Juan Valera - Dafnis y Cloe

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De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones, florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos primitivos, donde a veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales, la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.

Para dar autoridad a alguna doctrina religiosa o filosófica, casi se forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris o la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio y la de Proclo por Marino. Hasta para dar una explicación racionalista a la historia divina, para traer a la tierra a los númenes que el vulgo adoraba y reducirlos a la condición y proporciones humanas, se inventaba fábulas no menos increíbles y absurdas que la misma religión, que tiraban a destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta hoy sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes y, sobre todo, el autor de un libro titulado Dios y su tocayo donde se pretende probar que Jehováh era el emperador de la China y Adán un súbdito rebelde, expulsado del Celeste Imperio.

Es evidente que, al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y a grandes rasgos, y no podemos ceñirnos a la cronología, ni marcar con precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos a afirmar que, hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que ahora podemos llamar novela de costumbres. Toda ficción es sobre algo que toca o interesa a la vida pública, ya religiosa, ya política, ya filosófica. La novela de casos domésticos estaba en germen y reducida al cuento oral, que hasta muy tarde no empezó a coleccionarse.

Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibaris y de Chipre, y eran a menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro, o posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.

Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la libertad de la democracia ateniense, olvida lo político y se emplea en representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia nueva aparece la verdadera vida interior y doméstica, y se pintan caracteres y pasiones de personajes privados.

En la novela, lo que responde a la comedia nueva en el teatro, esto es, lo que hasta cierto punto pudiéramos llamar novela de costumbres, vino mucho más tarde. Todo novelista de este género puede afirmarse que es posterior a la Era Cristiana.

No por esto juzgo yo, como los clasicistas severos, que es época de decadencia esta en que apareció la novela de dicha clase. Verdad que el siglo de loro de las letras griegas fue el de Pericles; pero autores eminentes hubo en épocas muy distintas, nuevos períodos de florecimiento y nuevos campos para luchar y vencer se abrieron después en repetidas ocasiones al ingenio helénico; ora bajo los Ptolomeos y otros sucesores de Alejandro, en filosofía, en ciencias exactas y naturales, y en poesía lírica y bucólica; ora bajo la dominación de Roma, en quien infundió Grecia su cultura ora con la aparición y difusión del cristianismo y el gran movimiento de ideas que trajo en pos de sí, aun hasta después de caer el imperio de Occidente. Yo creo que no pueden llamarse épocas de decadencia en una literatura aquellas en que florecen poetas como Teócrito, Bión y Calímaco; prosistas com o Polibio, Plutarco y Luciano; filósofos como Plotino, y escritores tan elocuentes y pensadores tan profundos como tantos y tantos padres de la Iglesia.

En esta última época, a saber, desde el primero al quinto o sexto siglo de la Era Cristiana, es cuando escriben los principales novelistas griegos de la novela propiamente dicha, o dígase de la novela de costumbres, o más bien de la novela de amor y aventuras, ya que las costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se empleaba lo que hoy llamamos o podemos llamar color local y temporal, sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día, porque los hombres creían sin gran dificultad, por dónde era llano ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas filosóficas, religiosas, geográficas e históricas.

Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la Eubea, de Dión Crisóstomo; el Asno, de Lucio de Patras; Las Efesiacas, de Jenofonte de Éfeso; Teágenes y Clariclea, de Heliodoro; Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio, y Las Pastorales, de Longo, o Dafnis y Cloe, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor de todas, ya que el Asno, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la Eubea, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y después, como sucede por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro, el poema de Alejandro y las historias troyanas.

Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya a pasión de traductor Dafnis y Cloe es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo.

Contra los ataques que se han dirigido a su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyen: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar a Cloe, a quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso a veces y tremendo.

Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rama hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.

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