Tatiana Romanova. Una Romanov. Bueno, ciertamente tenía el aspecto de una princesa rusa, o el de la idea tradicional de una de ellas. El cuerpo alto, de huesos finos, que se movía con tanta gracilidad y permanecía de pie con tal perfección. La espesa mata de cabello largo hasta los hombros y la tranquila autoridad de su perfil. La maravillosa cara estilo Garbo con su curiosa serenidad tímida. El contraste entre la auténtica inocencia de los grandes ojos de un azul profundo y la apasionada promesa de la boca grande. Y la manera en que se había sonrojado, y el modo en que las largas pestañas habían descendido sobre los ojos bajos. ¿Había sido eso el remilgo de una virgen? Bond pensaba que no. En los orgullosos pechos y en la insolencia que marcaba los movimientos rítmicos de la muchacha, había la confianza que confiere el haber sido amada: la afirmación abierta de un cuerpo que sabe para qué puede servir.
Basándose en lo que Bond había visto, ¿podía creer que era el tipo de joven capaz de enamorarse de una fotografía y un expediente? ¿Cómo podía saberse? Una muchacha así tendría una naturaleza profundamente romántica. Había sueños en aquellos ojos y aquella boca. A esa edad, veinticuatro años, la máquina soviética no habría destrozado aún sus sentimientos más íntimos. La sangre Romanov también podría haber generado un anhelo por otros hombres que no fueran el moderno oficial soviético que podría conocer: serio, frío, mecánico, básicamente histérico y, debido a la educación del Partido, infernalmente aburrido.
Podría ser verdad. En su aspecto no había nada que desmintiera su historia. Bond quería que fuese verdadera.
Sonó el teléfono. Era Kerim.
– ¿Nada nuevo?
– No.
– En ese caso, lo recogeré a las ocho.
– Estaré a punto.
Bond colgó el receptor y comenzó a vestirse con lentitud.
Kerim se había mostrado firme respecto a la velada. Bond habría preferido quedarse en la habitación y esperar a que se estableciera el primer contacto: una nota, una llamada telefónica, lo que fuera. Pero Kerim había dicho que no. La muchacha se había mostrado intransigente al puntualizar que ella escogería el momento y el lugar que más le convinieran. Sería un error que Bond pareciese un esclavo de la conveniencia de la joven.
– Es una mala política psicológica, amigo mío -había insistido Kerim-. A ninguna chica le gustan los hombres que corren en cuanto ella silba. Podría despreciarlo si estuviese demasiado disponible. Por su expediente y por su rostro, ella esperará que se comporte con indiferencia… incluso con insolencia. Ella querría eso. Lo que desea es hacerle a usted la corte, comprarle un beso -Kerim había hecho un guiño- a esa boca cruel. Es de una imagen que se ha enamorado ella. Compórtese como esa imagen. Represente su papel.
Bond se había encogido de hombros.
– De acuerdo, Darko. Supongo que tiene razón. ¿Qué me sugiere?
– Haga la vida que llevaría normalmente. Ahora márchese al hotel, tome un baño y una copa. El vodka local está bien si lo rebaja con agua tónica. En caso de que no suceda nada, lo recogeré a las ocho. Cenaremos en el local de un gitano amigo mío que se llama Vavra. Es jefe de una tribu. En cualquier caso, tengo que verlo esta noche. Es una de mis mejores fuentes de información. Está averiguando quién intentó volar mi oficina. Algunas de sus chicas danzarán para usted! No sugiero que deban entretenerlo más íntimamente. Usted debe mantener afilada su espada. Hay un dicho que dice: «¡De lo bueno, si poco, dos veces bueno!»
Bond estaba sonriendo al recordar el dicho de Kerim, cuando volvió a sonar el teléfono. Cogió el receptor. Sólo era para avisarle que había llegado el coche. Mientras bajaba el corto tramo de escalera y se dirigía hacia Kerim, que aguardaba dentro del Rolls, Bond admitió para sí que se sentía decepcionado.
Ascendían hacia la colina lejana a través de los barrios más pobres que se encuentran por encima del Cuerno de Oro, cuando el chófer volvió la cabeza y dijo algo con tono poco concreto.
Kerim le respondió con un monosílabo.
– Dice que una Lambretta viene tras nosotros. Uno de los sin rostro. No tiene ninguna importancia. Cuando quiero, puedo moverme en secreto absoluto. A menudo han seguido a este coche durante kilómetros cuando en la parte trasera había sólo un maniquí. Un coche muy visible tiene su utilidad. Saben que este gitano es amigo mío, pero creo que no entienden por qué. No hay ningún mal en que sepan que vamos a pasar una noche relajada. Un sábado por la noche, con un amigo de Inglaterra, cualquier otra cosa parecería insólita.
Bond se volvió a mirar por la ventanilla trasera y contempló las concurridas calles. Desde detrás de un tranvía que estaba parado, una moto asomó durante un momento y luego quedó oculta por un taxi. Bond dejó de mirar. Reflexionó brevemente acerca de la manera en que los rusos dirigen sus centros de información: con todo el dinero y el equipamiento del mundo, mientras que el servicio secreto británico contaba con sólo un puñado de hombres aventureros y mal pagados para oponerse a ellos, como Kerim, con un Rolls de segunda mano y que se valía de sus hijos para que lo ayudaran. Y sin embargo, Kerim tenía el control de Turquía. Tal vez, a pesar de todo, era mejor el hombre correcto que la máquina adecuada.
A las ocho y media se detuvieron en mitad de una calle empinada de la periferia de Estambul, ante un café al aire libre de aspecto sórdido que tenía unas pocas mesas vacías sobre la calzada. Detrás del mismo se veían las copas de los árboles que asomaban por detrás de un alto muro de piedra. Salieron del coche y éste se marchó. Esperaron a la Lambretta, pero el zumbido de avispa había cesado y, de inmediato, el vehículo dio media vuelta y descendió la cuesta. Lo único que vieron del motorista fue un atisbo de un hombre bajo y rechoncho con gafas.
Kerim abrió la marcha entre las mesas, hasta el interior del café. Parecía vacío, pero un hombre que estaba detrás de la caja registradora se levantó rápidamente. Cuando vio de quién se trataba, le dedicó a Kerim una blanca sonrisa nerviosa. Algo cayó al piso con estrépito. Salió de detrás del mostrador y los condujo al exterior por la parte trasera, donde atravesaron una extensión de grava hasta una puerta que se abría en el alto muro y, después de llamar con un solo golpe, la abrió con una llave y les hizo un gesto para que pasaran.
Se encontraron en un jardín con mesas hechas con tablones desperdigadas aquí y allá bajo los árboles. En el centro había una pista de baile con piso de terrazo. En torno a la misma se veían sartas de luces de colores, ahora apagadas, sujetas a postes enterrados en el suelo. En el extremo más alejado, ante una larga mesa, unas veinte personas de todas las edades habían estado comiendo, pero acababan de dejar los cuchillos y miraban hacia la puerta. Unos niños habían estado jugando en la hierba que se extendía detrás de la mesa. Ahora, también ellos permanecían callados y observaban. La luna creciente, en tres cuartos de su plenitud, lo iluminaba todo con luz brillante y proyectaba sombras membranosas alrededor de los árboles.
Kerim y Bond avanzaron hacia la mesa. El hombre que estaba sentado a la cabecera de la misma les dijo algo a los demás. Se levantó y acudió a recibirlos. El resto volvieron a ocuparse de su cena y los niños de sus juegos.
El hombre saludó a Kerim con reserva. Permaneció de pie durante un largo momento, dando una explicación que Kerim escuchó con atención, haciendo una pregunta ocasional.
El gitano era una figura teatral e imponente ataviada con ropas macedonias: camisa blanca de mangas anchas, fruncidas en los puños; pantalones bombachos y botas de campaña de cuero blando, con cordones. Sus cabellos eran un enredo de negras serpientes. Un enorme mostacho caído de color negro le ocultaba casi por completo la boca roja de labios llenos. Entre los ojos feroces y crueles descendía una nariz de sifilítico. La luna destellaba en la línea definida de la mandíbula y en los altos pómulos. La mano derecha, que lucía un anillo de oro en el pulgar, descansaba sobre la empuñadura de una daga corta, curvada, enfundada en una vaina rematada por filigranas de plata.
Читать дальше