Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¿Y por qué os alegraríais, amigo?

– ¿Por qué? Porque habría donde sentaros la mano.

– Paréceme que servís vos tanto para zurrarme á mí como vuestro caballo para correr liebres – dijo el palafrenero con ese descaro peculiar de la canalla palaciega.

– Si mi caballo no sirve para correr liebres, sírvolo yo para haceros dar una carrera en pelo – contestó el incógnito, que aún permanecía embozado – , y sin decir una palabra más se fué para el palafrenero con tal talante, que éste retrocedió asustado hacia una puerta inmediata, á tiempo que salían de ella dos hombres al parecer principales, contra uno de los que tropezó violentamente el que huía.

El tropezado empujó vigorosamente al palafrenero, que fué á dar en medio del arroyo, y apenas se rehizo se quitó el sombrero y se quedó temblando é inmóvil, entre los caballeros que salían y el forastero.

Miró el caballero tropezado alternativamente al palafrenero, al incógnito y á su caballo; comprendió por lo amenazador de la actitud del jinete que se trataba de alguna pendencia cortada, ó por mejor decir, suspendida por su aparición, y dijo con acento severo y lleno de autoridad:

– ¿Que significa esto?

– Señor, este mal hombre quería pegarme porque me he reído de su caballo – contestó el palafrenero.

– Yo no extraño que se rían de este animal – dijo el embozado – ; lo que extraño es que se atrevan á insultarme, á mí, que ni soy manco ni viejo.

– En cuanto á lo de viejo, no puedo hablar porque no se os ve el rostro – dijo el al parecer caballero – ; en cuanto á si sois ó no manco, paréceme que si tenéis buenas las manos, tenéis manca la cortesía.

– ¡Eh! ¿qué decís?

– Digo, que para tener de tal modo calado el sombrero y subido el embozo cuando yo os hablo, debéis ser mucha persona.

– De hidalgo á hidalgo, sólo al rey cedo.

– Os habla el conde de Olivares, caballerizo mayor del rey – dijo el otro caballero que hasta entonces no había hablado.

– ¡Ah! Perdone vuecencia, señor – dijo el incógnito desembozándose y descubriéndose – , es la primera vez que vengo á la corte.

Al descubrirse el jinete dejó ver que era un joven como de veinticuatro años, blanco, rubio, buen mozo y de fisonomía franca y noble, á que daban realce dos hermosos y expresivos ojos negros.

– ¡Ah! ¿Acabáis de venir? – dijo el conde de Olivares prevenido en favor del joven – . ¿Y á qué diablos os venís á entrar con ese caballo por las caballerizas del alcázar? En sus tiempos debe de haber sido mucho…

– Cosas ha hecho este caballo y en peligros se ha visto que honrarían á cualquiera, y si porque es viejo lo desprecian los demás, yo, que le aprecio porque le apreciaba mi padre…

– ¿Y quién es vuestro padre?

– Mi padre era…

– Bien; pero su nombre…

– Jerónimo Martínez Montiño, capitán de los ejércitos de su majestad.

– Yo conozco ese apellido y creo que le estoy oyendo nombrar todos los días; ¿no recordáis vos, Uceda?

– ¡Bah! Ese apellido es el del cocinero mayor de su majestad.

– El cocinero de su majestad es mi tío.

– ¡Ah! Pues entonces sois de la casa – dijo el conde – ; cubríos, mozo, cubríos, que corre un mal Norte, y seguid hacia el alcázar; y tú, bergante – añadió dirigiéndose al palafrenero – , toma el caballo, llévale á las caballerizas y cuídale como si fuera un bicho de punta; y debe de haberlo sido. ¡Diablo, lo que son los años!

Y el conde de Olivares y el duque de Uceda se alejaron hacia los Consejos, mientras el joven pasaba el arco en dirección al alcázar, murmurando:

– ¡El conde de Olivares y el duque de Uceda! Paréceme de buen agüero este encuentro… Ello dirá… Lo que únicamente me inquieta es el haber dejado á Cascabel entregado á aquel bergante… Pero mi tío arreglará esto y lo otro. Vamos en busca de mi tío.

El joven atravesó la plaza de Armas y se encaminó en derechura al pórtico del alcázar sin detenerse un punto á mirarle, á pesar de que pertenecía al gusto del renacimiento y era harto bello y rico para no llamar la atención á un forastero; pero fuese que nuestro joven no se admirase por nada, fuese que le preocupase algún grave pensamiento, fuese, en fin, que comprendiese que es más fácil hacerse paso cuando se camina de una manera desembarazada, altiva y como por terreno propio, la verdad del caso fué que se entró por las puertas del alcázar como si en su casa entrara, alta la frente, la mano en la cadera y haciendo resonar sus espuelas de una manera marcial sobre el mármol del pavimento.

Ni él miró á nadie ni nadie le miró; atravesó un vestíbulo sostenido por arcadas, siguió una galería adelante y se encontró en el patio.

Al ver ante sí la multitud de puertas que abrían paso á otras tantas comunicaciones del alcázar, hubo forzosamente de detenerse y de buscar entre los que entraban y salían á alguno de la servidumbre interior que le guiase hasta las regiones de la cocina, y al fin se dirigió á un enorme lacayo que le deparó su buena suerte.

– ¿Por dónde voy bien á la cocina, amigo? – preguntó nuestro joven.

Miróle de alto abajo el lacayo, extrañando, sin duda, que por tal dependencia le preguntase un mancebo, buen mozo, que transcendía á la legua á hidalgo y á valiente, y que llevaba con suma gracia su traje de camino.

– No os dejarán llegar á la cocina de su majestad – contestó el lacayo después de un momento de importuna observación – si no decís á quién buscáis.

– Busco – dijo el joven – al cocinero mayor.

– ¡Ah! Pues si buscáis al señor Francisco Montiño, os aconsejo que le esperéis mañana, á las ocho, en la puerta de las Meninas; todos los días va á esa hora á oír misa á Santo Domingo el Real.

Y el lacayo, creyendo haber dado al joven bastantes informes, se marchaba.

– Esperad, amigo, y decidme si no vais de prisa: ¿por qué razón he de esperar á mañana y esperar fuera del alcázar?

– Porque el cocinero mayor, aunque vive en el alcázar, no recibe en él á persona viviente.

– ¡Cómo!

– No recibe en su casa por dos muy buenas razones.

– ¿Y cuáles son esas buenas razones?

– La una es su mujer y la otra su hija; desde que su hija cumplió los catorce años nadie entra en su cuarto; y desde que se casó en segundas nupcias ha clavado las ventanas que dan á las galerías.

– ¡Bah! Pero recibirá en la cocina.

– Menos que en su casa. Allí no recibiría ni al mismo rey.

– No importa. Yo sé que me recibirá.

– Mucha persona debéis ser para él.

– Soy su sobrino.

Cambió de aspecto el lacayo al oír esta revelación; dejó su aspecto altanero y un si es no es insolente; pintóse en su semblante una expresión servicial y cambió de tono; lo que demostraba que el cocinero mayor tenía en palacio una gran influencia, que se le respetaba, y que este respeto se transmitía á las personas enlazadas con él por cualquier concepto.

– ¡Ah! ¿Conque vuesa merced es sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo acompañando sus palabras con una sonrisa suntuosa – ; eso es distinto, vamos, y llevaré á vuesa merced hasta donde sin tropezar y en derechura pueda encaminarse á la cocina.

Y, volviendo atrás, se entró por una puertecilla situada en un ángulo, subió por una escalera de caracol y salió á una larga galería.

El joven siguió tras él y así atravesaron algunas puertas, en todas las cuales había centinelas; pero muy pronto empezaron á recorrer enormes salones desamueblados en la parte íntima, por decirlo así, del alcázar.

Subieron otras escaleras, y en lo alto de ellas se detuvo el lacayo.

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