Ruth Rendell - Un Cadáver Para La Boda

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Un camionero muere asesinado. Aunque su trágico final parece relacionado con el transporte ilegal de mercancias, el inspector Wexford, guiado por su sexto sentido para la investigación, sospecha que el crimen esconde un misterio, mas profundo. ¿Por qué, si no, la muerte de un agente de bolsa en un supuesto accidente de tráfico cuando se dirigía a una boda le impide concentrarse en la resolución del asesinato? ¿Es acaso una simple coincidencia que el crimen se haya cometido al da siguiente de recobrar el conocimiento la esposa del agente de bolsa? Las conexiones entre ambos sucesos son sin duda intangibles, pero cuando el alma humana persigue fines perversos, elige caminos en extremo, tortuosos. Y el inspector Wexford bien sabe que en tales casos todo es posible.

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– ¿Hay alguien ahí? -vociferó, y como la frase sonaba a una médium en una sesión de espiritismo, añadió-: ¡El ascensor se ha atascado!

Dadas las circunstancias, más le valía ahorrar oxígeno. Probablemente las salas estaban desiertas. Burden, Martin y Loring habían salido. Camb estaría sentado abajo (¡abajo!), frente a su escritorio. Seguro que había alguien sentado allí. Y con igual certeza sabía que sus gritos pasaban inadvertidos.

Con la desagradable sensación de que todo se iba a pique, Wexford se enfrentó al hecho de que a menos que Burden regresara dos horas antes de lo previsto, era probable que nadie utilizara el ascensor. Camb estaba en su puesto, Martin en Sewing. Wexford se había percatado de que la mayor parte de la sección uniformada prefería las escaleras. Quizá tendría que esperar a la hora del té, pero ¿estaría vivo para entonces?

Las dos. Si no conseguía salir en los próximos cinco minutos, perdería el tren. Aunque poco importaba. No necesitaba ponerse en contacto con la clínica Princess Louise para estar casi seguro de que tenía la respuesta. Quizá fueran meras conjeturas, pero conjeturas geniales. Mas si fallecía, nadie sabría…

Harto de gritar, se derrumbó una vez más en el asiento.

Tal vez la sensación de que el aire estaba cada vez más viciado no fuera más que fruto de su imaginación. El pánico no llevaba a ninguna parte. Estaba fuera de los desenfrenos que solía permitirse, como también lo estaba el alimentar la idea de que era una rata en un agujero, un zorro en una madriguera taponada. Pensó por un momento en Sheila. Basta ya, ese era el camino de la locura.

Dos y cuarto. Wexford extrajo su libreta y un lápiz. Por lo menos, podría dejarlo por escrito.

– No sé de dónde saca Wexford semejantes ideas -dijo indiscretamente el doctor. Burden esbozó una sonrisa neutra-. Si yo estuviera en tu lugar, querría probarlo. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

– Nada que Martin y Loring no puedan hacer sin mí.

– Entonces, ¿vamos en mi coche?

– ¿No tienes ninguna operación? -preguntó Burden, que juzgaba el plan de poco ortodoxo.

– Tengo la tarde libre. Me atrae más la medicina forense.

A Burden no. Se preguntó qué diría Crocker si él le sugiriera acompañarle en su visita a un paciente.

– De acuerdo -dijo de mala gana-. Pero nada de carreteras de circunvalación.

– El aeródromo de Cheriton -anunció el doctor.

El lugar estaba abandonado hacía años. Situado al final del bosque de Cheriton, más allá de Pomfret, constituía un santuario para los conductores sin licencia. Los adolescentes, demasiado jóvenes aún para ostentar el permiso de conducir provisional, convencían a sus padres de que los acompañaran a las pistas abandonadas del aeródromo a fin de hacer sus cabriolas con relativa seguridad.

Hoy las pistas estaban desiertas. Las franjas de hierba que las separaban habían sido aradas y consagradas al cultivo de nabos y remolachas. Más allá de los surcos de remolachas uniformemente plantadas, el bosque de pinos ascendía por las suaves ondulaciones de las colinas.

– Conduce tú -dijo el doctor-. Prefiero el papel de víctima.

– De acuerdo -replicó Burden, que estrenaba chaqueta.

Se sentó en el asiento del conductor. La pista era tan ancha como la carretera de circunvalación de Stowerton.

– Teóricamente, la muchacha era fuerte y sana -dijo Crocker-. Es imposible empujar a alguien así en un coche en movimiento si la víctima está en plena posesión de sus facultades. El agresor tuvo que golpearla primero en la cabeza.

– ¿Insinúas que llevaba una chica inconsciente en el asiento del pasajero?

– Discutieron y él le pegó -explicó lacónicamente el doctor-. Ahora yo soy ella y estoy inconsciente. La carretera está despejada. Pero no me empujarías desde el carril rápido, ¿verdad? Alguien podría acercarse por detrás a toda velocidad, lo cual resultaría sumamente molesto. De modo que lo harías desde el carril del centro. Venga, muévete.

Burden se colocó en el centro de la pista.

– La hilera de remolachas representa la mediana -dijo-. Fanshawe se desvió hacia la derecha para esquivar el cuerpo.

– Eso dice.

– ¿Qué hago? ¿Dejo la portezuela entreabierta?

– Sí, eso creo. Avanza poco a poco y luego empújame.

Crocker hizo un ovillo con su cuerpo y se abrazó a las rodillas. Burden, conduciendo a paso de tortuga, no osaba ir a más de cinco millas por hora. Se inclinó hacia la izquierda, abrió la puerta del pasajero y propinó un ligero empujón al doctor. Crocker cayó rodando suavemente sobre el asfalto, titubeó y se incorporó. Burden detuvo el vehículo.

– ¿Lo ves? -dijo Crocker, quitándose el polvo con una sonrisa-. Te dije que Wexford estaba loco. ¿Has visto dónde he aterrizado? En el carril lento, y el coche apenas se movía. Nuestro hombre misterioso conducía más rápidamente que tú. La muchacha hubiese tenido que rodar hasta el carril de la izquierda, topando casi con la cuneta.

– ¿Quieres probarlo desde el carril rápido?

– Con una vez basta -aseguró con firmeza el doctor-. Ya has visto lo que ocurre. Si la muchacha no llegó hasta el carril lento, como mínimo aterrizó en medio de la carretera. Es imposible dejar un cuerpo en el carril rápido desde un coche en movimiento.

– Tienes razón. Si fue lanzada desde el lado izquierdo, tuvo que rodar forzosamente hacia la izquierda. En ese caso, si Fanshawe iba por el carril rápido, habría pasado limpiamente por la derecha del cuerpo.

– Pero si el hombre misterioso conducía realmente por el carril rápido y el cuerpo cayó en seco sobre ese mismo carril, Fanshawe se habría desviado hacia la izquierda para esquivarlo y, por tanto, no habría podido golpear el árbol de la mediana. Sólo existe una posibilidad y hemos demostrado que no es factible.

Burden estaba harto de que le dieran lecciones.

– Exacto -dijo con impaciencia-. Sólo si la muchacha hubiese salido disparada hacia la derecha y su cabeza hubiese quedado apuntado hacia el carril central y los pies hacia la mediana, Fanshawe se habría desviado hacia la derecha. Habría girado instintivamente para esquivar la cabeza.

– Pero eso, como sabemos, es imposible. Si tú eres el conductor, sólo puedes empujar a alguien que ocupa el asiento del pasajero, es decir, el lado izquierdo, y no el asiento de atrás. Eso significa que la víctima siempre aterrizará hacia la izquierda.

– Volveré a comisaría para contárselo -dijo pensativamente Burden, y dejó que el doctor tomara el volante para regresar por la pista flanqueada de surcos de verde follaje.

– ¿Dónde está el inspector jefe? -Al salir del despacho de Wexford, Burden tropezó con Loring en el pasillo.

– Lo ignoro, señor. ¿No está en su despacho?

– ¿Insinúa que se ha escondido debajo del escritorio o, mejor aún, archivado en el fichero?

– Lo siento, señor. -Loring levantó un estor amarillo-. Su coche está en el aparcamiento.

– Lo sé. -Burden había subido por las escaleras. Caminó hasta el ascensor y pulsó el botón. Viendo que el aparato no acudía, se encogió de hombros y bajó andando hasta la planta baja. El sargento Camb desvió su atención de la mujer que había perdido un gato siamés.

– ¿El señor Wexford? No ha salido.

– Entonces ¿dónde demonios está? -Burden nunca blasfemaba, ni siquiera tan suavemente.

– Camb lo miró asombrado-. Tenía intención de ir a Londres, creo que en el tren de las dos y cuarto.

Eran las tres y media.

– Puede que saliera por la puerta de atrás.

– ¿Por qué razón? Sólo utiliza esa puerta cuando va al juzgado.

– Ojos azules -dijo lastimosamente la mujer- y una marca de color café en el cuello.

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