Jacinto Octavio - Cuentos de mi tiempo

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Cuando se movían arreglando los reclinatorios y las sillas, el sagrado recinto parecía estremecerse como santo mordida por la tentación, y el crujir de las sedas imitaba rumor de viento entre hojarasca caída y seca.

Las luces brillaban intensamente; la atmósfera cargada, casi opaca, iba tomando junto a las llamas cambiantes opalinos. El formidable trompeteo del órgano, a veces dominado por las notas altas del canto, se desparramaba por el aire en oleadas de armonía, y cuando cesaban se oía monótono y constante el sonido casi cristalino, pertinaz y agudo, de una moneda de oro golpeada contra una bandeja de plata. Entre el fulgor amarillento de las luces y el sonido de aquella moneda, el templo parecía dominado por algo terrenal y profano, mientras arriba, en lo alto de la cornisa, a cada instante penetraba con más dificultad la luz del sol.

En el crucero de la nave había un ventanal gótico guarnecido de vidrios de colores, industria moderna que reproducía con fidelidad pasmosa una composición antigua, donde estaba pintada, como en un transparente mágico, el sublime episodio de que hablan los Evangelios cuando refieren cómo Jesús echó a los mercaderes del templo.

Era el fondo un edificio soberbio hecho con mármoles y jaspes, e invadido por muchedumbre de gentes abigarradas vestidas lujosamente a usanza hebrea. Los cambistas y negociantes estaban sentados ante las mesillas cargadas de dinero; otros vendían copas de metales preciosos; por el suelo había cestas de panes, jaulas de palomas, y en el centro resaltaba la figura de Jesús divina e imponente, vestido con túnica tan blanca como la luz misma, echando de allí a los que profanaban la casa del Señor. Y en el friso del ventanal se leían estas palabras del evangelio de San Mateo, escritas con caracteres góticos:

Y les dice: Escrito está. Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros cueva de ladrones la habéis hecho.

Al caer la tarde el sol poniente abarcó con sus rayos la ventana de colores iluminando de lleno la figura blanca con sus rayos horizontales; y entonces, como si milagrosamente la vivificaran los besos de aquella luz celeste, se fue desprendiendo de los vidrios, tomó cuerpo en el aire semejante a una forma diáfana, impalpable, flotó en el atmósfera, y lentamente fue bajando, bajando, a modo de aparición soñada, hasta tocar con sus sagrados pies el pavimento de la iglesia, por donde en luces amarillentas, lujos culpables y reflejos metálicos, parecía también desparramado el oro caído de las mesillas de los mercaderes.

Vagó un momento por entre sedas vistosas, flores contrahechas y perfumes lascivos, vio pendientes de los muros del templo los cepillos que pedían dinero, leyó en los corazones el ánsia de riquezas, y ante la impureza de las concupiscencias humanas, su alma se anegó en la tristeza infinita que experimenta el sacrificio estéril y olvidado… mientras en todo el ámbito del templo repercutía el sonido de la moneda de oro golpeada contra la bandeja de plata.

Entonces se inclinó hacia el suelo, cogió de un rincón un manojo de cuerdas olvidadas, y esgrimiéndolo a manera de látigo, castigó con justicia y sin piedad.

Nadie le veía, nadie sentía dolor, y sin embargo las cuerdas acardenalaban las carnes, rompían las galas y mostraban desnudos los cuerpos pecadores. Llenose el aire de deseos torpes, de citas culpables, de hedor de riqueza mal ganada, de gemidos de tristes faltos de consuelo, de llanto de pobres olvidados. Viento de pavor heló los corazones. Allí fue el rechinar de dientes y el crujir de huesos de que habla la Escritura.

Hubo un momento de terror indecible, como debió de haberlo en el templo de Jerusalén, y toda aquella profusión de lujo y de poder quedó destruida y condenada, fantásticamente, en silencio, sin voces, sin gritos, sin dolor físico, sin que lo advirtieran los sentidos. No fue la destrucción en la realidad tangible de las cosas, sino en la íntima realidad de las conciencias.

Siguió el órgano lanzando su formidable trompeteo, el incienso ocultando los altares, y continuó la monedita de oro golpeando la bandeja de plata.

Hecho aquel justo estrago, la figura blanca desprendida del vidrio perdió su forma corporal al trasponer la puerta, y trocada en resplandor luminoso, se hizo ingrávida, se alzó de tierra y se borró en el aire.

Aquella noche, en el templo solitario todo estaba en orden, pero en el ventanal gótico faltaba la figura blanca, y por el hueco de contorno humano que formaban los plomos sin vidrios, se veía en el cielo el parpadear misterioso de los astros.

En el pensamiento y la memoria de las gentes quedó clara y viva la impresión del milagro. ¿Fue antojo de imaginaciones turbadas? ¿Fue realidad?

Alguien dijo que le había visto en la calle socorrer a un pobre, mirar con piedad a una mujer perdida, y acariciar a un niño… Pero nadie sabía quién era. Todos le han olvidado.

LA CUARTA VIRTUD

Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre sorbo y sopa un diario neo católico, cuando entró en su cuarto el ama, diciendo sobresaltada:

– Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.

El deán, alma de la diócesis, porque el señor obispo de puro bueno no servía para nada, agitó con la cucharilla el vaso de agua donde se estaba deshaciendo el azucarillo, bebióselo tranquilamente, se limpió los labios con la servilleta, y mientras encendía un cigarro de papel, más grueso que puro, repuso sin alterarse:

– Lo de siempre… ganas de asustar… algo menos será. Dile que pase.

Garcerín, el monaguillo más listo y endiablado de la santa basílica, traía el espanto pintado en la cara.

– ¿Qué hay, buen mozo?

– Señor, que esta vez va de veras.

– Cuenta, cuenta.

– Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de los candeleros del Carmen, junto al crucero, cuando sonó por arriba, muy arribota, un ruido como si crujiera una piedra al partirse, y cayeron tres o cuatro pedazos mayores que manzanas. Yo creí que serían, como otras veces, de la mezcla que une los sillares, pero miré a lo alto y vi que no: eran de la piedra blanca de la cornisa, donde hay un adorno que parece una fila de huevos y otra de hojas… de pronto ¡pum! otro pedazo gordo, como su cabeza de usted, y dio en la esquina del altar, y partió el mármol… y eché a correr hacia la sacristía.

– ¿Quién estaba allí?

– El señor arcipreste: le señalé dónde había sido, miró, y dijo: «¡Pronto, a cerrar! ¡que no entre nadie… que no pase nadie por ahí! Es el pilar del lado de la Epístola. Vaya, este es el acabose.» Yo volví a mirar, y ¿se acuerda usted de que los pilares son como unas columnas cuadradas, grandes, muy grandes? Pues por arriba, arriba, se han desapartao las piedras más gordas, y entre dos de ellas queda un hueco que cabe un gato… y de allí está cayendo arena y chinas de cal… Dice el señor arcipreste, que con que pase un carro por fuera se viene abajo media iglesia.

– Tenéis razón: esta vez va de veras. Vamos allá.

El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese comprenderle:

– Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal.

A los pocos momentos entraban en la iglesia. Efectivamente: por uno de esos fenómenos difíciles de razonar a primera vista y frecuentes en toda vieja fábrica arquitectónica, el pilar del lado de la Epístola se había rajado en su tercio superior lo mismo que una caña, sin que el arco que en él se apoyaba sufriese, al parecer, la más ligera desviación: pero bastaba ver en lo alto el hueco de que habló el muchacho para comprender que el hundimiento de la bóveda podía sobrevenir de un momento a otro.

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