Benito Pérez Galdós - La Fontana de Oro
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CAPÍTULO II
#El club patriótico#.
En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café, y el correspondiente á la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después el dueño del café se vió en la necesidad de construir una tribuna. El gentío que allí concurría era tan considerable, que fué preciso arreglar el local, poniendo bancos ad hoc ; después, á consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente , se demarcaron las filiaciones políticas; los exaltados se encasillaron en la Fontana , y expulsaron á los que no lo eran. Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto tomando café ó chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima el techo con toda la mole patriótica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al café.
Una de las cuestiones que más preocupaban al dueño fué la manera de armonizar lo mejor posible el patriotismo y el negocio, las sesiones del club y las visitas de los parroquianos. Dirigió conciliadoras amonestaciones para que no hicieran ruido pero esto parece que fué interpretado como un primer conato de servilismo, y aumentó el ruido, y se fueron los parroquianos.
En la época á que nuestra historia se refiere, las sesiones estaban todavía en la planta baja. Aquéllos fueron los buenos días de la Fontana . Cada bebedor de café formaba parte del público.
Entre los numerosos defectos de aquel local, no se contaba el de ser excesivamente espacioso: era, por el contrario, estrecho, irregular, bajo, casi subterráneo. Las gruesas vigas que sostenían el techo no guardaban simetría. Para formar el café fué preciso derribar algunos tabiques, dejando en pie aquellas vigas; y una vez obtenido el espacio suficiente, se pensó en decorarlo con arte.
Los artistas escogidos para esto eran los más hábiles pintores de muestra de la Villa. Tendieron su mirada de águila por las estrechas paredes, las gruesas columnas y el pesado techo del local, y unánimes convinieron en que lo principal era poner unos capiteles á aquellas columnas. Improvisaron unas volutas, que parecían tener por modelo las morcillas extremeñas, y las clavaron, pintándolas después de amarillo. Se pensó después en una cenefa que hiciera el papel de friso en todo lo largo del salón; mas como ninguno de los artistas sabía tallar bajo-relieves, ni se conocían las maravillas del cartón-piedra, se convino en que lo mejor sería comprar un listón de papel pintado en los almacenes de un marsellés recientemente establecido en la calle de Majaderitos. Así se hizo, y un día después la cenefa, engrudada por los mozos del café, fué puesta en su sitio. Representaba unos cráneos de macho cabrío, de cuyos cuernos pendían cintas de flores que iban á enredarse simétricamente en varios tirsos adornados con manojos de frutas, formando todo un conjunto anaecreóntico-fúnebre de muy mal efecto. Las columnas fueron pintadas de blanco con ráfagas de rosa y verde, destinadas á hacer creer que eran de jaspe. En los dos testeros próximos á la entrada, se colocaron espejos como de á vara; pero no enterizos, sino formados por dos trozos de cristal unidos por una barra de hojalata. Estos espejos fueron cubiertos con un velo verde para impedir el uso de los derechos de domicilio que allí pretendían tener todas las moscas de la calle. A cada lado de estos espejos se colocó un quinqué, sostenido por una peana anaecreóntico, donde se apoyaba el receptáculo; y éste recibía diariamente de las entrañas de una alcuza, que detrás del mostrador había, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta más de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba á un lado y otro como quien dice no , y se extinguía, dejando que salvaran la patria á obscuras los apóstoles de la libertad.
El humo de estos quinqués, el humo de los cigarros, el humo del café habían causado considerable deterioro en el dorado de los espejos, en el amarillo de los capiteles, en los jaspes y en el friso clásico. Solo por tradición se sabía la figura y color de las pinturas del techo, debidas al pincel del peor de los discípulos de Maella.
Los muebles eran muy modestos; reducíanse á unas mesas de palo, pintadas de color castaño simulando caoba en la parte inferior, y embadurnadas de blanco para imitar mármol en la parte superior, y á medio centenar de banquillos de ajusticiado, cubiertos con cojines de hule, cuya crin, por innumerables agujeros, se salía con mucho gusto de su encierro.
El mostrador era ancho, estaba colocado sobre un escalón, y en su fachada tenía un medallón donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jeroglífico. Detrás de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y á un lado y otro de éste, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas. Al través de la mitad de estos cristales se veían también bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no existía, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas. Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.
En el local que hemos descrito se reunía la ardiente juventud de 1820. ¿De dónde habían salido aquellos jóvenes? Unos salieron de las Constituyentes del año 12, esfuerzo de pocos, que acabó iluminando á muchos. Otros se educaron en los seis años de opresión posteriores á la vuelta de Fernando. Algunos brotaron en el trastorno del año 20, más fecundo tal vez que el del 12. ¿Qué fué de ellos? Unos vagaron proscriptos en tierra extranjera durante los diez años de Calomarde; otros perecieron en los aciagos días que siguieron á la triste victoria de los cien mil nietos de San Luis. Entre los que lograron vivir más que el inicuo Fernando, algunos defendieron el mismo principio con igual entereza; otros, creyendo sustentarle, tropezaron con las exigencias de una generación nueva. Encontráronse con que la generación posterior avanzaba más que ellos, y no quisieron seguirla.
Al crearse el club, no tuvo más objeto que discutir en principio las cuestiones políticas; pero poco á poco aquel noble palenque, abierto para esclarecer la inteligencia del pueblo, se bastardeó. Quisieron los fontanistas tener influencia directa en el gobierno. Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado , estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el Gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entre tanto, fomentaba secretamente el ardor de la Fontana , porque veía en él un peligro para la libertad. La tradición nos ha enseñado que Fernando corrompió á alguno de los oradores é introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional. Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban la Fontana , y entonces ésta se irritaba contra el Gobierno y trataba de derribarlo. Fomentaba el Rey el escándalo por medio de agentes disfrazados; ayudaba el club á los ministros; éstos le herían; vengábase aquél, y giraban todos en un círculo de intrigas, sin que los crédulos patriotas que allí formaban la opinión conociesen la oculta transcendencia de sus cuestiones.
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