– ¡Ya ha llegado, amigo mío! Ahora, antes que nada, un poco de raki. Debe de estar extenuado después de su paseo turístico. -Acribilló al camarero con órdenes.
Bond se sentó en un cómodo sillón y cogió un vaso pequeño que le ofreció el camarero. Lo alzó hacia Kerim y luego lo probó. Era idéntico al ouzo. Lo bebió de un solo trago. El camarero volvió a llenarle el vaso de inmediato.
– Y ahora, pidamos su almuerzo. En Turquía no comen otra cosa que asaduras fritas en aceite de oliva rancio. Al menos, las asaduras del Misir Carsarsi son las mejores.
El sonriente camarero hizo sugerencias.
– Dice que el doner kebab está muy bueno hoy. No le creo, pero podría ser. Es cordero muy joven asado sobre carbón con especias aromáticas. Lleva mucha cebolla. ¿O hay alguna otra cosa que prefiera? ¿Un pilaff o unos de esos condenados pimientos rellenos que comen aquí? De acuerdo, entonces. Y debe comenzar con unas sardinas asadas en papillotte. Son comestibles. -Kerim apremió al camarero. Luego se acomodó en el asiento, sonriéndole a Bond-. Esa es la única manera de tratar a estos condenados. Les encanta que los insulten y los pateen. Es lo único que entienden. Lo llevan en la sangre. Todas estas pretensiones de democracia están matándolos. Lo que necesitan son algunos sultanes, guerras, violaciones y diversión. Pobres brutos, con sus trajes a rayas y sombreros hongo. Son desdichados. Basta con mirarlos. En fin, al diablo con ellos. ¿Alguna noticia?
Bond negó con la cabeza. Le habló a Kerim del cambio de habitación y de la maleta intacta.
Kerim bebió un vaso de raki y se secó la boca con el reverso de la mano. Hizo eco del pensamiento que había tenido Bond.
– Bueno, la partida tiene que comenzar en algún momento. Yo he hecho ciertos movimientos pequeños. Ahora sólo podemos esperar a ver qué pasa. Después del almuerzo haremos una pequeña incursión en territorio enemigo. Creo que le interesará. Oh, a nosotros no nos verán. Nos moveremos en las sombras, bajo tierra. -Kerim rió, encantado con su ingenio-. Y ahora, hablemos de otras cosas. ¿Le gusta Turquía? No, no quiero saberlo. ¿Qué más?
Se vieron interrumpidos por la llegada del primer plato. Las sardinas en papillotte de Bond tenían el mismo sabor de cualquier otra sardina frita. Kerim se puso a comer un gran plato que parecía ser tiras de pescado crudo. Reparó en la mirada de interés de Bond.
– Pescado crudo -informó-. Después de esto tomaré carne cruda y lechuga, y luego un cuenco de yogur. No es que sea caprichoso, pero en otra época me entrené para ser un forzudo de circo profesional. Es una buena profesión en Turquía. El público los adora. Y mi entrenador insistía en que sólo debía comer alimentos crudos. Me habitué a ello. Es bueno para mí -comentó, blandiendo el cuchillo-, pero no pretendo que sea bueno para todo el mundo. Me importa un comino lo que coman los demás, siempre y cuando disfruten con ello. No soporto a los comedores y bebedores tristes.
– ¿Por qué decidió no ser forzudo profesional? ¿Cómo se metió en este lío de profesión?
Kerim levantó una tira de pescado ensartada en el tenedor y la desgarró con los dientes. Bebió medio vaso de raki, luego encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento.
– Bueno -respondió con una amarga sonrisa-, lo mismo da que hablemos de mí como de cualquier otra cosa. Y usted debe de estar preguntándose: «¿Cómo se metió en el Servicio este hombretón loco?» Se lo contaré, pero abreviando, porque es una larga historia. Si se aburre, hágame callar. ¿De acuerdo?
– Bueno. -Bond encendió un Diplómate y se inclinó hacia delante, apoyado sobre los codos.
– Procedo de Trebisonda. -Kerim observó el humo de su cigarrillo que ascendía en volutas-. Somos una familia numerosa con muchas madres. Mi padre era el tipo de hombre al que las mujeres no pueden resistirse. Todas las mujeres quieren que las secuestren. En sus sueños, ansian que un hombre se las eche sobre el hombro, las lleve a una cueva y las viole. Así actuaba mi padre con ellas. Era un gran pescador y su fama se había propagado por todo el mar Negro. Se dedicaba a pescar pe- ees espada. Son difíciles de atrapar y la lucha con ellos es dura, y mi padre siempre superaba a todos los demás que buscaban estos peces. A las mujeres les gusta que sus hombres sean héroes. Él era una especie de héroe en un rincón de Turquía donde es una tradición que los hombres sean recios. Era un tipo grandote y romántico. Así que podía tener cualquier mujer que quisiera. Él quería tenerlas a todas y a veces mataba a otros hombres para conseguirlas. Naturalmente, tenía muchos hijos. Vivíamos unos encima de otros en una enorme casa destartalada y ruinosa que nuestras «tías» hacían habitable. Las tías realmente eran tantas que constituían un harén. Una de ellas era una institutriz inglesa de Estambul que mi padre había visto en el circo. Él se prendó de ella y ella de él, y aquella noche él la llevó a su barca de pesca y remontó el Bosforo para regresar a Trebisonda. No creo que ella se haya arrepentido jamás. Creo que se olvidó de todo el mundo excepto de mi padre. Murió poco después de la guerra. Tenía sesenta años. El hijo anterior a mí se lo había dado una muchacha italiana, y ella le había puesto Bianco de nombre. Él era rubio y yo era moreno. A mí decidieron llamarme Darko. Éramos quince hermanos y hermanas, y tuve una infancia maravillosa. Nuestras tías se peleaban a menudo y nosotros también. Era como un campamento gitano. Lo mantenía unido mi padre, que nos azotaba a todos, mujeres y niños, cuando dábamos la lata. Pero era bueno con nosotros cuando no nos peleábamos y éramos obedientes. ¿No puede entender una familia semejante?
– Según la describe usted, sí que puedo.
– En cualquier caso, era así. Yo crecí hasta ser un hombre casi tan grande como mi padre, pero mejor educado. Mi madre se hizo cargo de eso. Mi padre sólo nos enseñaba a ser limpios y a ir al retrete una vez al día, y a no sentirnos nunca avergonzados por nada del mundo. Mi madre me enseñó también respeto hacia Inglaterra, pero eso era secundario. Cuando cumplí los veinte años, tenía una barca propia y estaba ganando dinero. Pero era un salvaje. Abandoné la casa y me marché a vivir en dos habitaciones en la orilla del mar. Quería tener a mis mujeres donde mi madre no se enterase. Tuve un poco de mala suerte. Conseguí una pequeña muchacha de Besarabia que era como una gata infernal. La había ganado en una pelea con unos gitanos aquí, en las colinas que hay detrás de Estambul. Ellos fueron tras de mí, pero yo la subí a bordo de mi barca.
Primero tuve que dejarla inconsciente de un golpe. Ella aún estaba intentando matarme cuando regresamos a Trebisonda. así que la llevé a mi casa, le quité toda la ropa y la mantuve encadenada y desnuda debajo de la mesa. Cuando yo comía, solía echarle trozos debajo de la mesa, como a un perro. Tenía que aprender quién era el amo. Antes de que pudiera aprenderlo, mi madre hizo algo inaudito. Fue de visita a mi casa sin avisar. Acudió a decirme que mi padre quería verme inmediatamente. Encontró a la muchacha. Mi madre se enfadó realmente conmigo por primera vez en la vida. ¿Enfadarse? Estaba fuera de sí. Yo era un ser cruel que nunca hacía el bien y se avergonzaba de llamarme hijo suyo. La muchacha debía ser devuelta a su gente de inmediato. Mi madre le llevó algunas de sus propias ropas que fue a buscar a la casa. La muchacha se las puso, pero, cuando llegó el momento, se negó a abandonarme. -Darko Kerim profirió una estruendosa carcajada-. Una interesante lección de psicología femenina, querido amigo. De todas formas, el problema de la muchacha es otra historia. Mientras mi madre se afanaba por ella y no recibía más que imprecaciones gitanas por sus molestias, yo me entrevistaba con mi padre, que no se había enterado de nada de todo esto, y que jamás supo nada. Mi madre era así. Con mi padre había otro hombre, un inglés callado con un parche negro sobre un ojo. Estaban hablando de los rusos. El inglés quería saber qué estaban haciendo a lo largo de la frontera, qué estaba sucediendo en Ba- toum, la gran base petrolífera y naval emplazada a sólo ochenta kilómetros de Trebisonda. Pagaría bien la información que se le diera. Yo hablaba inglés y ruso. Tenía buenos ojos y buenos oídos. Tenía una barca. Mi padre había decidido que yo trabajaría para el inglés. Y ese inglés, querido amigo mío, era el comandante Dansey, mi predecesor como jefe de este puesto. Y el resto… -Kerim hizo un gesto con la boquilla del cigarrillo- ya puede imaginárselo.
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