– Ah, amigo mío. Adelante. Adelante. -Un hombre muy corpulento, vestido con un traje de seda tussah color crema de excelente corte, se levantó de detrás de un escritorio de caoba y acudió a recibirlo con la mano tendida.
Un asomo de autoridad subyacente en la sonora voz amistosa le recordó a Bond que aquél era el jefe del puesto T y que él se encontraba en el territorio de otro hombre y, jurídicamente, estaba bajo su mando. No era más que una cuestión de protocolo profesional, pero una cuestión que debía recordar.
Darko Kerim tenía un apretón de manos maravillosamente secas. Eran cinco fuertes dedos occidentales, activos, no el apretón de manos untuosas propio de Oriente, que hace que uno sienta el impulso de limpiarse la mano en los faldones de la chaqueta. Y la mano grande tenía un poder controlado que daba a entender que podía apretar más y más la mano de alguien hasta acabar por partirle los huesos.
Bond medía un metro ochenta y dos de estatura, pero este hombre lo superaba en al menos cinco centímetros, y daba la impresión de ser dos veces más ancho y el doble de grueso que él. El agente inglés alzó la vista hacia dos ojos muy separados, sonrientes y azules, situados en un terso rostro grande y moreno con nariz fracturada de boxeador. Los ojos eran lacrimosos y recorridos por pequeñas venas rojas, como los de un sabueso que con excesiva frecuencia se echa demasiado cerca del fuego. Bond los reconoció como señal de desenfrenado libertinaje.
El rostro era vagamente egipcio en su feroz orgullo, su espeso pelo negro rizado y su nariz curvada, y la impresión de soldado de fortuna vagabundo se veía realzada por un pequeño aro de oro que Kerim llevaba en el lóbulo de la oreja derecha. Se trataba de un rostro sorprendentemente espectacular, vital, cruel y libertino, pero lo que uno advertía más que su especta- cularidad era que irradiaba vida. Bond pensó que jamás había visto tanta vitalidad y calidez en una cara humana. Era como hallarse cerca del sol; Bond soltó la fuerte mano seca y le devolvió a Kerim la sonrisa con una cordialidad que raras veces sentía hacia un desconocido.
– Gracias por enviar anoche un coche para recogerme.
– ¡Ha! -Kerim estaba encantado-. También debe darles las gracias a nuestros amigos. Fue recibido usted por ambos bandos. Ellos siempre siguen a mi coche cuando va al aeropuerto.
– ¿Era una Vespa o una Lambretta?
– ¿Se dio cuenta? Era una Lambretta. Tienen toda una flota de ellas para sus hombrecillos, los hombres a los que llamo «los sin rostro». Se parecen tanto que nunca hemos conseguido diferenciarlos. Son delincuentes de poca monta, sobre todo apestosos búlgaros, que les hacen el trabajo sucio. Pero espero que éste se haya mantenido a prudente distancia. No se acercan al Rolls desde el día en que mi chófer frenó en seco y luego dio marcha atrás a la máxima velocidad posible. Estropeó la pintura y manchó de sangre la parte inferior del chasis, pero les enseñó modales al resto de ellos.
Kerim ocupó su silla e hizo un gesto hacia una idéntica a ésta que se encontraba al otro lado del escritorio. Empujó hacia su visitante una blanca caja plana de cigarrillos, y Bond se sentó, cogió uno y lo encendió. Era el cigarrillo más maravilloso que hubiese probado en su vida, el más suave y dulce tabaco turco en delgados cilindros largos de forma ovalada con una elegante luna creciente dorada.
Mientras Kerim metía uno de ellos en una larga boquilla de marfil manchada de nicotina, Bond aprovechó la oportunidad para recorrer con la mirada la habitación, donde había un fuerte olor a pintura y barniz, como si acabaran de redecorarla.
Era grande, cuadrada y revestida de caoba pulida, excepto en la pared que había detrás del escritorio de Kerim, donde lucía, colgado del techo, un tapiz oriental que se movía suavemente en la brisa como si detrás hubiese una ventana abierta. Pero eso parecía improbable, dado que la luz entraba por tres ventanas circulares abiertas en lo alto de las paredes. Detrás del tapiz había tal vez un balcón que daba al Cuerno de Oro, cuyas olas Bond podía oír chapoteando en las paredes de más abajo. En el centro de la pared que quedaba a la derecha colgaba una reproducción del retrato de la reina pintado por Annigoni, con marco dorado. Frente a éste, también con un marco imponente, se encontraba la fotografía que le había tomado Cecil Beatón, en tiempos de guerra, a Winston Churchill, en la que el primer ministro levantaba los ojos desde su escritorio en las oficinas del gabinete como un despectivo perro bulldog. Una ancha librería se alzaba contra una de las paredes y, en la del otro lado, había un sofá tapizado en piel, muy mullido. En el centro de la sala, el gran escritorio de caoba hacía guiños con sus asas de latón bruñido. Sobre el desordenado escritorio había dos fotografías con marco de plata, y Bond captó de reojo las inscripciones en cobre de dos menciones a la eficacia y la Orden del Imperio Británico, división militar.
Kerim encendió su cigarrillo. Volvió la cabeza para mirar el tapiz.
– Nuestros amigos me hicieron ayer una visita -comentó con tono indiferente-. Colocaron una bomba lapa en la pared exterior. Programada para pillarme en mi escritorio cuando estallara. Gracias a mi buena suerte, me había tomado unos minutos para relajarme en ese sofá con una muchacha rumana que aún cree que un hombre contará secretos a cambio de amor. La bomba estalló en un momento vital. Yo me negué a que me distrajera, pero creo que la experiencia fue excesiva para la chica. Cuando la solté, tenía un ataque de histeria. Me temo que ha decidido que mi manera de hacer el amor es demasiado violenta. -Blandió la boquilla del cigarrillo con gesto de disculpa-. Pero tuvimos que correr para tener la oficina reparada para su visita. Cristales nuevos para las ventanas y para mis cuadros, y ahora apesta a pintura. En cualquier caso… -Kerim se recostó en la silla; en su rostro había un leve fruncimiento de ceño-, lo que no puedo comprender es esta súbita interrupción de la paz. En Estambul convivimos muy cordialmente. Todos tenemos que hacer nuestro trabajo. Es inaudito que mis chers collé- gues declaren de pronto la guerra de esta manera. Resulta bastante preocupante. Sólo puede crearles problemas a nuestros amigos rusos. Me veré obligado a reprender al hombre que lo hizo, cuando averigüe su nombre. -Kerim sacudió la cabeza-. Es de lo más desconcertante. Espero que no tenga nada que ver con este caso que tenemos entre manos.
– Pero, ¿era necesario hacer tan pública mi llegada? -preguntó Bond con voz suave-. Lo último que deseo es implicarlo a usted en todo esto. ¿Por qué envió el Rolls al aeropuerto? Con eso sólo consigue que lo relacionen conmigo.
Kerim rió con indulgencia:
– Amigo mío, tengo que explicarle algo que debe usted saber. Los rusos, los estadounidenses y nosotros tenemos, cada uno, un hombre a sueldo en todos los hoteles. Y todos le pagamos un soborno a un oficial del cuartel general de la policía secreta y recibimos una copia de todos los extranjeros que entran cada día en el país por avión, tren y barco. Si hubiese tenido unos cuantos días más, yo podría haberlo hecho entrar en secreto por la frontera griega, pero ¿con qué propósito? Su existencia aquí debe ser conocida por el otro bando para que nuestra amiga pueda contactar con usted. Una de las condiciones que impuso fue que sería ella misma quien organizara el encuentro. Tal vez no se fía de nuestra seguridad. ¿Quién sabe? Pero se mostró inflexible al respecto y dijo, como si yo no lo supiera, que cuando usted llegara, su centro de trabajo recibiría notificación inmediata. -Kerim encogió sus anchos hombros-. Así pues, ¿por qué ponerle las cosas difíciles a la joven? Lo único que me preocupa es facilitarle las cosas a usted y hacer que se sienta cómodo, para que al menos disfrute de su estancia… aun en el caso de que no fuera fructífera.
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