– Pero, ¿y qué hay del entrenamiento para ser un forzudo profesional?
– Ah -dijo Kerim, socarrón-, eso fue sólo un empleo suplementario. Los miembros de nuestros circos ambulantes son casi los únicos turcos a los que se permite atravesar la frontera. Los rusos no pueden vivir sin los circos. Es así de sencillo. Yo era el hombre que rompía cadenas y levantaba pesas mediante una cuerda cogida con los dientes. Luchaba contra los forzudos de las aldeas rusas. Y algunos de ésos de Georgia son gigantes. Por suerte, son gigantes estúpidos y yo ganaba casi siempre. Después, a la hora de beber, siempre se hablaba y chismorreaba mucho. Yo adoptaba aire de estúpido y fingía no entender. Muy de vez en cuando formulaba alguna pregunta inocente y ellos se reían de mi tontería, y me daban la respuesta.
Llegó el segundo plato y una botella de Kavaklidere, un rico borgoña áspero como cualquier otro vino de los Balcanes. El kebab era bueno y sabía a grasa de tocino ahumado y a cebolla. Kerim comió una especie de steak tartare, una gran hamburguesa plana de carne cruda muy picada, acompañada por pimientos y cebollinos y unida con yema de huevo. Hizo que Bond probara un poco. Era delicioso, y Bond así lo dijo.
– Debería comerlo cada día -declaró Kerim, serio-. Es bueno para los que desean hacer mucho el amor. Hay determinados ejercicios que deben hacerse para el mismo propósito. Estas cosas son importantes para los hombres. O al menos lo son para mí. Al igual que mi padre, yo consumo una enorme cantidad de mujeres. Pero, a diferencia de él, yo también bebo y fumo demasiado, y esas cosas no se llevan bien con la actividad amorosa. Ni tampoco este trabajo que hago. Demasiadas tensiones y demasiadas cavilaciones. Llevan la sangre a la cabeza en lugar de al sitio donde debería ir para hacer el amor. Pero soy voraz con la vida. Hago demasiado de todo durante todo el tiempo. De repente, un día me fallará el corazón. El Cangrejo de Hierro me llevará como se llevó a mi padre. Pero yo no le tengo miedo al cangrejo. Al menos habré muerto de una enfermedad honorable. Tal vez, en mi lápida, inscriban: «Este hombre murió a fuerza de vivir demasiado».
Bond se echó a reír.
– No se vaya demasiado pronto, Darko -dijo-. M se disgustaría mucho. Tiene una elevadísima opinión de usted.
– ¿Ah, sí? -Kerim escrutó el rostro de Bond para ver si decía la verdad. Luego rió con deleite-. En ese caso, no permitiré que el cangrejo se lleve mi cuerpo, por el momento. -Miró su reloj-. Vamos, James -dijo-. Ha sido buena cosa que me recordara usted mi deber. Tomaremos café en la oficina. No tenemos mucho tiempo para perder. Cada tarde, a las dos y media, los rusos celebran su consejo de guerra. Hoy, usted y yo les haremos el honor de estar presentes en sus deliberaciones.
El túnel de las ratas
De vuelta en la oficina, mientras esperaban el inevitable café, Kerim abrió un armario y sacó de él varios monos azules de ingeniero. Se desvistió hasta quedar en calzoncillos y se puso uno de los monos y un par de botas de goma. Bond escogió una prenda y calzado similares que le quedaban más o menos bien y se los puso.
Junto con el café, el jefe de secretarios llevó dos poderosas linternas que dejó sobre el escritorio.
Cuando el empleado hubo salido, Kerim dijo:
– Es uno de mis hijos, el mayor. Todos los otros que están ahí dentro son hijos míos. El chófer y el guardia son mis tíos. La sangre común es el mejor dispositivo de seguridad. Y este negocio de las especias es una buena tapadera para todos nosotros. M me instaló en él. Habló con amigos suyos de la City de Londres. Ahora soy el principal comerciante de especias de toda Turquía. Hace ya mucho que le devolví a M el dinero que se me prestó. Mis hijos son accionistas de la empresa. Tienen una buena vida. Cuando hay que hacer algún trabajo secreto y necesito ayuda, escojo entre mis hijos al más adecuado. Todos tienen entrenamiento en diferentes cuestiones secretas. Son inteligentes y valientes. Algunos ya han matado por mí. Todos morirían por mí… y por M. Yo les he enseñado que él está justo por debajo de Dios. -Kerim hizo un gesto con la mano quitándole importancia a lo dicho-. Pero eso es sólo para decirle a usted que se encuentra en buenas manos.
– No había supuesto otra cosa.
– ¡Ah! -exclamó Kerim, evasivo. Cogió las linternas y le entregó una a Bond-. Y ahora, manos a la obra.
Kerim avanzó hasta la amplia librería acristalada y metió una mano detrás de ella. Se oyó un chasquido y la librería se desplazó silenciosa y suavemente a lo largo de la pared, hacia la izquierda. Detrás de la misma había una puerta a ras de la pared. Kerim presionó un lado de la puerta y ésta se abrió hacia dentro, dejando a la vista un túnel oscuro con escalones de piedra que descendían en línea recta. Un olor a humedad, mezclado con leve hedor a zoológico, salió por la puerta e inundó la habitación.
– Usted primero -dijo Kerim-, Baje hasta el final de los escalones y espere. Debo cerrar la puerta.
Bond encendió su linterna; traspasó la abertura y descendió con cuidado por la escalera. La luz de la linterna mostraba recientes trabajos de albañilería y, seis metros más abajo, un brillo trémulo de agua. Al llegar al último escalón, Bond descubrió que la luz trémula era una pequeña corriente que iba a caer por una alcantarilla central abierta en el piso de un antiguo túnel de paredes de piedra que ascendía en empinada cuesta hacia la derecha. Hacia la izquierda, el túnel descendía y desembocaría, calculó Bond, por debajo de la superficie del Cuerno de Oro.
Fuera del radio de la luz de Bond, se oía un constante y quedo ruido de cosas que se escabullían, y en las tinieblas se movían bruscamente de un lado a otro centenares de puntos rojos luminosos. Lo mismo sucedía cuesta arriba como cuesta abajo. Desde seis metros de distancia en ambos sentidos, millares de ratas contemplaban a Bond. Olfateaban su perfume. Bond imaginó sus bigotes desnudando apenas los dientes. Durante un breve momento se preguntó qué acción emprenderían si se le apagara la linterna.
De pronto, Kerim estuvo a su lado.
– Es una larga subida. Un cuarto de hora. Espero que le gusten los animales. -Las carcajadas de Kerim resonaron enormemente alejándose por el túnel. Las ratas riñeron entre sí y se agitaron-. Por desgracia, no hay mucha variedad. Ratas y murciélagos. Escuadrones de ellos, divisiones enteras… todo un ejército de aire y tierra. Y tenemos que ahuyentarlos delante de nosotros. Hacia el final del ascenso las cosas se congestionan bastante. Pongámonos en marcha. El aire es respirable. A ambos lados de la corriente el suelo está seco. Pero en invierno vienen las inundaciones y entonces tenemos que usar trajes de rana. Mantenga la linterna dirigida hacia mis pies. Si se le enreda un murciélago en el pelo, apártelo con la mano. No es algo que suela suceder. Tienen un radar muy bueno.
Comenzaron a ascender por la empinada cuesta. El olor de las ratas y de los excrementos de los murciélagos era fuerte, una mezcla entre jaula de monos y gallinero. A Bond se le ocurrió que pasarían días antes de que pudiera librarse de él.
Grupos de murciélagos colgaban del techo como racimos de uvas marchitas y cuando, de forma ocasional, la cabeza de Kerim o la de Bond los rozaban, salían disparados hacia la oscuridad, chillando. Ante ellos, mientras ascendían, se movía un bosque de puntos rojos que emitían grititos y corrían, y que se hacía cada vez más denso a ambos lados del colector central. De vez en cuando, Kerim dirigía el haz de la linterna hacia delante, y la luz iluminaba un campo gris sembrado de relumbrantes dientes y centelleantes bigotes. Cuando esto sucedía, un frenesí mayor se apoderaba de las ratas, y las que estaban más cerca saltaban sobre el lomo de las otras para alejarse. Durante todo ese tiempo, cuerpos grises trabados en lucha descendían por el colector central dando tumbos y, a medida que la presión de la masa aumentaba en lo alto del túnel, las espumajeantes filas de retaguardia se aproximaban más.
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