lan Fleming - Desde Rusia con amor

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Desde Rusia con amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde Rusia con amor es la quinta novela de James Bond escrita por Ian Fleming. La inteligencia soviética planea un golpe contra la inteligencia occidental, para esto han escogido como blanco al agente 007 de MI6. La agente Tatiana Romanova es inducida por la coronel Rosa Klebb para que le ofrezca a Bond un decodificador soviético a cambio de que él la lleve a Inglaterra. El agente Grant se asegurará de que no falle la misión. Bond será ayudado por Kerim Bey, un musulmán que se encubre bajo la identidad de un vendedor de tapetes. El desenlace final será que Kerim Bey morirá a manos de Grant en el Expreso de Oriente, Grant será eliminado por Bond y Rosa Klebb será arrestada, no sin antes herir a Bond con un cuchillo escondido en su zapato. El desenlace de esto se ve en la novela Dr. No, en donde Bond se cura.

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El Elba pasó debajo de ellos y el avión se deslizó a su suave vuelo de ochenta kilómetros hasta Roma. Media hora entre los parloteantes altavoces del aeropuerto Ciampini, tiempo para beber dos excelentes copas de vermut con bíter, y partieron nuevamente, volando suavemente hacia el sur rumbo a la punta de la bota itálica; la mente de Bond volvió a examinar los minuciosos detalles del encuentro que se aproximaba a cuatrocientos ochenta kilómetros por hora.

¿Acaso todo el asunto era un complicado plan del MGB del que no conseguía encontrar la clave? ¿Estaría avanzando hacia algún tipo de trampa que ni siquiera podía desentrañar la tortuosa mente de M? Bien sabía Dios que a M le preocupaba la posibilidad de dicha trampa. Cada ángulo concebible de las evidencias, a favor y en contra, había sido escrutado, no sólo por M sino también por una reunión formal de los jefes de sección que habían trabajado durante toda la tarde y parte de la noche anteriores. Pero, con independencia del ángulo desde el que habían examinado el caso, no habían sido capaces de sugerir qué podían obtener los rusos con aquello. Puede que quisieran secuestrar a Bond e interrogarlo. Pero ¿por qué a Bond? No era más que un agente de operaciones que no estaba implicado en el funcionamiento general del servicio secreto, que no guardaba en la mente nada útil para los rusos, excepto los detalles de la misión del momento y cierta cantidad de información previa que no podía ser vital en modo alguno. O podrían querer matar a Bond, como acto de venganza. Sin embargo, él no se había cruzado con ellos en los últimos dos años. Si querían matarlo, sólo tenían que dispararle en las calles de Londres, o en su apartamento, o ponerle una bomba en el coche.

Los pensamientos de Bond se vieron interrumpidos por la azafata.

– Por favor, abróchense los cinturones de seguridad.

Mientras la mujer hablaba, el avión descendió vertiginosamente y volvió a ascender con una fea nota de tensión en el alarido de los reactores. El cielo se puso repentinamente negro en el exterior. La lluvia martilleó las ventanillas. Se produjo el cegador destello de luz azul y blanca y los sacudió un choque, como si una bomba antiaérea les hubiese caído encima. El avión comenzó a sacudirse y a vibrar en el vientre de la tormenta eléctrica que los había emboscado en la entrada del Adriático.

Bond percibió el olor del peligro. Es un olor feal, algo así como la mezcla de sudor y electricidad estática que se percibe en un salón de máquinas de juego. Una vez más, el rayo tendió su brazo sobre la ventanilla. Restalló. Fue como si se encontraran en el centro de un trueno. De repente, el avión pareció increíblemente pequeño y frágil. ¡Trece pasajeros! ¡Viernes trece! Bond pensó en las palabras de Leolia Ponsonby y sintió las manos húmedas aferradas a los posabrazos del asiento. ¿Qué edad tendrá este avión?, se preguntó. ¿Cuántas horas de vuelo ha realizado? ¿Se habría metido en sus alas el escarabajo mortal de la fatiga metálica? ¿Cuánto de su fortaleza se habría comido ya? Tal vez no llegaría a Estambul, después de todo. Tal vez una caída en picado en el golfo de Corinto sería el destino que él había estado explorando filosóficamente apenas una hora antes.

En el centro de los pensamientos de Bond había una habitación a prueba de huracanes, como el tipo de fortaleza que se encuentra en las casas antiguas de los trópicos. Estas habitaciones son celdas pequeñas, de construcción robusta, situadas en el centro de la vivienda, en medio de la planta baja, y a veces, excavadas dentro de los cimientos. A esta celda se retiran el dueño y su familia en caso de que una tormenta amenace con destruir la casa, y permanecen en ella hasta que pasa el peligro. Bond entraba en su habitación a prueba de huracanes sólo cuando la situación escapaba a su control y no podía emprenderse ninguna otra acción. Ahora se retiró a esta fortaleza, cerró la mente al infierno de ruido y violentas sacudidas, y aguardó con los nervios relajados lo que el destino hubiese decidido para el vuelo 130 de la BEA.

Casi de inmediato las cosas mejoraron dentro del avión. La lluvia dejó de martillear las ventanillas y el sonido de los reactores volvió a su silbido imperturbable. Bond abrió la puerta de su habitación a prueba de huracanes y salió. Giró la cabeza len- lamente, miró con curiosidad por la ventanilla y observó la diminuta sombra del avión que corría allá abajo por las calmas aguas del golfo de Corinto. Profirió un suspiro enorme y se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar su pitillera hecha con bronce de cañones. Se sintió satisfecho al ver que sus manos no temblaban en lo más mínimo mientras sacaba el mechero y encendía uno de los cigarrillos Morland, los de los tres anillos dorados. ¿Debía decirle a Lil que tal vez había estado a punto de tener razón? Decidió que si en Estambul podía encontrar una postal lo bastante grosera, lo haría.

En el exterior, el día se apagaba con los colores de un delfín moribundo, y el Monte Hymettós avanzó hacia ellos, azul en el ocaso. Descendieron sobre la parpadeante extensión de Atenas y, al cabo de poco, el Viscount rodaba por la pista de cemento reglamentaria con su manga catavientos flácida y los letreros en las extrañas letras danzantes que Bond apenas había visto desde que estaba en el colegio.

Bond bajó del avión con un puñado de pálidas personas silenciosas, y avanzó hasta el área de pasajeros en tránsito, donde estaba el bar. Pidió un vaso de ouzo, se lo bebió de un sorbo y a continuación bebió un sorbo de agua helada. Había una fuerte aspereza bajo el sedoso sabor anisado, y Bond sintió que la bebida le prendía un ligero, rápido fuego desde la garganta hasta el estómago. Dejó el vaso en la barra y pidió otro.

Para cuando los altavoces lo llamaron, ya estaba oscuro y la media luna navegaba limpia y alta por encima de las luces de la ciudad. El aire tenía la suavidad de la noche, olía a flores y se oía el pulso regular del canto de las cigarras y la lejana voz de un hombre que entonaba una canción. La voz era clara y triste, y el canto tenía una nota de lamento. Cerca del aeropuerto un perro ladró nervioso al percibir un olor humano desconocido. De repente, Bond se dio cuenta de que había llegado a Oriente, donde el perro guardián aulla durante toda la noche. Por alguna razón, al darse cuenta de esto sintió una punzada de placer y emoción en el corazón.

Les quedaba sólo un vuelo de noventa minutos hasta Estambul, cruzando el oscuro Egeo y el mar de Mármara. Una cena excelente, con dos Martini secos y media botella de clarete Calvet, apartó de la mente de Bond toda reserva acerca de volar en viernes trece y sus preocupaciones respecto a la misión, y las sustituyó por un humor de placentera expectación.

Por fin llegaron y las cuatro turbinas del avión lo hicieron rodar hasta detenerse en la pista del moderno aeropuerto de Ye- silkoy, a una hora de Estambul por carretera. Bond se despidió de la azafata, le dio las gracias por el agradable vuelo, pasó por el control de pasaportes con su pesado maletín y acudió a aduanas para esperar a que su maleta saliera del avión.

Así que estos feos funcionarios, pulcros e insignificantes, eran los turcos modernos. Escuchó sus voces llenas de vocales abiertas, sibilantes silenciosas y modificados sonidos de la letra «u», y observó los oscuros ojos que desmentían las voces suaves, corteses. Eran ojos brillantes, coléricos, crueles que hacía muy poco que habían descendido de las montañas. Bond creía conocer la historia de esos ojos. Se trataba de ojos que durante siglos habían sido formados para vigilar ovejas y descifrar pequeños movimientos en el horizonte. Eran ojos que no perdían de vista la mano del cuchillo, sin que se notara; contaban cada grano de cereal y pequeña fracción de moneda, y reparaban en el movimiento de los dedos del mercader. Eran ojos duros, desconfiados, celosos. A Bond no le gustaban.

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