Al salir de la aduana, un hombre alto y delgado, con caído mostacho negro, salió de las sombras. Llevaba puesto un elegante guardapolvos y una gorra de chófer. Lo saludó y, sin preguntarle a Bond su nombre, cogió la maleta de éste y abrió la marcha hacia un lustroso coche aristocrático: un Rolls Royce antiguo de color negro, modelo coupé-de-ville, que Bond supuso que debía de haber sido fabricado para un millonario de la década de 1920.
Cuando el coche se deslizaba fuera del aeropuerto, el hombre se volvió y, con voz cortés, habló por encima del hombro en un inglés excelente.
– Kerim Bey pensó que preferiría descansar esta noche, señor. Debo pasar a buscarlo mañana a las nueve de la mañana. ¿En qué hotel se alojará, señor?
– En el Kristal Palas.
– Muy bien, señor.
El coche avanzó como un suspiro por una ancha carretera moderna. Detrás de ellos, entre las luces y sombras del aparcamiento del aeropuerto, Bond oyó vagamente las crepitaciones de una motocicleta que se ponía en marcha. El sonido carecía de significado para él, así que se acomodó en el asiento para disfrutar del viaje.
Darko Kerim
James Bond despertó temprano en su sórdida habitación del Kristal Palas, situado en las elevaciones de Pera, y distraídamente bajó una mano para explorar una comezón que tenía en la parte exterior del muslo derecho. Algo lo había picado durante la noche. Irritado, se rascó la picadura. Era de esperar.
Al llegar la noche anterior y ser recibido por un hosco conserje de noche vestido con pantalones y camisa sin cuello, Bond inspeccionó brevemente el vestíbulo de entrada con sus palmeras infestadas de moscas plantadas en macetas de cobre, el suelo y las paredes cubiertas de baldosas moriscas decoloradas, y se dio cuenta de dónde se había metido. Pasó por su cabeza la idea de irse a otro hotel. La inercia, y su perversa afición al cursi romanticismo que rodea a los hoteles continentales anticuados, lo decidieron a quedarse; se registró y siguió al hombre hasta el tercer piso en un viejo ascensor operado mediante cables y fuerza de gravedad.
Su habitación, con unos cuantos muebles viejos de madera y un somier de hierro, era lo que había esperado encontrar. Sólo echó un vistazo para ver si había las típicas manchitas de sangre de las chinches aplastadas contra el papel de la pared que quedaba detrás del somier, antes de despedir al conserje.
Se había precipitado. Cuando entró en el baño y abrió el grifo del agua caliente, éste profirió un profundo suspiro, luego una tos despectiva y, por último, escupió un pequeño ciempiés dentro del lavamanos. Con el fino chorro de agua amarronada del grifo de agua fría, Bond, malhumorado, hizo que el ciempiés desapareciera por la tubería. Todo esto, reflexionó haciendo una mueca, por haber escogido un hotel por su nombre divertido y porque quería escapar de la vida regalada de los hoteles grandes.
Pero había dormido bien y ahora, con la salvedad de que tenía que comprar un insecticida, decidió olvidarse de sus comodidades y comenzar el día.
Bond salió de la cama, descorrió las pesadas cortinas de felpa rojas, se inclinó sobre la balaustrada de hierro y contempló una de las vistas más famosas del mundo: a su derecha, las quietas aguas del Cuerno de Oro; a su izquierda, las danzantes ondas del desprotegido Bosforo, y, en medio de ambos, los ruinosos terrados, encumbrados minaretes y achaparradas mezquitas de Pera. Al fin y al cabo, su elección había sido buena. La vista compensaba muchas chinches y numerosas incomodidades.
Durante diez minutos, Bond permaneció recorriendo con los ojos la chispeante barrera acuática que separaba Europa de Asia, luego regresó a la habitación, ahora iluminada por la brillante luz del sol, y pidió el desayuno por teléfono. No le entendieron en inglés, pero con el francés al menos consiguió algo. Abrió el grifo de la bañera para prepararse un baño frío, se afeitó pacientemente con agua fría, y deseó que el exótico desayuno que había pedido no acabara en chasco.
No lo decepcionó. El yogur que le trajeron en un cuenco de porcelana azul era de color amarillo oscuro y tenía la consistencia de la crema espesa. Los higos frescos, ya pelados, estaban plenamente maduros, y el café turco era negro como la brea y tenía un sabor a quemado que demostraba que acababan de molerlo. Bond tomó el desayuno en una mesa que acercó a la ventana abierta. Contempló los transbordadores de vapor y los caiques que cruzaban y entrecruzaban los dos mares que se extendían ante él, y se formuló preguntas acerca de Kerim y de las novedades que pudiera haber.
A las nueve en punto, el elegante Rolls acudió a buscarlo, atravesó con él la plaza Taksim, bajó por la concurrida calle Is- tiklal y salió de Asia. El espeso humo negro de los transbordadores que aguardaban, identificados con las gráciles anclas cruzadas de la marina mercante, flotaba en el viento sobre la primera mitad del Puente Gálata y ocultaba la otra orilla hacia la que se dirigía el Rolls entre las bicicletas y los tranvías, haciendo sonar su cortés bocina antigua para evitar por poco que los peatones se metieran debajo de sus ruedas. Luego el camino quedó despejado, y el sector europeo antiguo de Estambul resplandeció al final del ancho puente de ochocientos metros de largo. El sector europeo con los esbeltos minaretes guarneciendo los cielos y las cúpulas de las mezquitas, agazapadas a sus pies, con aspecto de grandes y firmes pechos. Debería haber sido un espectáculo de Las mil y una noches, pero, a los ojos de
Bond, que lo veía por encima de los techos de los tranvías y de las cicatrices de modernos letreros publicitarios que se alineaban a lo largo de la orilla, parecía un decorado de teatro en otra época hermoso, que la moderna Turquía había apartado a un lado en favor de las planchas de acero y cemento del Istam- bul-Hilton Hotel, que relucía impersonal a sus espaldas, en las elevaciones de Pera.
Al otro lado del puente, el coche giró a la derecha por una estrecha calle empedrada paralela a la orilla y se detuvo en el exterior de una puerta cochera de alto techo de madera.
Un guardián de aspecto fuerte, con un rostro rechoncho y sonriente y ataviado con gastadas ropas color caqui, salió de la caseta del portero e hizo el saludo militar. Abrió la puerta del coche, y con un gesto le indicó a Bond que lo siguiera. Echó a andar delante, pasando por la caseta y a través de una puerta, hasta un pequeño patio donde había parterres cubiertos de grava pulcramente alineados. En el centro se alzaba un nudoso eucalipto a cuyos pies picoteaban dos palomas torcaces. El ruido de la ciudad era allí un retumbar lejano; el lugar estaba en calma y silencioso.
Avanzaron por la grava y pasaron por otra puerta pequeña, y Bond se encontró en el extremo de un gran almacén que tenía altas ventanas circulares desde las cuales descendían polvorientas columnas oblicuas de sol sobre un espectáculo de bultos y fardos de mercancías. En el lugar reinaba un olor a humedad mezclado con especias y café y, al avanzar Bond siguiendo al guardia por el pasillo central, percibió una repentina oleada de fuerte aroma a menta.
Al final del largo almacén se alzaba una plataforma a la que rodeaba una balaustrada. Sobre ella, media docena de muchachos y muchachas, sentados sobre altos taburetes, escribían con diligencia en gruesos libros mayores anticuados. Era como una oficina de contables descrita por Dickens, y Bond reparó en que cada uno de los altos escritorios tenía un vapuleado ábaco junto al tintero. Ninguno de los empleados alzó la vista cuando Bond pasó entre ellos, pero un alto hombre moreno, con rostro flaco e inesperados ojos azules, avanzó desde el escritorio más alejado para hacerse cargo de Bond, al cual le dedicó una cálida sonrisa que dejó a la vista hileras de dientes extremadamente blancos. Después de lo cual lo condujo a la parte trasera de la plataforma. Con unos golpecitos llamó a una hermosa puerta de caoba que tenía una cerradura Yale y, sin aguardar respuesta, la abrió, dejó entrar a Bond y la cerró suavemente tras de sí.
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