Ruth Rendell - Un Cadáver Para La Boda

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Un camionero muere asesinado. Aunque su trágico final parece relacionado con el transporte ilegal de mercancias, el inspector Wexford, guiado por su sexto sentido para la investigación, sospecha que el crimen esconde un misterio, mas profundo. ¿Por qué, si no, la muerte de un agente de bolsa en un supuesto accidente de tráfico cuando se dirigía a una boda le impide concentrarse en la resolución del asesinato? ¿Es acaso una simple coincidencia que el crimen se haya cometido al da siguiente de recobrar el conocimiento la esposa del agente de bolsa? Las conexiones entre ambos sucesos son sin duda intangibles, pero cuando el alma humana persigue fines perversos, elige caminos en extremo, tortuosos. Y el inspector Wexford bien sabe que en tales casos todo es posible.

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El sargento suspiró.

– Todos los siameses tienen ojos azules y marcas marrones en el lomo, señora. -Cogió su bolígrafo y se dirigió a Burden-. En realidad, he estado ocupado toda la tarde tratando de localizar a los mecánicos para que echen un vistazo al ascensor. El inspector Letts asegura que lo llamó con insistencia pero no acudió. Me temo que se ha atascado entre dos plantas.

– Y yo me temo -dijo Burden- que el señor Wexford está atascado en su interior.

– Dios mío, ¿no lo dirá en serio, señor?

– Páseme el teléfono. ¿Se da cuenta de que lleva dos horas dentro de ese aparato? ¡Páseme el teléfono!

Era la hora de las visitas de la tarde en el hospital de Stowerton. También era día de consulta. Eso significaba un éxodo de cientos de coches que la mujer de la patrulla de tráfico solía controlar con eficacia. Hoy, no obstante, un enorme coche azul verdoso con los guardabarros magullados y medio cuerpo estacionado en la calzada, bloqueaba la salida. Estaba cerrado con llave, bloqueado, y a su espalda se extendía un apretado atasco que llegaba hasta el aparcamiento.

Cuatro camilleros habían tratado en vano de levantar el vehículo para colocarlo frente a la puerta de la caseta del conserje. En ese momento, Vigo, el dentista, salió de su coche para echar una mano. Era más robusto y fuerte que los camilleros, pero la unión de sus esfuerzos no logró mover el coche.

– Probablemente sea de alguien que está visitando a un paciente del ala privada -comentó Vigo a un ginecólogo cuyo coche había quedado inmovilizado detrás del suyo.

– Será mejor que llamemos al conserje para que dé el aviso.

– Sí, y cuanto antes mejor -dijo Vigo-. Tendrían que matar a esa gente. Tengo una cita a las cuatro.

Y eran las cuatro menos cinco cuando la enfermera Rose llamó a la puerta de la señora Fanshawe.

– Disculpe, señor Jameson, pero su coche está bloqueando la salida. ¿Le importaría retirarlo? No sólo se han quejado las visitas. -La voz de la enfermera adquirió un tono reverencial. Había cometido un desafuero-. El señor Vigo y el señor Delauney también han protestado. Así que, si es tan amable…

Michael Jameson se levantó lánguidamente.

– No conozco a esos tipos -replicó, evaluando a la enfermera Rose con la mirada-. Pero no me gustaría que quedara mal con ellos, encanto. Retiraré el coche.

Nora Fanshawe le tocó el brazo.

– ¿Vendrás a buscarme, Michael?

– Claro, querida, no te alteres. -La enfermera Rose abrió la puerta y Jerome salió por delante de ella-. Las visitas a los hospitales son una verdadera lata -le oyeron decir las dos mujeres de la habitación.

La señora Fanshawe se había maquillado la cara por primera vez desde que recuperara el conocimiento. Se retocó los finos labios con una barra escarlata y se frotó las grasientas vetas de sombra de ojos que se le habían formado en los pliegues de los párpados.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué, madre?

– ¿Piensas casarte con ese inútil?

– Así es, y más vale que vayas haciéndote a la idea.

– Si tu padre estuviera vivo jamás lo habría permitido -repuso la señora Fanshawe, retorciéndose los anillos.

– Si papá estuviese vivo Michael no querría casarse conmigo. Yo no sería rica, ¿comprendes? Estoy siendo franca contigo. Creía que eso era lo que los padres deseaban de sus hijos, franqueza. -Nora Fanshawe se encogió de hombros y apartó un pelo rubio de su traje azul. Su voz era desagradable, desprovista de todo convencionalismo o afectación-. Le escribí diciéndole que papá había muerto. -Rió-. Se presentó aquí como una bala. Lo he comprado. Probé el producto y me gustó, de modo que he decidido quedármelo. Es el mismo principio que la compra por catálogo.

La señora Fanshawe no estaba consternada. Había mantenido la mirada fija en el rostro de su hija sin pestañear.

– De acuerdo -dijo-. No puedo impedírtelo y tampoco tengo intención de pelearme contigo. -Hablaba con voz firme-. Eres todo lo que tengo, lo único que he tenido.

– Entonces no veo por qué no podemos ser una familia feliz.

– ¡Una familia feliz! Puede que seas franca, cariño, pero te estás engañando. Michael ya le ha puesto el ojo a esa enfermera.

– Lo sé.

– ¡Y sigues pensando que lo has comprado! -Ni todo el control de la señora Fanshawe pudo evitar la explosión de amargura-. ¡Comprar a la gente! Sabes de quién lo has heredado, ¿verdad? De tu padre. Eres como tu padre, Nora. Dios sabe que he intentado conservarte la inocencia, pero él te enseñó que la gente podía comprarse.

– Te equivocas, mamá -dijo Nora Fanshawe con tono afable-. Tú me enseñaste. ¿Te apetece otra taza de té? -Y pulsó el timbre.

A las cuatro y cuarto el ascensor descendió hasta la planta baja. Cuando la puerta comenzó a abrirse, Burden se mareó y sintió un nudo en el estómago. No podía mirar. Los dos mecánicos bajaron corriendo por las escaleras. El vestíbulo estaba atestado de gente. Grinswold, el comisario jefe, los inspectores Lewis y Letts, Martin, Loring, Camb y, pegado al ascensor, el doctor Crocker.

La puerta estaba abierta. Burden tenía que mirar. Se acercó al ascensor echando a un lado a la gente.

– ¡Despejen el camino! -gritó el doctor.

Wexford salió. El rostro blanco, el brazo del doctor en torno a sus hombros, dio dos torpes pasos.

– ¡Emparedado -dijo- como una maldita monja!

– Caray, señor. ¿Se encuentra bien?

– En la libreta está todo -boqueó Wexford-. Lo he anotado todo en la libreta. No hay nada… no hay nada como un ambiente enrarecido para hacer funcionar el cerebro. Más barato que escalar el Everest, ese ascensor.

Y acto seguido se derrumbó sobre el cabestrillo que Crocker y Letts formaron con sus brazos.

– Es mi hora de marchar -dijo la enfermera Rose y el personal de la noche está en la cocina. ¿Le importaría ir solo? -Miró al inspector bajo la tenue luz del pasillo-. ¿No ha estado antes aquí, visitando a la señora Fanshawe? Entonces conocerá el camino. Está en la habitación número cinco, a dos puertas de la señora Fanshawe.

Burden le dio las gracias. Nada más doblar la esquina, se encontró cara a cara con la señora Wexford y Sheila.

– ¿Cómo está?

– Bien, no tiene secuelas. Lo retendrán esta noche para mayor seguridad.

– ¡Gracias a Dios!

– Te preocupa papá, ¿verdad? -Cuando Sheila sonreía, Burden sentía deseos de besarla, tanto se parecía a su padre. Le parecía increíble que esa cara tan perfecta y encantadora fuera la copia y la esencia de la cara arrugada y gruesa qué le había perseguido cuando representó su arresto y leyó los cargos. No quería parecer sensiblero y consiguió esbozar una sonrisa alegre-. Se muere por verte. Nosotras sólo hemos sido un recurso provisional.

Wexford estaba tumbado en la cama de una habitación idéntica a la de la señora Fanshawe. Un batín de cuadros rojos le cubría los hombros y un revoltillo de pelo gris asomaba por entre las solapas de la camisa del pijama. Sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos chasquearon.

Burden se acercó a la cama de puntillas. En los hospitales todo el mundo, salvo el personal, anda de puntillas, de modo que eso hizo, mirando inquieto a su alrededor. El olor a comida y desinfectante que perfumaba el pasillo era sofocado por los claveles que la señora Wexford había llevado a su marido.

– ¿Cómo te encuentras?

– Perfectamente -respondió Wexford con impaciencia-. Estas malditas flores han convertido la habitación en una capilla ardiente. Me iría ahora mismo si ese canalla de Crocker y sus secuaces no hubiesen minado mis fuerzas. -Se incorporó bruscamente y frunció el entrecejo-. ¿Te importaría abrir esas latas de cerveza? Me las trajo Sheila. Es una buena chica. De tal palo tal astilla.

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