Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Dígame qué sucedió.

– Una joven me clavó un cuchillo en el pecho.

– Señor Budd, quiero una descripción detallada de lo ocurrido, todo lo que recuerde, comenzando por el motivo por el que estaba esperando al autobús en un descampado.

Budd hablaba con una voz quejumbrosa que siempre tenía cierto tono de indignación. Era una de esas personas que se creen con derecho a todo y que piensan que el mundo debe tratarles con una consideración exquisita.

– Eso no tiene nada que ver -respondió.

– Seré yo quien decida eso. Supongo que no estaría haciendo nada de lo que deba avergonzarse. Y si lo estaba haciendo, lo que me diga no saldrá de aquí.

– No sé de qué me está hablando.

– Dígame simplemente dónde estuvo anoche.

– Fui a jugar a billar -contestó con malhumor.

¡Qué idiota! Por la forma en que había respondido, daba la impresión de que había estado divirtiéndose con la esposa de un amigo en uno de los chalets que había en la colina.

– ¿En un club de billar?

– Los martes por la noche abren en la parte trasera del White Horse de Pomfret una sala para jugar a billar. Cierran a las diez. Anoche se me ocurrió volver a casa andando. -Budd movió el cuerpo, estremeciéndose un poco, para incorporarse en la cama-. Pero empezó a llover más fuerte y estaba calándome. Miré qué hora era y vi que faltaban diez minutos para que pasara el autobús de las once menos veinte. Me encontraba muy cerca de la parada.

– Siempre he pensado que los mecánicos de automóviles tienen su propio vehículo.

– Tuve un accidente con él. Le están poniendo un guardabarros nuevo en el taller. Iba a poco más de cuarenta por hora cuando una mujer salió de una bocacalle…

Wexford le cortó.

– De modo que llegó a la parada de autobús, a la marquesina… ¿Qué ocurrió entonces?

Budd lo miró y luego desvió los ojos.

– Había una chica allí, sentada en el banco, y yo me senté a su lado.

Wexford conocía bien aquella parada de autobús. Tenía tres metros de largo, y el banco o asiento era medio metro más corto.

– ¿A su lado? -preguntó-. ¿O en la otra punta del banco?

– A su lado. ¿Importa acaso?

Wexford pensó que quizá sí. En Inglaterra, al menos, para bien o para mal, para mejorar la vida social o para empeorarla, un hombre de rectas intenciones que va a sentarse en un banco público en el que hay una mujer sentada se pone lo más lejos posible de ésta. Una mujer hace probablemente lo mismo si hay una mujer o un hombre en el banco, y también un hombre si quien está sentado es otro hombre.

– ¿La conocía? ¿La había visto alguna vez?

Budd negó con la cabeza.

– ¿Habló con ella?

– Sólo para decir que estaba lloviendo.

Eso ya lo sabía, pensó Wexford. Clavó la mirada en Budd, que añadió:

– Le dije algo como que era una pena que estuviéramos pasando un mes de mayo tan malo, porque hacía que el invierno se alargara. Entonces sacó un cuchillo del bolso y me lo clavó.

– ¿Así, sin más? ¿Usted no le dijo nada más?

– Ya le he dicho lo que le dije.

– ¿Entonces estaba loca o qué? ¿Cómo es posible que una joven apuñale a un hombre sólo porque éste le dice que está lloviendo?

– Lo único que le dije fue que en circunstancias normales ya me habrían devuelto el coche y habría podido llevarla a casa.

– Es decir, intentó ligar con ella.

– Pues sí. ¿Qué tiene de malo? No la toqué. No hice nada que pudiera asustarla. Eso fue todo lo que le dije: que habría podido llevarla a casa. Entonces sacó su cuchillo y me apuñaló cuatro o cinco veces. Yo me puse a gritar o algo así, y ella salió huyendo.

– ¿Podría reconocerla si la viera ahora?

– No le quepa duda.

– Descríbamela.

Budd le dio una descripción tan confusa como Wexford se esperaba. No sabía si era alta o baja, gorda o delgada, ya que sólo la había visto sentada y creía que llevaba un chubasquero. Un chubasquero delgado de un color claro. Era rubia, eso sí lo sabía. Llevaba un sombrero o un pañuelo, pero por debajo le asomaban unos mechones rubios. Tenía una cara corriente; él no diría que era bonita. Wexford empezó a preguntarse por qué se habría sentido atraído por ella. ¿Por el mero hecho de que fuera una mujer joven? Tendría unos veinte años, dijo Budd. Bueno, quizá veinticinco o veintiséis. Cuando Wexford le instó a que fuera más preciso, añadió que podía tener entre dieciocho y treinta años. No se le daba bien calcular edades. De todos modos era bastante joven.

– ¿Recuerda algún detalle más sobre ella?

Una enfermera había entrado en la habitación y estaba aguardando impacientemente. Wexford sabía lo que estaba a punto de decir; podría haberle escrito el guión: «Bien, creo que ya es suficiente. Ya es hora de que el señor Budd descanse…» La enfermera se acercó a la cama, descolgó la gráfica de Budd y empezó a leerla con el entusiasmo y la concentración de un investigador que acabara de encontrar la clave para descifrar un jeroglífico.

– Llevaba una bolsa. La cogió antes de salir huyendo.

– ¿Qué clase de bolsa?

– Una de plástico como las que se utilizan para la basura. Negra. La cogió, se la echó al hombro y salió corriendo.

– Creo que es suficiente por ahora -dijo la enfermera, desviándose un poco del texto de Wexford.

Se levantó. Lo que le había contado Budd le sugería una imagen extraordinaria que le estimulaba la imaginación. La noche, lluviosa y oscura; el resplandeciente cuchillo, clavado con resolución, casi con furia; la joven, huyendo a toda prisa bajo la lluvia con una bolsa al hombro. Era como una ilustración sacada de un libro de Andrew Lang, esquiva, siniestra, como de otro mundo.

6

¿A qué se habría referido Burden cuando dijo que Jerry estaba preocupada por algo que había permitido descubrir la amniocentesis? Wexford no dejaba de darle vueltas. Se había despertado dos veces por la noche y la pregunta le había venido a la cabeza. Sentado en el coche, mientras le llevaban a Myringham, vio a una mujer en la acera con un niño que padecía el síndrome de Down y la pregunta volvió a su mente.

No había querido hacérsela a Burden. Uno no hacía esa clase de preguntas a un futuro padre. ¿Habría algún pequeño defecto que podría no importarle al padre pero a la madre sí? Era algo grotesco, ridículo. No había nada. Cualquier defecto sería una tragedia. A Wexford le cruzó por la cabeza desde una sordera parcial a un soplo al corazón, pasando por deformidades en el paladar o los labios. Sin embargo el examen no habría permitido saber tales cosas. ¿Un cromosoma de más? En este terreno su ignorancia era supina. Pensó en sus propias hijas, que eran perfectas, estaban siempre sanas y no le daban ningún quebradero de cabeza, y sintió una oleada de cariño hacia ellas.

Aquello le recordó que tenía en el bolsillo un programa de la temporada de verano del Teatro Nacional. Sheila era miembro de la compañía y ésta era la primera temporada que iba a desempeñar papeles de protagonista. De ahí que hubiera renunciado a seguir trabajando en Aeropuerto. Sacó el programa y le echó un vistazo. Dora le había pedido que decidiera qué días iba a ir a Londres para ver las tres obras en las que intervenía Sheila. Por razones obvias siempre tenía que ser él quien tomara aquella clase de decisiones.

La última de Stoppard; El pequeño Eyolf, de Ibsen; y Los Cenci, de Shelley. Wexford había oído hablar de El pequeño Eyolf, pero no la había visto ni leído. En cuanto a Los Cenci, hubo de reconocer que no sabía que Shelley hubiera escrito obras de teatro. Pero ahí estaba: «Percy Bysshe Shelley.» Y la descripción de la obra era una tragedia en cinco actos. Cuando estaba apuntando provisionalmente en el programa un viernes de julio y dos sábados de agosto, Donaldson, su chófer, aparcó en la acera delante de Sevensmith Harding.

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