Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Pasó algun tiempo y al fin se escuchó el primer canto del gallo.
Era la media noche.
Abrióse entonces el postigo del jardin, donde habian entrado Yaye y Abd-el-Gewar y salieron dos personas envueltas en alquiceles blancos.
El postigo se cerró.
Las dos personas descendieron en silencio por el repecho en direccion á las montañas cercanas.
La una, encorvada como bajo el peso de los años, se apoyaba en el brazo de la otra, que era esbelta, fuerte, como alentada por el fuego de una vigorosa juventud.
Su paso era apresurado. El jóven sostenia al viejo. Deslizábanse bajo el rayo de la luna que aparecia en medio de un cielo despejado, iluminando de una manera fantástica las montañas cercanas, que recortaban vigorosamente sus penumbras oscuras sobre los valles, mientras á lo lejos apenas se percibian otras montañas casi perdidas entre las brumas de la noche.
Al fondo se extendia una línea brillante.
Era el mar, cuyo gemido se escuchaba ténue é incesante, debilitado por la distancia.
De tiempo en tiempo y entre el oscuro follaje de los álamos que crecian junto á las riberas, en el fondo de los valles, se levantaba la armoniosa y magnífica voz de un ruiseñor enamorado, y allá en las altísimas rocas se dejaba oir el poderoso y estridente graznido de los aguiluchos hambrientos, mientras acá y allá, en todas direcciones se levantaba de entre la yerba el canto alegre de millares de grillos.
Ni una habitacion humana, ni nada que revelase la existencia del hombre en aquellas soledades, se advertía cerca ó lejos, al poco espacio de haberse aventurado los dos hombres de los alquiceles blancos en la montaña.
El eco repetia sus pasos en las concavidades de las rocas, al marchar sobre las ásperas crestas y alguna piedra desprendida á su paso del borde de los desfiladeros, rodaba con estruendo á las profundidades de los valles.
Al cabo de media hora de marcha, el viejo y el jóven llegaron á la entrada de un oscuro pinar. Antes de que pudiesen aventurarse en él se oyó un chasquido, y un venablo pasó silbando sordamente á mucha distancia de ellos.
Indudablemente era une seña, no una amenaza, puesto que el viejo se detuvo y agitó por tres veces su alquicel.
A aquella señal viéronse moverse sombras informes en la entrada de la selva, y adelantar hácia el repecho donde se habian detenido el viejo y el jóven.
El número de aquellas sombras podia llegar á veinte y cuatro. Dos de ellas llevaban una litera.
Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su trage era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veian sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba á las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban á la espalda una aljaba llena de venablos ó saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta.
Aquellos hombres parecian salteadores, bandidos, gente aparejada á todo linaje de crueldad y de desafuero.
En efecto, tenian mucho de salteadores, porque aquellos hombres eran monfíes.
Mas adelante tendremos ocasion de decir lo que estos monfíes eran.
El anciano habló algunas palabras en árabe con el que parecia jefe de aquella gente, y despues abrió la litera, y entró en ella con el jóven.
La litera se cerró de tal modo, que los que iban dentro no podian ver el camino por donde se les conducia.
Inmediatamente cuatro de los monfíes cargaron con la litera, y rodeados de los restantes adelantaron hácia el oscuro pinar, y se internaron en él.
El lugar donde el jóven y el anciano habian entrado en la litera, quedó solitario.
Poco despues y durante una hora, aparecieron uno tras otro en el repecho frontero al pinar, doce hombres envueltos en alquiceles blancos.
Siempre que aparecia uno de aquellos hombres, zumbaba á alguna distancia de él una saeta salida del pinar.
El hombre se detenia; agitaba por tres veces el extremo de su alquicel, y adelantaba sin recelo, aventurándose en la oscura selva, como en un terreno conocido.
Poco despues otro hombre envuelto tambien en un alquicel blanco, llegó al mismo punto que los otros, y como junto á los otros, zumbó junto á él otra saeta.
En vez de agitar aquel hombre por tres veces su alquicel, se volvió, y empezó á trepar apresuradamente el repecho por donde poco antes habia descendido.
Escuchóse entonces el simultáneo chasquido de algunas ballestas, y el ronco silbar de muchos venablos: el que huia cayó.
Poco despues algunos monfíes estaban á su alrededor, y le reconocian.
– Es el alguacil de Mecina de Bombaron, dijo uno de ellos en árabe á sus compañeros; un perro, espía de los cristianos.
Y arrastrándole por un pié hasta el borde del desfiladero, le arrojó á la profundidad.
Oyóse un ronco gemido, luego el rebotar pesado del cuerpo sobre las rocas, despues el zumbido de un objeto voluminoso que cae al agua.
Despues nada. Los monfíes habian desaparecido. Solo quedaba en el sendero del repecho junto á la cortadura, un ancho rastro de sangre, y algunos girones blancos que iluminaban la luna sobre los espinos.
En aquel mismo punto, sentado en un divan, en una magnífica cámara, teniendo á los piés, sobre la alfombra de pieles de tigre, una hermosa esclava, habia un anciano.
Este anciano dormitaba; su venerable barba blanca se inclinaba sobre su pecho; sus anchas y régias vestiduras se extendian sobre el divan.
Entre la toca árabe del anciano, se veian las puntas de oro de una corona de rey.
La esclava sentada á sus piés, abstraida y pálida, mostraba en sus negros y radiantes ojos una mirada diáfana, y como fija en la inmensidad; de tiempo en tiempo su blanca mano, arrancaba una flevil y fugitiva armonía de las cuerdas de oro de su guzla de marfil.
Un ruiseñor, encerrado en una jaula riquísima, pendiente de la cúpula, lanzaba tambien de tiempo en tiempo un largo y armónico trino.
Una lámpara de seda pendiente de la cúpula, arrojaba los reflejos de la ténue luz que contenia, destellando dulcemente en los erretes de diamantes del almaizar del anciano, en el brillante pomo de su yatagan, en la cabellera, y en los ojos de la esclava, en la ancha tunica de brocado de esta, y en los arabescos dorados que enriquecian los arcos sobre que se asentaba la cúpula.
Era un cuadro de reposo que inspiraba sueño.
Una imágen de voluptuosidad, que inspiraba amores.
Un detalle encantador de la vida íntima de los musulmanes.
El anciano era hermoso, á pesar de su edad.
La esclava, era un arcángel humano.
La cámara, era un robo hecho al paraíso.
Durante algun tiempo, el anciano continuó dormitando, la esclava pensando, trinando el ruiseñor.
Mas allá todo era silencio.
De repente se escuchó un golpe vibrante y metálico.
El ruiseñor calló; el anciano levantó la cabeza; la esclava se puso de pié, dejando ver la arrogante esbeltez de sus formas.
Retumbó un segundo golpe; el anciano se puso de pié, y mandó con un ademan á la esclava que saliese.
Esta desapareció por uno de los arcos laterales, como una ilusion de amores.
Cuando se hubo perdido el ténue eco de los pasos de la esclava, el anciano fué á la puerta de la cámara y la abrió.
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