Seis semanas después, y sólo cuando necesitó que le enviaran ropa, telefoneó a su hermana. Aliviado, Loring tachó de la lista el nombre de la muchacha.
Su última escala fue la clínica Princess Louise de New Cavendish Street, donde el conserje le enseñó cómo llegar a la residencia de las enfermeras. El edificio era una bella casa estilo Regencia de cuatro plantas, con pilares blancos que flanqueaban un portal azul subido generosamente decorado con latón. Una mujer que se hacía llamar hermana bajó a recibirle y, antes de que Loring pudiera hablar, se llevó un dedo a los labios.
– Silencio. Las enfermeras del turno de noche están durmiendo y no estaría bien que las despertáramos, ¿no le parece?
En el vestíbulo reinaba un silencio sepulcral y un aroma dulzón que nada tenía ver con el fuerte olor a antisépticos del hospital. La atmósfera hizo pensar a Loring en bandadas de jovencitas de cuerpos aseados que cruzaban el vestíbulo dejando tras de sí un aroma a jazmín, cuero ruso, helecho francés y heno recién segado. Siguió de puntillas a la fornida mujer de azul, medio guardiana, medio madre superiora, hasta un salón que contenía butacas de cretona, flores y un viejo televisor.
– La muchacha de la habitación contigua a la de la enfermera Culross será quien mejor pueda ayudarle -dijo la hermana-. Se trata de la enfermera Lewis, pero no pienso despertarla. -La mujer miró a Loring con fiera reprobación-. No, no pienso hacerlo -insistió-. Ni aunque fuera usted el secretario de la residencia. -Al parecer, la hermana había esperado algún tipo de desafío, pero al ver la mirada sumisa de Loring perdió parte de su aspereza y dijo-: Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada. Entretanto, puede hojear alguno de esos libros.
Los libros eran revistas. La residencia de las enfermeras de la clínica Princess Louise no era tan sofisticada como la sala de espera de Vigo, y en lugar de Nova y Elle ofrecía el Nursing Mirror y dos números del Nursing World de quince años atrás. Una vez solo, Loring contempló la calle.
Una de las alas de la clínica era el pabellón de maternidad, pero estaba claramente separado del edificio principal. Mientras aguardaba, vio llegar un Bentley. Una muchacha descendió apoyándose pesadamente en el brazo de su marido. Tenía el cuerpo abultado y era obvio que estaba de parto. Pasados diez minutos llegó un Jaguar. Se produjo una escena parecida, pero en este caso la futura madre tenía más edad y su vestido de embarazada era, sin duda, obra de un modista. La clínica Princess Louise se dedicaba con esmero a reaprovisionar las clases altas.
Eran cerca de las cinco cuando la puerta se abrió lentamente y la enfermera Lewis entró. Los párpados le pesaban y se diría que acababa de despertarse. No llevaba maquillaje y tenía un aspecto impoluto, la blusa tiesa y crujiente, el cabello claro, casi cremoso, húmedo y marcado por las gruesas púas de un peine.
– Siento haberle hecho esperar. Trabajo en el turno de noche.
– No se preocupe -dijo Loring-. Yo también trabajo a veces por la noche y sé lo que es.
La enfermera Lewis se sentó y sus piernas desnudas brillaron. Los dedos de los pies parecían los de una niña en unas sandalias de niña.
– ¿Qué desea saber? Ya he hablado con la policía. -Sonrió-. Les conté todo lo que sabía de Bridie Culross, aunque no es mucho. Bridie no tenía amigas, era una chica de hombres.
– Me gustaría que me contara todo lo que sepa de ella, señorita Lewis. -Dejar que hablen. Lo había aprendido de Wexford-. ¿Cómo era? ¿Tenía muchos novios?
– Bueno, éste no es un hospital de prácticas, de modo que no hay estudiantes de medicina. Llevaba aquí un año, desde que recibió el título, y había salido con todos los hombres de la residencia.
Loring anotó la información.
– Ignoro el verdadero nombre del hombre por el que sentía predilección, pero ella le llamaba Jota.
– ¿Como inicial, quiere decir? ¿Por ejemplo de John o James o… Jerome?
– Supongo que sí. Se lo comenté a la policía, pero no parecían muy interesados.
– Verá, generalmente no nos molestamos en investigar la desaparición de muchachas.
– ¿Y por qué se molestan ahora?
– Se lo contaré luego, ¿le parece? Ahora hábleme de ese Jota.
La muchacha cruzó sus largas piernas.
– Nunca llegué a verlo -dijo-. Me temo que estaba casado, pero a Bridie no le importaba. Ah, recuerdo que me dijo que la esposa de Jota había sido paciente de esta clínica.
Qué bonito, pensó Loring. El hombre visita a su esposa enferma y a la salida liga con la enfermera.
– Sé lo que está pensando -dijo Lewis- y sé que no es bueno. Jota tenía mucho dinero y un buen coche. Bridie… -Vaciló y se ruborizó-. En fin, Bridie, de hecho, vivía con él.
– ¿Con él? ¿En su casa?
– No me refería exactamente a eso.
– Oh, comprendo. -Las enfermeras, que deberían estar hechas a la vida, eran sorprendentemente mojigatas, pensó Loring-. Eh… el sábado, dieciocho de mayo, se fue con ese hombre a pasar el fin de semana a Brighton, ¿verdad?
– Con Jota, sí. -La enfermera Lewis seguía ruborizada por las implicaciones de ese fin de semana-. Y no regresó. Oí decir a la supervisora que si esta vez volvía no le abriría la puerta.
– ¿Quiere decir que lo ha hecho otras veces?
– Llegaba tarde muchas veces y en ocasiones no se molestaba ni en volver a dormir. Decía que no tenía intención de pasarse la vida preparando quirófanos y acarreando cuñas. Imaginé que se había ido con Jota para vivir decentemente. Bueno, decentemente no, ya me entiende.
– ¿Le hacía regalos? ¿Tenía un bolso negro con una etiqueta de Mappin y Webb? ¿Éste?
– ¡Oh, sí! Jota se lo regaló cuando cumplió veintidós años. Pero… -La muchacha frunció el entrecejo y se inclinó hacia el agente-. ¿Qué ocurre? ¿Ha encontrado el bolso pero no la ha encontrado a ella?
– No estamos seguros -dijo Loring, pero sí lo estaba.
Wexford se disgustaría si regresaba con tan poca información. Loring hubiera deseado pasar un día más en Londres, pero no le valía la pena enfrentarse a la ira de Wexford, a los preparativos necesarios para conseguirlo. Entró en el edificio principal del hospital y pulsó el timbre de recepción. Mientras esperaba, miró alrededor y cayó en la cuenta de que nunca había estado en un hospital como ése. Tuvo la impresión de ser la primera persona que cruzaba sus puertas con unos ingresos anuales inferiores a cinco mil libras y pensó en el hospital de Stowerton, donde los pacientes externos esperaban durante horas sobre duros asientos, donde la pintura de las paredes se caía a pedazos y donde todo el mundo parecía tener prisa.
Aquí, por el contrario, había una atmósfera de indolente elegancia, como en una mansión privada. El aroma de las flores -alverjillas en vasijas de cobre y, sobre el mostrador, una única rosa en un vaso aflautado- enmascaraba casi por completo el vago olor a desinfectante. Una alfombra granate de Wilton cubría el suelo.
Loring alzó la vista hacia la escalera y vio bajar a la recepcionista. Solicitó una lista de todos los pacientes ingresados en la clínica Princess Louise durante el último año y su petición fue recibida con una mirada de indignación.
Tardó cerca de media hora, pasando de un oficial a otro, en obtener la autorización necesaria.
La lista era larga y apabullante. Loring no conocía el catálogo de Debrett, pero pensó que podría haber sido una parte de la lista. Muchos nombres iban precedidos de un título nobiliario y entre los sencillos «señores» reconoció a un distinguido industrial, un antiguo ministro y un conocidísimo personaje de la televisión. Entre las mujeres había una duquesa, una bailarina y una modelo famosa.
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