Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Miles Gardner estaba esperándolo y salió rápidamente a su encuentro con un paraguas. Aquello hizo sentir a Wexford como si perteneciera a la realeza. Atravesaron los charcos de la acera y llegaron a las puertas de caoba.

Kenneth Risby, jefe del departamento de contabilidad, informó al inspector que el sueldo de Rodney Williams había sido ingresado en la cuenta que tenía en la sucursal del Anglian-Victoria Bank en Pomfret. Al parecer, Williams transfería todos los meses quinientas libras de aquella cuenta a la cuenta que tenía en común con Joy. Risby dijo que llevaba quince años en la empresa y que no recordaba que se hubiera hecho ninguna otra gestión para Williams, ni recientemente ni en la época en que había trabajado de viajante. Siempre habían ingresado su sueldo en el banco de Pomfret, nunca en Kingsmarkham.

– No hemos tenido noticias suyas -dijo Miles Gardner-. No sé con qué propósito escribiría la posdata de la carta, pero el caso es que no se ha puesto en contacto con nosotros.

– Williams no escribió la carta -le recordó Wexford.

Gardner asintió con un gesto de pesar.

– La primera vez que hablamos sobre este asunto -dijo Wexford-, usted me contó que una mujer había llamado aquí y les había dicho que era la señora Williams y que su marido estaba enfermo y no podía venir a trabajar. ¿No recibirían la llamada el viernes, 16 de abril?

– Pues sí, supongo que sí.

– ¿Quién respondió al teléfono?

– Una de nuestras telefonistas seguramente. Trabajan media jornada, y no recuerdo si fue Anna o Michelle. Hicieron la llamada antes de que yo llegara, ¿sabe? Es decir, antes de las nueve y media.

– Supongo que Williams tenía secretaria.

– Christine Lomond, que es también la secretaria del subdirector de ventas. ¿Desea hablar con ella?

– Todavía no. Otro día quizá. Con quien sí quiero hablar es con Anna o Michelle. ¿Con quién debería hacerlo?

– Con Michelle, supongo -respondió Gardner-. A veces cambian de turno, pero por la mañana suele estar Michelle.

Michelle era quien estaba aquella mañana y también quien había estado la de aquel viernes. Era una mujer muy joven y guapa, y llevaba la cara maquillada de forma llamativa. La habitación donde estaba la centralita tenía el sello de su carácter (o quizá del de Anna): había una cineraria en un tiesto, una pila de revistas, un montón de piezas de labor que ya empezaba a ser abultado y, sobre la mesa ante la que se sentaba, el último libro sobre dietas en edición de bolsillo, que se apresuró a poner boca abajo.

Era evidente que Michelle ya había hablado todo lo que había que hablar sobre aquella llamada. Quizá con Anna o con Christine Lomond. La desaparición de Williams habría sido la comidilla de la oficina.

– Entro a las nueve -dijo-. Es a esa hora cuando realmente comienzan las llamadas. Lo curioso es que aquella mañana no hubo ninguna hasta las nueve y veinte, que fue cuando llamó la señora Williams.

– Hasta que llamó alguien que se identificó como la señora Williams, querrá decir.

La joven lo miró y negó con la cabeza.

– Era la señora Williams. Dijo: «Soy la señora Joy Williams.»

Wexford decidió no insistir por el momento.

– ¿Qué le dijo exactamente?

– «Mi marido, el señor Williams, no podrá ir hoy al trabajo.» Luego tuvo una indecisión y dijo: «Me refiero al señor Rodney Williams, el director comercial.» Le dije que no había llegado nadie todavía, y ella me contestó que no importaba y que le diera a Christine el recado de que tenía gripe y no iba a venir.

Fuera quien fuese quien había llamado, no había sido Joy. En aquel entonces Joy no sabía que su marido era el director comercial de Sevensmith Harding. Cuando Wexford ya le había dado las gracias a Michelle y se disponía a marcharse con los pensamientos puestos en el asunto del tipo de máquinas de escribir que tenía la empresa, se detuvo.

– ¿Por qué está tan segura de que la mujer con la que habló era la señora Joy Williams?

– Porque lo era. Sé que era ella.

– No, permítame que le corrija. Usted sabe que una mujer le dijo que era la señora Williams. Era la primera vez que llamaba, ¿no es así? De modo que usted no pudo reconocer su voz.

– No, pero volvió a llamar.

– ¿Qué quiere decir?

– Que llamó al cabo de tres semanas. -La joven hablaba ahora con un tono de exagerada paciencia, como si estuviera tratando con una persona desconcertada o ingenua-. La señora Williams volvió a llamar tres semanas después de que su marido desapareciera.

Claro. Wexford se acordaba de aquella llamada. Había sido él quien había aconsejado a Joy que la hiciera.

– Le puse con el señor Gardner -agregó Michelle-. Me sentí un tanto incómoda, si quiere que le diga la verdad. Pero sé que era la misma voz, de veras. Era la misma voz que tenía la mujer que llamó aquel viernes por la mañana. Era la señora Williams.

Recogió a la joven en la rotonda cuya segunda salida da comienzo a la carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Ella estaba a un lado de la rotonda, junto al arcén de hierba, sosteniendo un pedazo de cartón en el que se leía «Myringham». Brian Wheatley se detuvo en la primera salida, la de la carretera que conduce al centro de Kingsmarkham, y la joven se sentó en el asiento delantero. Luego, por un motivo poco claro, quizá porque ya había salido de la rotonda y no habría sido fácil volver a ella a causa del tráfico, Wheatley decidió continuar por la carretera del pueblo en lugar de por la de circunvalación. No era tan mala idea, al fin y al cabo, dado que la de circunvalación, que había sido construida para aliviar el tráfico que pasaba por el pueblo, presentaba con frecuencia el inconveniente de estar más transitada que la vieja carretera.

Wheatley regresaba a casa procedente de Londres, donde trabajaba tres días a la semana. Eran más o menos las seis de la tarde y naturalmente aún brillaba de pleno la luz del día. Se había trasladado a Myringham hacía sólo dos semanas y todavía no se había familiarizado con la carretera de circunvalación y las calles secundarias de la zona. La joven no decía palabra. No llevaba equipaje, sólo un bolso. Wheatley atravesó Kingsmarkham por High Street y se confundió con las señales. Pensaba que en lugar de seguir todo recto debería haber doblado a la izquierda aproximadamente un kilómetro antes. En consecuencia se detuvo en un apartadero (situado, según reconoció, en un tramo de carretera apartado y solitario) para consultar su mapa de carreteras.

Según dijo, anunció claramente a la joven que tenía la intención de detenerse. Cuando hubo parado el coche y apagado el motor, se vio obligado a estirar el brazo para abrir la guantera, donde llevaba el mapa. Notó que la joven contenía la respiración en señal de miedo o enfado y a continuación un dolor agudo, más parecido a una quemadura que a un corte, en su mano derecha.

Ni siquiera vio el cuchillo. La joven se apeó del coche ágilmente, cerró la puerta de golpe y echó a correr no por la carretera sino por un camino que separaba un trigal de un bosque. Wheatley tenía una profunda herida en la base del pulgar. Se vendó la mano como buenamente pudo con su pañuelo, pero la conmoción y la sensación de debilidad que tenía le impidieron durante unos minutos reanudar la marcha. Finalmente consultó el mapa, descubrió que se encontraba más cerca de casa de lo que había pensado y se las arregló para llegar a ella en aproximadamente un cuarto de hora. El practicante que le habían asignado una semana antes tenía todavía la consulta abierta. Su esposa lo llevó y el médico le puso puntos en la mano mientras él le contaba que mientras cortaba un pedazo de carne había apretado la mano sin darse cuenta sobre la punta del cuchillo. Si el médico le creyó o no es otra cuestión, pero en cualquier caso no hizo ningún comentario. Wheatley deseaba contarle la verdad, pero esto habría supuesto la intervención de la policía. Había sido su mujer quien le había disuadido, arguyendo que, si se llamaba a la policía, la conclusión a la que llegaría sería que Wheatley había intentado hacerle algún tipo de insinuación a la joven.

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