Wexford se apresuró a comprobarlo en el diario de Hatton. Efectivamente, ahí estaba la anotación de Hatton de que había estado demasiado enfermo para regresara a casa antes del mediodía. Condujo con prudencia y se detuvo dos veces por el camino, en el Hollybush de Newark y en el Merrie England. ¿Era cierto que estaba enfermo o lo había fingido para ganar tiempo en Leeds? Pues, pensó Wexford, como quiera que hubiese obtenido ese dinero, estaba claro que había sido entre los días 19 y 20.
Martes 21 de mayo: «C. bueno. Día libre. Vio a Jack y Marilyn. Cita a las 2 tarde con dentista.»
Una mujercita muy precisa, Lilian Hatton, aunque parca en palabras. Imposible adivinar si sabía algo. El último lugar al que habría confiado sus secretos era esa agenda.
No parecía que Hatton hubiese estado tramando algo aquel lunes por la mañana en Leeds, pero nunca se sabía. Estaba la noche del domingo al lunes. En aquel entonces bien pudo haberse producido un robo en un banco de esa ciudad. Tendrían que comprobarlo. Se preguntó por qué el asunto de Fanshawe seguía asaltándole, perturbando su concentración, y de repente lo supo.
El accidente de Fanshawe se había producido el lunes 20. Una mujer sin identificar había muerto el 20 de mayo y ese mismo día algo importante le había ocurrido a Charlie Hatton.
Mas no era posible que existiese una relación entre ambos casos. Fanshawe era un corredor de bolsa adinerado con un piso en Mayfair y, salvo por un desliz inmoral, no había una sola mancha en su carácter. Charlie Hatton era un camionero pretencioso que probablemente jamás había puesto un pie en Mayfair.
Una coincidencia curiosa que Hatton hubiese sido asesinado un día después de que la señora Fanshawe recobrara el conocimiento. Wexford cerró los libros y apuró la jarra por tercera vez. Estaba cansado, fantasioso, y había bebido demasiada cerveza. Bostezando pesadamente, sacó a Clitemnestra al patio trasero y mientras esperaba a que terminara, contempló con la mirada perdida el cielo estrellado.
– Buenos días, señorita Thompson -saludó Wexford con fingida cordialidad.
– Señora Pertwee, si no le importa. -La mujer cogió una de las cestas de alambre que había apiladas fuera del supermercado y miró a Wexford con ojos inseguros y desafiantes-. Jack y yo nos casamos discretamente ayer por la tarde.
– Permítame felicitarla.
– Gracias. No se lo comunicamos a nadie. Fuimos a la iglesia solos. Jack está muy triste por el pobre Charlie. Cuándo piensan atrapar al asesino es lo que me gustaría saber. Como se trata de un humilde trabajador, imagino que no vale la pena molestarse. Otro gallo cantaría si fuera uno de los de su clase. Esta sociedad capitalista en la que vivimos me da náuseas.
Wexford retrocedió ligeramente, temeroso de que la mujer hiciera realidad sus palabras. La novia agitó sus pestañas de cepillo de zapatos.
– Le aconsejo que empiece a moverse -prosiguió implacable-. Para quien mató a Charlie la horca sería poco.
– Vaya, vaya -dijo Wexford con tono pacificador-, pensaba que ustedes los progresistas estaban en contra de la pena de muerte.
La mujer entró con brusquedad en el supermercado y Wexford prosiguió su camino, sonriendo entre dientes. Camb le observó entrar en la comisaría.
– Por lo que veo, cada vez parece más interesado en el caso Fanshawe. Esta mañana, camino del trabajo, tropecé con la señorita Fanshawe.
– Tan interesado -dijo Wexford- que pienso encargar al agente Loring que averigüe si alguien ha desaparecido en los pueblos de la costa, en tanto que nosotros hacemos las comprobaciones pertinentes en Londres.
Burden estaba en Stamford. Cuando entró en el ascensor, Wexford decidió que él mismo estudiaría los casos de Londres. Las jovencitas comenzaban a ser un verdadero fastidio. Las había por todos lados y tenía la impresión de que causaban tantos problemas a la policía como los vagabundos. Ahora tenía que comprobar cuántas de ellas habían desaparecido en Londres. La tarea le parecía, en cierto modo, deshonrosa, pero hasta que Burden y el sargento Martin le trajeran la información poca cosa podía hacer, y por lo menos así tendría la certeza de que la labor se hacía bien.
Para cuando llegó la hora del almuerzo, había reducido a tres las más de treinta muchachas desaparecidas en el área de Londres. La primera, una tal Carol Pearson de Muswell Hill, despertó su interés porque había trabajado como aprendiza en una peluquería de Eastcheap. El despacho de Jerome Fanshawe se encontraba en Eastcheap y la peluquería tenía anexa una barbería. Además, la muchacha era morena y la denuncia de su desaparición correspondía al 17 de mayo.
La segunda chica, Doreen Dacres, también era morena y tenía veinte años. Despertó el interés de Wexford porque había dejado su habitación de Finchley el 15 de mayo para trabajar en Eastbourne. A partir de ahí nadie sabía nada de ella, ni en Finchley ni en el club de Eastbourne.
Bridget Culross era el último nombre en el que creía que debía concentrarse. Tenía veintidós años y trabajaba de enfermera en la clínica Princess Louise de New Cavendish Street. El sábado 18 de mayo se fue a Brighton para pasar el fin de semana con un novio desconocido y nunca regresó a la clínica. Se dio por sentado que se había fugado con su novio. También era morena, de vida inestable y con un único pariente, una tía que vivía en el condado de Leix.
¡Jovencitas!, pensó irritado Wexford, y pensó también en su hija, que le estaba exprimiendo el bolsillo para que en un futuro indeterminado pudiera sonreír sin reservas delante de las cámaras.
El largo día transcurrió con lentitud y el calor había aumentado. Las nubes se agolpaban, espesas y en forma de hongos, sobre los tejados hacinados de la ciudad. Sin embargo, no hacían nada por mitigar el calor, sino que se diría que lo cercaban junto con su aire quieto y amenazador bajo una gruesa tapa silenciadora. El sol había desaparecido, pálido a causa del sofocante vaho.
Un observador habría deducido que en esos momentos Wexford, al igual que muchos habitantes de Kingsmarkham, simplemente esperaba a que estallara la tormenta. No hacía nada. Estaba recostado frente a la ventana abierta, con los ojos cerrados mientras el aire, escaso y caliente, le envolvía del mismo modo que en las estaciones frías le invadía el calor de la rejilla situada en el margen inferior de la pared. Nadie le molestaba y lo agradecía. Estaba meditando.
En Stamford, donde llovía, el inspector Burden fue a una casa de campo supuestamente habitada por un hombre llamado McCloy y la encontró vacía, las puertas atrancadas y el jardín abandonado. No había vecinos ni nadie que pudiera decirle adónde había ido McCloy.
El agente Loring recorrió en coche las avenidas de las ciudades de la costa sur, visitando las comisarías y prestando especial atención a los clubs, cafés y salas de recreo donde siempre entran, salen y se cruzan chicas. Dio con un club donde había sido contratada una Doreen Dacres pero adonde ninguna Doreen Dacres había llegado, y eso lo tranquilizó. Incluso telefoneó a Wexford para contárselo, pero su euforia se apagó cuando oyó que el inspector jefe ya lo había averiguado tres horas antes.
La tormenta estalló a las cinco en punto.
Poco antes, las espesas nubes habían aumentado y el cielo del oeste había adquirido un denso tono negro púrpura, formando una cadena de cúmulos montañosos contra la que el perfil de los edificios alcanzaba una curiosa claridad y los árboles descollaban lívidos, con un brillo enfermizo. Pese al pegajoso calor, los compradores comenzaron a apresurarse, mas la lluvia, que tan fácilmente caía cuando era precedida por días lluviosos, ahora, después de dos semanas de sequía, se resistía, como si sólo pudiera brotar como resultado de una presión aguda y angustiosa. Era como si las nubes no estuvieran hechas de simple vapor sino de sacos impermeables, construidos y suspendidos a propósito para contener agua.
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