en High Street.

– Dicen que Joy estuvo con ellos aquella noche -le informó Burden-, pero yo no daría mucho crédito a sus palabras. Y no porque estén mintiendo intencionadamente, sino porque no se acuerdan. Ocurrió hace siete semanas. Además Joy va a verles a menudo por la tarde. Para ver la televisión con ellos en lugar de a solas, me imagino. Aunque supongo que se sentirá sola y querrá tener compañía. La señora Harmer está completamente segura de que fue a verles aquella tarde; el señor Harmer dice que así debe de ser si su esposa lo dice; y la hija no sabe. Sería extraño que una adolescente recordara cuándo viene su tía de visita.

Wexford le contó lo que le había dicho la telefonista de Sevensmith Harding.

– Claro que la joven ha podido equivocarse con las voces o convencerse a sí misma de que son la misma a fin de dar más dramatismo a la situación. Pero es más que posible que la mujer que llamó a Sevensmith Harding al día siguiente de que Williams se fuera para decir que estaba enfermo y la mujer que llamó tres semanas más tarde para preguntar por su paradero sean la misma. Y sabemos que la segunda vez fue Joy quien llamó. Cuando Williams desapareció, su esposa tenía mucho interés en que yo lo buscara. La siguiente vez, sin embargo, mostró mucho menos interés. De hecho, sólo puso impedimentos. La primera vez que hablé con ella no hizo ninguna referencia al hecho de que hubiera salido aquella tarde a última hora. Esto sólo lo mencionó la segunda vez. Joy siente devoción por su hijo Kevin. Su hija no es nada para ella; su hijo lo es todo… ¿Qué demonios ocurre?

Burden se había puesto bastante pálido y había endurecido el gesto. Tenía los brazos del sillón fuertemente cogidos con las manos.

– Nada. Continúa.

– Pues bien, su hijo llama a casa todos los jueves por la noche y aquel jueves en concreto era el primero de universidad después de las vacaciones. ¿No sería lo lógico que una madre que siente devoción por su hijo desee saber todo lo que preocupa a las madres en tales circunstancias? Si había tenido un buen viaje, si todo estaba en orden en su habitación, si se había readaptado a la vida universitaria… Sin embargo esta madre, que siente devoción por su hijo, no espera a que llame, sino que sale de casa, y no para acudir a una cita importante, a alguna fiesta a la que se hubiera comprometido a asistir meses atrás, sino para ir a ver la televisión en casa de su hermana. ¿Qué te sugiere todo esto?

Tras haber conseguido sobreponerse a lo que le había disgustado, Burden soltó una risa forzada.

– Pareces Sherlock Holmes hablando con Watson.

Desde su segundo matrimonio, Burden leía libros de vez en cuando, un cambio al que Wexford no acababa de acostumbrarse.

– No -dijo-, parezco más bien «un hombre de la respetable estirpe de Sussex, una estirpe que oculta un gran sentido común tras una gruesa y silenciosa fachada».

– Yo no diría «silenciosa». ¿Es una cita de Sherlock Holmes?

Wexford asintió.

– ¿Qué opinas? -dijo con tono más familiar.

– Que Joy está confabulada de alguna manera con su marido. Tienen montada una conspiración. No me atrevería a decir ni por qué ni para qué, pero el intento de que todo el mundo tenga la impresión de que Williams está muerto tiene mucho que ver con ello. Él salió de casa aquella tarde y ella lo hizo más tarde para reunirse con él lejos de la casa. No sé qué tendrían planeado hacer, pero lo cierto es que lo hicieron lejos de casa para que ni su hija Sara ni nadie más se enteraran. A la mañana siguiente Joy llamó a Sevensmith Harding para decir que su marido estaba enfermo. Naturalmente eso de que no sabía cuánto cobraba ni que era director comercial es una tontería. Luego él o ella escribió la carta en una máquina alquilada. Probablemente fue ella quien lo hizo. Al no saber cómo se dirigía su marido a Gardner, cometió el error de darle el tratamiento de «señor Gardner». Tanto el coche abandonado como el bolso de ropa de la laguna eran parte de un plan concebido para hacernos pensar que está muerto. Pero Joy se asustó al ver que la policía ponía más atención en el caso; ella quería que las cosas se desarrollaran a su ritmo. De ahí los impedimentos que ha puesto. He dicho que no sabía por qué, pero podría tratarse de un timo para cobrar el seguro, ¿no?

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