Acababa él de llegar del extranjero, venía haciendo alarde de gastar mucho, tirando materialmente el dinero. A mí, por el modo de vestirme por mi tipo, ¿qué se yo? por si me ponía colorines y trajes estrambóticos me llamaban «la Vistosa o la rubia vistosa»; me vio, le caí en gracia y comenzó a obsequiarme. Primero quiso que me fuera a vivir con él; luego desistió de ello comprendiendo que en Madrid no puede ser, porque aquí se toleran los líos de casadas, pero no se consiente que vivan juntos un hombre y una mujer libres, que no deshonran ni envilecen a nadie. Total, que acabó por ponerme casa, ¡y qué casa! Y para mi persona ¡que lujo! Desde los zapatos hasta las horquillas me traían de París. ¿Me quería? Estoy persuadida de que no. Si hubiese habido otra más exigente, más cara, esa hubiera deseado; pero ni yo le inspiraba el más leve afecto, ni aún creo que considerándome como mujer, solo como mujer, estuviera entusiasmado conmigo. Le agradaba que supiesen que era suya, que mi lujo corría de su cuenta, y que le costaba mucho; «me tenía» por vanidad. Si le hubiese dicho que quería vivir en un piso cuarto, modestamente, me deja plantada.
Era de carácter áspero, duro, difícil de tratar por lo suspicaz y receloso, como quien se ha educado lejos de toda confianza y cariño, sin calor de hogar. Su placer era gastar, lucir, llamar la atención, parecía un advenedizo, un rico hecho de pronto. Era incapaz de ternura y delicadeza hasta en los instantes de mayor intimidad ¿Concibe usted amor, aunque sea parodia de amor, sin expansión y confianza? ¡Pues, eso! Yo nunca me he hecho ilusiones. Harto sé que mi situación, mi vida, lo que pudiéramos llamar mi historia, me quitan por completo derecho a ciertas exigencias… pero, por naturaleza, por instinto, por temperamento, soy cariñosa, humilde; me gusta más ceder que mandar, y sobre todo, quisiera envolver, velar, la crudeza, la grosería del amor material, rodeándolo de algo delicado, limpio; hasta poético diría, si no temiese que se burlara usted de mi. El amor de las mujeres como yo, es pura comedia, ¿verdad? Ya se sabe que es mentira; pues cuanta más ilusión procure, mejor. Con el vizconde no había modo de lograrlo. Su único goce era que hablasen de él, aunque fuese mal: no le gustaban los placeres por disfrutarlos, sino porque se los envidiaran.
Al segundo año de conocernos tuve un capricho; que Pepe me llevase a París. Estaba él entonces arreglando sus caballerizas y se negó en redondo, haciéndolo de tan mala manera, con tal rudeza que me sentí humillada. – «Primero son los caballos que tú» – me dijo…
Iba por aquel tiempo con Pepe a todas partes, y venía mucho a comer con nosotros, un amigote sayo que entre burlas y veras, pero poniéndose muy serio solía decirme: – «¡Ay, Enriqueta, si yo tuviese fortuna, qué vida tan distinta haría usted!» – Yo nunca le contestaba… Era uno de esos hombres a quienes se siente no haber conocido antes… La imagen de la dicha que llega tarde. Bueno, pues este amigo hablando una tarde de la negativa de Pepe a llevarme a París me dijo: – «Yo le he aconsejado que vayan ustedes, que de allá podrá traer quien le arregle todo eso de los caballos mejor que aquí; pero es muy terco. Basta que le hagan una indicación para que no la siga. Lo mismo era su padre.» – Entonces comenzó a contarme que se conocían desde niños, que luego, de muchachos, habían estado juntos en Londres empleados en la misma casa de banca. Por último, que su padre, el de Pepe, le había mandado de chico a Inglaterra por una trastada que hizo aquí, y que el tal padre era un tío muy malo que había quebrado en falso arruinando a mucha gente. Escuché aquello con verdadero asombro; le hice mil preguntas, le hablé de quien era mi padre, de mi familia dudé, volví a preguntarle, y sacamos en limpio que Pepe García, el vizconde de Manjirón, mi amante, era el hijo de mi tutor, de don Ulpiano, el hijo del hombre que había causado mi desgracia y mi envilecimiento. Fácilmente se explica que yo no lo supiera antes. Mi tutor se llamaba Ulpiano García Pignorado, pero todo Madrid le designaba por el segando apellido; Pepe ponía naturalmente después del García paterno el apellido de su madre: además, al morir mi tutor, Pepe vino de Londres, recogió su herencia y se volvió al extranjero: viajó mucho y en Roma, por un donativo que hizo al Papa durante una peregrinación, consiguió titularse con el nombre de una dehesa de Manjirón que tenía cerca del Escorial. Cuando le conocí todo Madrid le llamaba Pepe García, o el vizconde de Manjirón. ¿Cómo podía yo suponer que fuese el hijo de don Ulpiano?
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