Vicente Blasco - Cuentos Valencianos

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Y como digno final a aquella exposición, en lugar preferente, ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas perlas que habían de atravesar el airoso rodete, y aquel aderezo, famoso en Beni-muslim, que la siñá Tomasa había comprado en catorce onzas en la calle de las Platerías.

¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo cada vez que ponderaban su futura felicidad; pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser superior.

Por la noche fué la lectura de las cartas. Llegó don Julián, el notario, en su vieja tartana, acompañado de su acólito, un infeliz con cara hambrienta, con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel sellado bajo el brazo.

Don Julián fué entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.

¡Qué hombre tan sabio aquél! Leía las escrituras en valenciano e intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha… Vamos, que no había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor, siempre grave, que tenía cierto aire eclasiástico, con su largo paletó negro, semejante a una sotana, el rostro carrilludo y frescote, cuidadosamente afeitado y las recias gafas montadas en la frente, lo que era para los vecinos de Benimuslim un capricho inexplicable propio de los grandes talentos.

Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos de casa, con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, los platos de amargos y las tortas finas secas como cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.

Tosió varias veces don Julián, púsose en pie, tirando de las solapas de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en valenciano.

¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar al novio hizo una mueca grotesca, y el tío Sento fué el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile, y volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del contrato, todos se pusieron graves; un viento de egoísmo y de avaricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la emoción de oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sento era el único que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta dónde llegaba su generosidad.

Así se hacían las cosas. Los padres de Marieta lloraban y las vecinas movían la cabeza con expresión de sentimiento. A un hombre así se le podía entregar una hija sin remordimiento alguno.

Cuando el papelote quedó firmado comenzaron a circular los dulces y las copas. El notario lucía su ingenio, mientras el famélico escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.

Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de la boda. Don Vicente, el cura y él se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.

A las once terminó la fiesta de las cartas. El cura acababa de retirarse escandalizado de estar en pie a aquellas horas teniendo que decir la misa primera; el alcalde le había acompañado, y salió por fin el tío Sento con el notario y el escribiente, los que llevaba a dormir a su casa.

Las calles estaban oscuras. Más allá de la casa de Marieta estaba la densa lobreguez de los campos, de la que salían rumores de follaje y cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas con un cielo de intenso azul. Ladraban los perros en los corrales, contestando a los relinchos de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario y su ayudante andaban con precaución, temiendo tropezar con algún pedrusco de aquellas calles desconocidas.

– ¡Ave María Purísima! – gritaba a lo lejos una voz acatarrada. – ¡Las onse…, sereno!

Y don Julián sentíase intranquilo en aquella lobreguez. Le parecía ver bultos sospechosos, y en la esquina de la calle, espiando la puerta de Marieta, creyó distinguir gente en acecho…

– «¡Allá va!» Y sonó un terrible chasquido, como si se rasgara a un tiempo toda la ropa blanca de la novia; y de la esquina surgió una gruesa línea de fuego que avanzó rápidamente y serpenteante con un silbido atroz, que puso los pelos de punta al buen notario.

Era un enorme cohete. ¡Vaya una broma! El notario se arrimó, tembloroso, a una puerta, mientras el escribiente casi caía a sus pies, y allí estuvieron los dos durante unos segundos que le parecieron siglos, viendo con angustia cómo el petardo iba de una pared a otra como fiera enjaulada, agitando su rabo de chispas, conteniendo por tres o cuatro veces su silbante estertor, hasta que por fin estalló en horrendo trueno.

El tío Sento había permanecido valientemente en medio de la calle… ¡Redéu! Ya sabía él de dónde venía aquello.

– ¡Chentola indesent – gritó con voz ronca por la rabia.

Y agitando su enorme gayato avanzó amenazante, como si tras la esquina fuese a encontrar al Desgarrat con toda la parentela de la siñá Tomasa.

III

Las campanas de Benimuslim iban al vuelo desde el amanecer.

Se casaba el tío Sento, noticia que había circulado por todo el distrito, y de los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes: unos, a caballo, en sus bestias de labranza, con el sobrelomo cubierto con vistosas mantas, y otros, en sus carros, con sillas de cuerda atadas a los varales, en la que iba sentada toda la familia, desde la mujer con el pelo reluciente de aceite y la mantilla de terciopelo, hasta los chicos que lloriqueaban por las maternales bofetadas recibidas cada vez que atentaban a la limpieza de sus trajes de fiesta.

La casa de tío Sento era un verdadero infierno. ¡Qué movimiento! Desde el día anterior allí no se descansaba. Las vecinas que gozaban justa fama de guisanderas, iban por el corral con los brazos arremangados y el vestido prendido atrás con alfileres, mostrando las blancas enaguas, mientras que cerca de la gran hoguera algunos muchachos atizaban las hogueras de secos sarmientos.

Aquello era el matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote a las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres, revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo, manchado de sangre, y en las vacilantes llamas tostábase la fláccida piel todavía erizada de cañones, pasando después las víctimas a ser colgadas de una rama de higuera, donde la tía Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto, abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.

Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto del año vivían condenadas a manejar la azada de sol a sol sin más consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao, se embriagaban de grasa en la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquélla, con todo lo que Dios cría de bueno.

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