Ruth Rendell - Un Cadáver Para La Boda

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Un camionero muere asesinado. Aunque su trágico final parece relacionado con el transporte ilegal de mercancias, el inspector Wexford, guiado por su sexto sentido para la investigación, sospecha que el crimen esconde un misterio, mas profundo. ¿Por qué, si no, la muerte de un agente de bolsa en un supuesto accidente de tráfico cuando se dirigía a una boda le impide concentrarse en la resolución del asesinato? ¿Es acaso una simple coincidencia que el crimen se haya cometido al da siguiente de recobrar el conocimiento la esposa del agente de bolsa? Las conexiones entre ambos sucesos son sin duda intangibles, pero cuando el alma humana persigue fines perversos, elige caminos en extremo, tortuosos. Y el inspector Wexford bien sabe que en tales casos todo es posible.

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– ¿Y luego?

– Charlie regresó a casa a las cuatro y dijo que el doctor Vigo iba a hacerle una dentadura nueva. Vigo era un hombre encantador, dijo, muy campechano. Le había invitado a una copa en su salón chino y Charlie dijo que cuando fuera rico tendría salas llenas de jarrones y adornos y… y un ajedrez de soldados y… ¡Oh, Dios, jamás tendrá esas cosas donde ahora está!

– No llores, Lily, cariño.

– ¿Cuándo le entregó el señor Hatton el dinero para la entrada del piso?

– Fue un préstamo -puntualizó Marilyn con indignación.

– ¿Cuándo se lo prestó?

– El miércoles apareció con el dinero en casa del padre de Jack.

– ¿Eso fue el veintidós de mayo?

– Creo que sí. Le entregamos el dinero al tipo ese y al día siguiente ya teníamos el piso. -Jack Pertwee miró con dureza a Wexford. Sus ojos apagados estaban ahora encendidos, la cara lívida pero abigarrada.

Wexford a duras penas pudo evitar un escalofrío. Que Dios ampare al hombre que mató a Charlie Hatton, pensó, si Pertwee da con él antes que nosotros.

– ¿No crees que es hora de que nos deshagamos de esta cosa?

Sheila sacó a Clitemnestra de la butaca de su padre y contempló la masa de pelo que la perra había dejado sobre el cojín.

– Yo misma estoy empezando a estar harta de ella -dijo-. Sebastián vendrá a buscarla esta noche.

– Estupendo.

– ¿Me dejarás el coche para acompañarlo a la estación?

– ¿Por qué? ¿Le da miedo cruzar solo los campos? -Mabel, querida, escúchame, están robando en el parque…-. Probablemente necesite el coche. Sebastián es un muchacho joven y sano. Deja que ande.

– Tiene una verruga -explicó Sheila-. El pobre ya tuvo que venir andando el día que nos trajo a Clitemnestra. Ahora mismo estaría recogiéndole en la estación -dijo mirando a su padre con mala cara- si no fuera porque siempre tienes tú el coche.

– Es mi coche -replicó absurdamente Wexford, y luego porque era un juego al que él y Sheila jugaban, añadió-: Era mi turquesa. Lo compré en Leah cuando estaba soltero. No habría renunciado a él…

– ¡Ni por un mar de verrugas! Oh, papaíto, eres un encanto. Ahí llega Sebastián.

La señora Wexford comenzó a poner la mesa.

– No hagas ningún comentario sobre su pelo -advirtió a su marido-. Tiene un cabello un poco especial y te conozco.

El pelo de Sebastián se asemejaba al de Clitemnestra, con la única diferencia de que no era gris, y le caía sobre los hombros en forma de rizos lanudos.

– Espero que el podenco acrílico no le haya dado demasiada lata, señora Wexford.

Wexford abrió la boca para expresar una cortés negativa, pero la excitación que Clitemnestra sintió al ver a su dueño impidió toda conversación durante un rato. La perra se abalanzó sobre las piernas del muchacho y apretó el cuerpo contra su chaqueta, una prenda que Wexford, sin dar crédito a sus ojos, relacionó con parte del uniforme de un comandante de la Marina Real noruega.

– ¿Cenas con nosotros? -preguntó la señora Wexford.

– Si no es mucha molestia.

– ¿Qué tal por Suiza?

– Bien. Caro.

Wexford comenzó a alimentar la cruel idea de que el viaje habría sido aún más caro si hubiese tenido que pagar una residencia canina, cuando Sebastián lo desarmó extrayendo de su mochila una enorme caja de bombones para la señora Wexford.

– ¡Suchard! -exclamó la señora Wexford-. Qué amable.

Animado, Sebastián se abalanzó sobre el rosbif y el pudin Yorkshire, alargando de vez en cuando una mano por debajo de la mesa para acariciar las orejas de Clitemnestra.

– Te llevaré a la estación en coche -dijo Sheila, y clavó una mirada de confianza en su padre.

– Estupendo. Podríamos llevar a Clitemnestra al Olive. Le encanta la cerveza y se merece una recompensa.

– En mi coche no -dijo con firmeza Wexford.

– ¡Oh, papá!

– Lo siento, cariño, pero no quiero que conduzcas habiendo bebido.

La expresión de Sebastián combinaba la admiración por la hija y el deseo de congraciarse con el padre.

– Iremos a pie -dijo, encogiéndose de hombros-. Aunque el camino a la estación de ustedes es larguísimo. -Observó la crema de plátano-. Sí, gracias, tomaré un poco más. Lo malo es que tendré que devolver a Sheila a casa, a menos que ella vuelva por la carretera -añadió, poco caballeroso-. He oído hablar de su asesinato hasta en Suiza. Ocurrió en los campos de atrás, ¿verdad?

Wexford raras veces hablaba de su trabajo en casa. Probablemente ese joven no pretendía sonsacarle nada, pero aun así… Finalmente hizo un asentimiento con la cabeza poco comprometedor.

– Qué extraño -prosiguió Sebastián-. Hace dos semanas fui a la estación por ese mismo camino.

Wexford interceptó la mirada de su mujer, la desvió y guardó silencio. Sheila habló por él.

– ¿A qué hora fue eso, Seb? ¿A las diez?

– Un poco más tarde. No me crucé con nadie y la verdad es que no lo lamento. -Sebastián encrespó el pelo rizado de la perra-. Si no me hubiese apartado, Clitemnestra, es posible que no hubieses vuelto a ver a tu papá. Un enorme coche norteamericano casi me atropella.

– Siempre se cuelan en el sendero que lleva a la estación -dijo Sheila.

– Ni sendero ni nada. Fue en pleno campo, en la vereda que conduce a esa especie de escalera. Un coche enorme de color verde pasó por mi lado a cuarenta y casi tuve que sumergirme en el seto. Anoté el número de la matrícula en un papel, pero con el follón del viaje lo perdí.

– ¿Una pareja de tortolitos? -preguntó Wexford.

– Puede. Estaba demasiado ocupado anotando la matrícula para fijarme en eso y tenía miedo de perder el tren.

– Bien, esta vez no iremos por el campo y regresaré bordeando la carretera si eso te hace feliz, papá.

– Puedes coger el coche -dijo Wexford-. Pero no pases de la limonada, ¿de acuerdo?

17

– Ésta es mi teoría -dijo Burden-, por si les sirve de algo. He estado dándole vueltas y es la única solución posible. Hemos hablado mucho de asesinos a sueldo, pero el único asesino a sueldo de este caso es Charlie Hatton, contratado por el novio de Bridget Culross.

– Interesante -opinó Wexford-, pero extiéndete.

Burden acercó su silla a las de Wexford y el doctor. El viento y el sol envolvían el despacho con un patrón de hojas danzarinas.

– Jota es un hombre rico. Ha de serlo si puede pagar tres meses de clínica porque su esposa tiene un embarazo problemático.

– Un dinero echado a perder -comentó Crocker-. La hubieran atendido igual de bien en la Seguridad Social.

– Lo suficientemente rico para pagar a alguien para que cometa un asesinato. Me apuesto la vida a que Jota era un viejo amigo de McCloy. De modo que propone a Hatton que aguarde en la carretera de circunvalación, justo en el lugar en que tiene previsto dejar a la muchacha a su regreso de la conferencia.

– Pero ¿qué conferencia, Mike? ¿Hemos verificado las conferencias que tuvieron lugar en Brighton ese fin de semana?

– La del Sindicato Nacional de Periodistas, la de la Sociedad Blake y la de los gibbonitas -respondió rápidamente Burden.

– ¿Quiénes son esos últimos? -preguntó el doctor-. ¿Una manada de monos?

– No he dicho gibón -puntualizó Burden sin sonreír-. He dicho Gibbon, el de El declive y la caída… y el historiador, hombre. Creo que son otra panda de chiflados.

– ¿Insinúas que Jota se llevó una chica a Brighton y la dejó todo el día sola mientras cotilleaba sobre Gibbon? -preguntó pensativo Wexford-. En fin, cosas más extrañas he oído. Continúa.

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