Ruth Rendell - Un Cadáver Para La Boda

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Un camionero muere asesinado. Aunque su trágico final parece relacionado con el transporte ilegal de mercancias, el inspector Wexford, guiado por su sexto sentido para la investigación, sospecha que el crimen esconde un misterio, mas profundo. ¿Por qué, si no, la muerte de un agente de bolsa en un supuesto accidente de tráfico cuando se dirigía a una boda le impide concentrarse en la resolución del asesinato? ¿Es acaso una simple coincidencia que el crimen se haya cometido al da siguiente de recobrar el conocimiento la esposa del agente de bolsa? Las conexiones entre ambos sucesos son sin duda intangibles, pero cuando el alma humana persigue fines perversos, elige caminos en extremo, tortuosos. Y el inspector Wexford bien sabe que en tales casos todo es posible.

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Moat Hall descansaba en un pliegue de las colinas, quizá a una milla de la A-I.

– ¿Estaba siempre solo? -preguntó Burden.

– En una ocasión le vi con un par de sujetos. Me pareció que no eran de su clase.

– Y dígame, ¿le llevó por toda la casa y el terreno para que hiciera la inspección o como se llame eso que usted hace?

– Así es. Estaba todo bastante abandonado y algo sucio, pero eso no viene al caso. McCloy me dio vía libre para recorrer la casa, exceptuando los dos cobertizos. Los utilizaba como almacenes, dijo, de modo que yo nada tenía que hacer allí. Además, las puertas estaban cerradas con candado y a mí me bastaba con verlos por fuera.

– ¿No se perdió por allí ningún camión?

– Yo no vi ninguno.

– ¿Es posible, no obstante, que hubiese alguno en uno de los cobertizos?

– Puede -respondió dubitativo el agente inmobiliario-. Uno de ellos es casi tan grande como un hangar.

– Sí, ya me he dado cuenta.

Burden dio las gracias al agente. Estaba casi convencido de que había dado con el hombre, de que podía decir: «Nuestro McCloy estuvo aquí», y sin embargo no había obtenido más que un ínfimo fragmento de la vida de McCloy. El hombre había estado allí y se había ido. Todo lo más que podía hacer era poner Moat Hall patas arriba con la exigua esperanza de encontrar algo que les condujera hasta el actual refugio del antiguo propietario.

– ¿Piensa acusarme de asesinato? -preguntó sordamente Cullam.

– A usted y a McCloy, y puede que a un par más cuando nos haya dicho quiénes son. Les acusaremos de complicidad, aunque la diferencia es mínima.

– ¡Tengo cinco hijos!

– Hasta ahora, la paternidad no ha sido impedimento para que la gente vaya a la cárcel. Vamos, ¿no querrá entrar solo? ¿No querrá imaginarse a McCloy impune, carcajeándose mientras a usted le echan quince años? A él le caería la misma pena. En su caso, el asunto no es menos grave porque sólo le dijera que matase a Hatton.

– No lo hizo -replicó con brusquedad Cullam-. ¿Cuántas veces tengo que decirle que no conozco a ese McCloy?

– Muchas antes de que llegue a creerle. ¿Por qué iba a matar a Hatton por cuenta propia? No tiene sentido que mate a un hombre porque tiene más dinero que usted y una casa más bonita.

– ¡Yo no lo maté! -La voz de Cullam estuvo a punto de estallar en un sollozo.

Wexford apagó la luz y por un instante la habitación quedó a oscuras. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, comprendió que era la propia de un atardecer de verano después de una fuerte lluvia. La luz tenía un tono azulado y el aire era ahora más frío. El inspector abrió la ventana y una brisa fresca y suave se aferró a las cortinas. Abajo, frente a la comisaría, las flores habían sido aplastadas hasta formar una masa rosácea y pantanosa.

– Oiga, Cullam -dijo Wexford-, usted estaba allí. Dejó el puente diez minutos antes que Hatton. Eran las once menos veinte cuando se despidió de Hatton y Pertwee, y caminando a paso normal, sin necesidad de acelerar, habría llegado a su casa a las once. Sin embargo no llegó hasta las once y cuarto. A la mañana siguiente lavó la camisa, el jersey y los pantalones que vistiera la noche antes. Sabía que el asesino había matado a Hatton con una piedra del río, y hoy usted, que gana veinte libras a la semana y siempre ha tenido que preocuparse del dinero, gastó ciento veinte libras en electrodomésticos. Explíquese, Cullam. La tormenta ha pasado y no tiene nada de que preocuparse, salvo de quince años de prisión.

Cullam abrió sus manazas maltrechas, apretó una contra otra y se inclinó hacia adelante. El sudor de su cara se había secado. Tenía problemas para controlar los músculos de la frente y las comisuras de los labios. Wexford esperó pacientemente, pues había advertido que el hombre era incapaz de hablar. El miedo había secado y paralizado sus cuerdas vocales. Esperó pacientemente, pero sin un vestigio de compasión.

– Las cien libras y el sobre de la paga -dijo finalmente Cullam con voz ronca y asustada- los… los cogí del cuerpo de Charlie.

12

– ¿Para qué lo quería, maldito Charlie Hatton? He estado en su casa, he visto todo lo que tiene. ¿Conoce a su mujer? Parece una furcia con esos vestidos y esas joyas y toda esa porquería en la cara, sin otra cosa que hacer en todo el día que mirar su televisor en color y hablar por teléfono con sus amigas, sin críos que les gritaran y fastidiaran nada más cruzar la puerta, gateando encima tuyo toda la noche porque están echando los dientes. ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que mi señora se compró un vestido? ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que salimos a divertirnos? La respuesta es nunca, nunca desde que llegó el primer niño. Mi señora tiene que comprar la ropa de los críos en el rastrillo y si necesita unas medias las saca de los bonos de beneficencia. Un chollo, ¿no le parece? Lilian Hatton tiene más abrigos que una estrella de cine, y va y se gasta treinta libras en un vestido para la boda de Pertwee. ¿Qué son cien libras para ella? Ni siquiera las habría echado de menos. Podría gastarse todo eso en cerillas para encenderse sus cigarrillos.

Las compuertas se habían abierto y Cullam, el reservado, el agresivo, hablaba desenfrenada y apasionadamente. Wexford escuchaba con atención, pero no lo parecía. Si Cullam hubiese estado en condiciones de observar la situación, habría pensado que el inspector jefe estaba aburrido o preocupado. Pero Cullam sólo quería hablar. Le traía sin cuidado que le escuchasen o no. El lujo del silencio y una habitación casi vacía era cuanto necesitaba.

– Tal vez me hubiese reprimido -prosiguió Cullam- si no hubiese tenido que escuchar sus fanfarronadas. «Guarda eso, Maurice», dijo, «tú lo necesitas más que yo», y luego me habló de la gargantilla que había comprado a su señora. «Hay mucho más allí donde lo saqué», dijo. Maldita sea, a mí ni siquiera me llega para comprar zapatos a mis hijos. Yo tenía dos críos cuando llevaba el mismo tiempo casado que Hatton. ¿Le parece justo?

– Tengo la sensación de haber escuchado un programa político -dijo Wexford-. Me trae sin cuidado su envidia. Una envidia como la suya es una buena razón para cometer un asesinato.

– ¿De veras? ¿Y qué iba a ganar matándole? Yo no estaba en su testamento. Ya se lo he dicho, le quité el dinero. Tengo cinco hijos y el lechero no aparece hasta las once de la mañana. ¿Ha intentado alguna vez conservar la leche para cinco críos con este calor y sin frigorífico? -Cullam hizo una pausa y, con ojos furtivos y nerviosos, prosiguió-: ¿Sabe qué habría hecho Hatton ese sábado si no le hubiesen asesinado? Primero la boda de Pertwee, de punta en blanco y acompañado de su fulana. Después habrían ido de tiendas sólo por el placer de gastar. Charlie me contó que para ellos era normal gastar veinte libras curioseando por las tiendas. Una botella de vino por aquí, potingues para la cara de ella por allá. Después, unas copas y cena en el Olive. Luego al cine, en los mejores asientos. Una vida ligeramente diferente de la mía, ¿no le parece? Cuando quiero relajarme y huir de los gritos de mis hijos, salgo al jardín.

– ¿Es usted católico, Cullam?

La pregunta sorprendió al hombre. Tal vez esperaba un comentario más severo, de modo que se encogió de hombros y con tono suspicaz musitó:

– No pertenezco a ninguna religión.

– Entonces no me hable de niños. Nadie le obliga a tenerlos. ¿Ha oído hablar de la píldora? Caray, veinte, treinta años antes de que usted naciera ya existía la planificación familiar. -La voz de Wexford se endureció al pasar a uno de sus temas favoritos-. Tener hijos es un privilegio, un motivo de alegría, o así debería ser, y por Dios que le llevaré a los tribunales si vuelvo a pillarle pegando a ese hijo suyo. Es usted un animal, Cullam… ¡Oh, qué sentido tiene todo esto! ¿Qué demonios hace usted en mi despacho? Me está haciendo perder el tiempo. Déjese de lamentaciones y cuénteme qué ocurrió aquella noche. ¿Qué ocurrió cuando dejó a Hatton y Pertwee en el puente?

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